No deseaba llamar la atención una vez trazado el plan, así que aquel día trabajó en las cocinas como siempre. Por la noche acudió a la sala de recepción.
El primer hombre que vio nada más entrar fue Helward. Estaba allí de pie, de espaldas a ella, hablando con una de las mujeres transferidas.
Se colocó justo detrás de él.
—Hola, Helward —le saludó sin perder la calma.
Él se dio la vuelta para ver quién era. Se quedó mirándola anonadado.
—¡Tú! —le dijo—. ¿Qué haces tú aquí?
—¡Calla! Se supone que no hablo inglés demasiado bien, soy una de vuestras mujeres transferidas.
Se alejó hacia uno de los rincones de la sala buscando algo de privacidad, Helward la siguió. La mujer que atendía la barra asintió de manera aprobatoria.
—Mira —dijo al fin Elizabeth—. Siento lo que pasó la última vez que nos vimos. Ahora lo entiendo todo mejor.
—Y yo lo siento si te asusté.
—¿Le has dicho algo a alguno de los otros?
—¿Sobre que seas de la Tierra? No.
—Bien. No digas nada.
—¿De verdad eres del planeta Tierra? —preguntó.
—Sí, pero me gustaría que no te refirieras así a ese tema. Soy de la Tierra, igual que tú. Creo que existe un malentendido.
—Dios, está bastante claro. —La miró de arriba abajo, desde la altura de los veinte centímetros que los separaban—. Tu aspecto aquí es distinto. ¿Qué haces de transferida?
—Era la única manera que se me ocurrió de entrar en la ciudad.
—Yo te hubiera traído. —Miró a su alrededor—. ¿Te has emparejado con alguno de los hombres?
—No.
—No lo hagas. —No paraba de mirar por encima del hombro mientras hablaba—. ¿Tienes habitación propia? Será más fácil hablar.
—Sí. ¿Vamos?
Entraron en la habitación y Elizabeth cerró la puerta. Las paredes eran delgadas, pero al menos daba sensación de privacidad. Se preguntaba por qué él prefería esconderse para hablar con ella.
Se sentó en una silla, Helward en el borde de la cama.
—He leído a Destaine —le contó—, es fascinante. Sé que he oído hablar de él antes. ¿Quién era?
—El fundador de la ciudad.
—Sí, eso lo he adivinado, pero además era conocido por otra cosa.
Helward no sabía qué decir.
—¿Te transmitió algo lo que leíste? ¿Tenía sentido?
—Un poco. Era un hombre muy perdido. Estaba equivocado.
—¿Equivocado respecto a qué?
—A la ciudad y al peligro en el que se encontraba. Escribe como si él y los otros hubieran sido de alguna forma transportados a otro mundo.
—Y así es.
Elizabeth negó con la cabeza.
—Nunca abandonasteis la Tierra, Helward. Estoy sentada aquí, hablando contigo, y estamos en la Tierra.
Él negó desesperado con la cabeza.
—Te equivocas, sé que te equivocas. Digas lo que digas, Destaine sabía la situación real. Estamos en otro mundo.
—El otro día me dibujaste con el sol detrás de mí. Lo dibujaste como una hipérbola. ¿Es así como lo ves? En el dibujo yo era demasiado alta, ¿me ves así?
—No es que yo vea el sol así, es que esa es la forma del sol. El mundo tiene esa forma. A ti te dibujé alta porque… así te veía entonces. Nos encontrábamos muy al norte de la ciudad. Ahora… es muy difícil de explicar.
—Inténtalo.
—No.
—De acuerdo. ¿Sabes cómo veo el sol? Es normal… redondo, esférico, como quiera que se diga. ¿No te das cuenta de que es cuestión de cómo percibimos las cosas? Tus percepciones te informan incorrectamente… no sé por qué. La percepción de Destaine también era errónea.
—Liz, no se trata solo de percepción. He visto, sentido y vivido este mundo. Digas lo que digas, para mí es real. No estoy solo. La mayoría de la gente de esta ciudad también lo ha experimentado. Comenzó con Destaine porque él presenció el inicio de todo. Hemos sobrevivido mucho tiempo en este lugar gracias a ese conocimiento. Ha sido la raíz de todo, nos ha conservado con vida porque sin él no mantendríamos a la ciudad en movimiento.
