La tienda era relativamente fácil de montar y, aunque empezó a hacerlo solo, las chicas le ayudaron a terminar. En cuanto estuvo lista, colocó dentro los sacos de dormir y Rosario entró a amamantar al bebé.
Una vez la criatura estuvo dormida, Lucía ayudó a Helward a preparar la comida sintética. Esta vez el resultado fue una sopa naranja cuyo sabor no era mejor que el de las gachas grises del día anterior. El sol se puso mientras comían, así que Helward encendió un pequeño fuego. Pronto se alzó un viento procedente del este que provocó un acusado descenso de la temperatura, por lo que se vieron obligados a entrar en la tienda y buscar calor dentro de los sacos de dormir.
Helward trató de iniciar una conversación con las chicas. Se cansó pronto; o bien no le respondían o se limitaban a echarse a reír o a intercambiar chanzas en español entre ellas. Helward yació una hora o dos a la luz de unas pequeñas velas que encontró entre las provisiones, preguntándose antes de quedarse dormido qué beneficio sacaría la ciudad de una expedición semejante.
Se despertó dos veces en mitad de la noche a causa de los llantos del bebé. En una de las ocasiones vislumbró al trasluz la silueta de Rosario dándole el pecho sentada en su saco de dormir.
Se despertaron temprano para partir lo antes posible. Helward desconocía el motivo, pero era evidente que el humor de las chicas era radicalmente diferente. Caterina y Lucía cantaron un poco mientras caminaban y en la primera parada para beber trataron de nuevo de derramarle agua por encima. Helward dio un paso atrás para evitarlo, con tan mala suerte que tropezó en el irregular terreno y acabó por tirársela encima él solito. Solo Rosario mantenía las distancias, ignorándole deliberadamente mientras Lucía y Caterina jugueteaban con él. No le agradaba el hecho de que le ridiculizaran porque no sabía cómo devolverles las bromas, sin embargo prefería eso a los malos modos del día anterior.
A medida que avanzó la mañana la temperatura fue subiendo paulatinamente y los ánimos se calmaron. Ninguna de las chicas llevaba puesta la chaqueta. En la siguiente parada Lucía se soltó los dos botones superiores de la blusa y Caterina se desabotonó la suya por completo para atársela con un nudo que dejaba al descubierto su pronunciado canalillo.
Para entonces a Helward ya no le confundía el efecto que estaban causando en él. La atmósfera se relajó considerablemente a medida que crecía la familiaridad. Rosario ni siquiera se dio la vuelta la siguiente vez que le dio el pecho a su hijo.
Otro bosquecillo (que Helward recordaba haber talado para los constructores de vías unos cuantos kilómetros atrás) alivió un poco la sensación de calor. Se sentaron a la sombra a esperar que pasaran las peores horas del día.
Ya habían superado cinco marcas en total, quedaban treinta y tres. La frustración de Helward por la lentitud de la marcha también se había ido relajando. Comprendió que andar más deprisa sería imposible, incluso aunque estuviera realizando el viaje solo. La tierra era demasiado dura, el sol apretaba en exceso.
Decidió esperar un par de horas a la sombra de los árboles. Rosario se había alejado un poco de él para jugar con el bebé. Caterina y Lucía se sentaron juntas bajo un árbol. Se habían quitado los zapatos y charlaban tranquilamente. Helward cerró los ojos unos minutos, pero de pronto se sintió inquieto. Fue a dar un paseo en solitario y sus pasos le llevaron a la linde del bosquecillo, donde encontró las cicatrices dejadas en el suelo por los cuatro tramos de vías. Miró a izquierda y derecha, a norte y sur; la línea era recta, a pesar de ondularse ligeramente por los altos y bajos del terreno, siempre mantenía la misma dirección.
Disfrutó un rato de la soledad, deseando que el tiempo cambiara y el cielo se encapotara un poco, aunque fuera temporalmente. Debatió consigo mismo si quizá resultase mejor descansar de día y viajar de noche. Consideró que era una idea arriesgada.
Estaba a punto de regresar con las chicas cuando de repente distinguió un movimiento a un kilómetro al sur. Enseguida todos sus sentidos se pusieron en guardia. Se echó al suelo junto al tocón de un árbol y esperó.
Al momento lo vio otra vez. Alguien remontaba la vía, caminando hacia él.
Helward recordó la ballesta plegada entre sus cosas. Era demasiado tarde para volver a por ella. A uno o dos metros del tocón había un arbusto. Se arrastró hasta él buscando una mejor cobertura. Esperaba no ser descubierto escondido allí detrás.
La figura no cesaba de avanzar. A los pocos minutos, Helward comprobó sorprendido que se trataba de un hombre que llevaba el uniforme de aprendiz del gremio. Su primer impulso fue salir de su escondite, pero luchó contra él y se quedó donde estaba.
Cuando el hombre estaba a menos de cincuenta metros de distancia, Helward lo reconoció. Era Torrold Pelham, un chico varios kilómetros mayor que él que abandonó el orfanato bastante antes.
Salió de su escondrijo detrás del arbusto y se puso en pie.
—¡Torrold!
Pelham adoptó una pose defensiva. Alzó la ballesta y le apuntó con ella. Pronto la bajó.
—Torrold, soy yo, Helward Mann.
—Dios mío, ¿qué haces aquí?
Se rieron juntos, al darse cuenta de que ambos estaban allí por la misma razón.
—Has crecido —le dijo Pelham—. Eras apenas un chiquillo la última vez que te vi.
—¿Has estado en el pasado? —le preguntó Helward.
—Sí. —Pelham miró fijamente detrás de él, a las vías al norte.
—¿Y bien?
—No es lo que pensaba.
—¿Qué hay allí? —le preguntó Helward.
—Ya estás en el pasado. ¿No lo sientes?
—¿Sentir el qué?
Pelham lo miró un momento.
—Aquí no es tan acusado. Se siente menos. Quizá no te des cuenta todavía. Es más perceptible a medida que vas penetrando en el sur.
—¿El qué? Hablas en acertijos.
—No… es que simplemente es imposible de explicar. —Pelham volvió a mirar al norte—. ¿Está la ciudad cerca de aquí?
—A unos pocos kilómetros, no muy lejos.
—¿Qué le ha ocurrido? ¿Han encontrado la manera de moverla más deprisa? He estado fuera muy poco tiempo y la ciudad parece haberse movido más de lo que pensaba que lo haría.
—Se mueve a la velocidad normal.
—Hay un riachuelo ahí atrás sobre el que han construido un puente. ¿Cuándo lo hicieron?
—Hará unos quince kilómetros.
Pelham negó con la cabeza.
—No tiene sentido.
—Has perdido la noción del tiempo, eso es todo.
Pelham sonrió de repente.
—Espero que así sea. Escucha, ¿estás solo?
—No —dijo Helward—. Llevo a tres chicas conmigo.
—¿Cómo son?
—Están bien. Era un poco difícil al principio, pero ahora nos estamos conociendo mejor.
—¿Son guapas?
—No están mal. Ven y las ves.
Helward le condujo de vuelta al bosquecillo, al poco se topó con ellas.
Pelham silbó.
—Eh, están muy bien. ¿Te las has…? Ya sabes…
—No.
Regresaron a las vías.
—¿Piensas hacerlo? —insistió Pelham.
—No estoy seguro.
—Escucha mi consejo, Helward… si vas a hacerlo hazlo pronto, si no será demasiado tarde.
—¿A qué te refieres?
—Ya lo verás.
Pelham le dedicó una sonrisa traviesa y continuó su camino hacia el norte.
Los pensamientos en torno a lo que mencionó Pelham pronto quedaron fuera de la mente de Helward. Rosario alimentó a su bebé algo antes de que partieran y a los pocos minutos de reemprender la marcha el bebé vomitó violentamente.
Rosario lo abrazó con fuerza, meciéndolo sin saber qué hacer. Lucía se colocó junto a ella, dedicándole palabras de ánimo. Helward estaba preocupado, si el bebé se encontraba realmente enfermo no habría otra elección salvo regresar a la ciudad. Al poco, no obstante, el bebé dejó de sufrir arcadas y, tras una salvaje sesión de llanto, se calmó por fin.
—¿Quieres continuar? —le dijo Helward a Rosario.
Se encogió de hombros, impotente.
—Sí —dijo en español.
Avanzaron lentamente, el calor no había amainado mucho. De vez en cuando Helward les preguntaba a las chicas si necesitaban parar. Todas las veces se negaron a hacerlo, sin embargo Helward detectó un sutil cambio en los cuatro viajeros. Era como si la pequeña tragedia los hubiera unido.
—Acamparemos esta noche —dijo Helward—. Y descansaremos todo el día de mañana.
Las tres se mostraron de acuerdo. Rosario amamantó de nuevo al bebé, que esta vez aguantó la comida en el estómago.
Justo antes del anochecer pasaron por un paisaje más montañoso que el que dejaban atrás y pronto se encontraron con el barranco que tantos problemas había ocasionado a los constructores de puentes. No quedaban apenas restos del puente, exceptuando las cicatrices dejadas en el terreno por los cimientos de las torres de suspensión de ese lado.
Helward recordaba un tramo de terreno nivelado en la orilla norte de la corriente, al fondo del barranco, y lideró la marcha.
Rosario y Lucía cuidaban al bebé, mientras Caterina ayudaba a Helward a montar la tienda. De repente, mientras tendían dentro los cuatro sacos de dormir, Caterina le puso una mano en el cuello y le besó ligeramente en la mejilla.
Helward sonrió.
—¿Y eso por qué?
—Tú bien con Rosario.
Helward se quedó quieto esperando a que el beso se repitiera, sin embargo la chica salió de la tienda y llamó a las otras.
El bebé tenía mejor aspecto. Se durmió en cuanto lo colocaron en su cuna improvisada en el interior de la tienda. Rosario no comentó nada sobre su hijo, no obstante Helward notó que no estaba tan preocupada. Quizá solo habían sido gases.
La noche fue más cálida que la anterior y tras comer permanecieron un rato en el exterior de la tienda. A Lucía le preocupaban sus pies, no paraba de frotárselos, y las otras chicas parecieron darle mucha importancia al asunto. Le enseñó a Helward los grandes callos que tenía en los dedos. Las otras chicas los compararon con los suyos en un intento por decidir cuál estaba en peor estado.
—Mañana —anunció Lucía—. No zapatos.
Eso pareció acabar con el debate.
Helward esperó fuera de la tienda a que las chicas entraran. La noche anterior el frío provocó que todos durmieran dentro de sus sacos de dormir completamente vestidos. En esta noche cálida y húmeda esa posibilidad parecía poco probable. Movido por una repentina timidez, Helward decidió dormir encima del saco con la ropa puesta. Sin embargo, su creciente interés por las chicas hizo vagar sus pensamientos hacia salvajes fantasías sobre las cosas que podrían hacer. Pasados unos minutos las chicas al fin se metieron en la tienda. Cuando él entró, las velas estaban encendidas.
Las tres estaban dentro de sus sacos, aunque por las pilas de ropa que reposaban al lado de cada uno de ellos Helward dedujo que estaban desnudas. No les dijo nada, apagó las velas y se desvistió torpe y toscamente en la oscuridad. Se echó en el saco, demasiado consciente de la presencia del cuerpo de Caterina a su lado. Permaneció despierto un largo rato, tratando de apaciguar la feroz respuesta de su cuerpo a la excitación que le dominaba. Victoria parecía estar muy, muy lejos.
Ya era de día cuando se despertó. Tras un intento frustrado de vestirse sin salir del saco de dormir, Helward emergió de la tienda desnudo y se vistió fuera apresuradamente. Acto seguido encendió la fogata y calentó un poco de agua para hacer la comida. En el fondo del barranco ya hacía algo de calor; Helward se volvió a preguntar si deberían descansar todo el día, tal como prometió, o si por el contrario deberían seguir adelante.
Hirvió el agua y le dio un sorbo a su té cuando estuvo listo. Oyó movimiento dentro de la tienda. Al poco, Caterina salió y pasó a su lado camino del riachuelo. Helward la observó atentamente. Solo llevaba puesta la blusa abierta por delante y unos pantalones. Cuando llegó junto al agua se dio la vuelta y le hizo un gesto con la mano.
—¡Ven! —le gritó.
Helward no se hizo de rogar. Al acercarse a ella se sintió extraño con el uniforme y las botas de puntas metálicas puestas.
—¿Nadamos? —le preguntó ella, y sin esperar respuesta se quitó la camisa, se sacó los pantalones y se metió en el agua desnudo. Helward volvió la vista hacia la tienda sin notar ninguna señal de actividad.
A los pocos segundos ya estaba chapoteando hacia ella. Caterina se giró y se puso frente a él. Sonrió al ver la respuesta que había causado en su cuerpo. Le salpicó antes de darle de nuevo la espalda. Helward saltó sobre ella rodeándola con los brazos. Cayeron juntos al agua.
Caterina se escabulló de su abrazo y se puso en pie. Echó a correr por el agua, salpicando. Helward la siguió y la alcanzó en la orilla. El rostro de ella se tornó serio de repente. Le rodeó el cuello con los brazos y acercó su rostro al de él. Se besaron durante unos momentos, luego salieron del agua y se tendieron en la alta hierba que crecía junto a la corriente. Allí se besaron con mayor intensidad.
Cuando desenredaron sus cuerpos se vistieron y regresaron a la tienda, donde encontraron a Rosario y Lucía comiéndose unas gachas amarillentas. Ninguna de las dos dijo nada, aunque Helward vio a Lucía sonreírle fugazmente a Caterina.
Media hora después el bebé se puso de nuevo enfermo. Rosario lo sostenía preocupada en sus brazos. De repente se lo tendió a Lucía y se hizo a un lado. A los pocos segundos la oyeron vomitar junto al riachuelo entre grandes arcadas.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Helward a Caterina.
—Sí.
Helward olió la comida que se habían tomado. El aroma no era precisamente apetecible, pero no parecía en mal estado, era el habitual. A los pocos minutos, Lucía se quejó de fuertes dolores estomacales y se puso muy pálida.
Caterina se apartó de su lado.
Helward se sentía desesperado. La única posibilidad ahora parecía ser regresar a la ciudad. Si la comida se había estropeado no podrían sobrevivir el resto del trayecto.
Pasado un rato, Rosario regresó al campamento. Débil y pálida, se sentó a la sombra. Lucía le dio algo de agua de la garrafa. El aspecto de esta última no era mejor, no paraba de presionarse la tripa con el rostro demudado. Los llantos del bebé no cesaban. Helward no estaba preparado para una situación semejante, no tenía la menor idea de qué hacer.
Fue en busca de Caterina, la única que estaba sana.