Elizabeth comenzó a decir algo, pero él continuó.
—Liz, después de verte el otro día necesitaba tiempo para pensar. Cabalgué al norte, muy al norte. Vi algo allí que va a poner a prueba la capacidad de supervivencia de la ciudad como nunca antes nada lo ha hecho. Conocerte fue… no lo sé, significó más de lo esperado. Indirectamente me llevó a algo mucho más grande.
—¿De qué se trata?
—No puedo decírtelo.
—¿Por qué no?
—No se lo puedo decir a nadie excepto a los navegantes. De momento lo han declarado información restringida. Es un mal momento para que la noticia salga a la luz.
—¿A qué te refieres?
—¿Has oído hablar de los terminadores?
—Sí, pero no sé quiénes son.
—Son un grupo político. Han estado tratando de detener el movimiento de la ciudad. Si esto se filtrase ahora habría problemas. Acabamos de sobrevivir a una gran crisis, los navegantes no quieren otra.
Elizabeth se le quedó mirando sin decir nada. De repente se veía a sí misma desde una nueva perspectiva.
Ella era la interfaz entre dos realidades, la suya y la de él. Por mucho que se acercaran nunca habría contacto entre ellas. Al igual que la gráfica dibujada por Destaine, mientras más se acercara a él por un punto, más se alejaba por otro. Era su culpa haberse inmiscuido en este drama en el que una lógica se enfrentaba de esa manera a la otra y sabía que ahora sería imposible desentenderse. A pesar de estar convencida de la sinceridad de Helward y de la manifiesta existencia de la ciudad y su gente (contando incluso con los extraños conceptos alrededor de los cuales se aseguraban su supervivencia), le resultaba imposible erradicar de su mente la contradicción inherente a todo aquello. La ciudad y su gente existían en la Tierra, la Tierra que ella conocía, y no importaba lo que viera o lo que dijera Helward, las cosas eran así. Cualquier circunstancia que lo contradijera no tenía sentido.
Cuando la interfaz fue desafiada llegaron a un callejón sin salida.
—Voy a dejar la ciudad mañana —anunció Elizabeth.
—Ven conmigo. Voy de nuevo al norte.
—No… he de regresar a la aldea.
—¿La misma de donde trajeron a las mujeres?
—Sí.
—Voy en esa dirección. Cabalgaremos juntos.
Otro callejón sin salida. La aldea estaba al suroeste de la ciudad.
—¿Por qué viniste a la ciudad, Liz? No perteneces a esa aldea.
—Quería verte.
—¿Por qué?
—No lo sé. Me asustaste, pero vi a los otros hombres, que eran igual que tú, comerciando con las mujeres de la aldea. Quería averiguar lo que estaba pasando. Ahora pienso que ojalá no lo hubiera hecho, porque sigues dándome miedo.
—Esta vez no te estoy gritando, ¿verdad? —bromeó.
Se echó a reír, y al hacerlo se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía desde su llegada a la ciudad.
—No, por supuesto que no —admitió—. Es… no sé cómo decirlo. Todo lo que doy por sentado es diferente en la ciudad. No me refiero a las cosas cotidianas sino a las importantes, a la razón de ser de todo. En este lugar hay muchísima determinación, como si la ciudad fuera el centro y el foco de toda la humanidad. Sé que no es así. Hay millones de otras cosas que hacer en el mundo, la supervivencia es sin duda una motivación, pero no la primordial. Aquí el acicate radica en la supervivencia a toda costa. He estado en el exterior de la ciudad, Helward, muy lejos de ella. Pienses lo que pienses, este lugar no es el centro del universo.
—Lo es —afirmó—, porque si alguna vez dejamos de creerlo, moriremos.
Abandonar la ciudad no supuso ningún problema para Elizabeth. Bajó a los establos junto a Helward y un hombre que le fue presentado como futuro Blayne. Ensillaron tres caballos y cabalgaron en dirección a lo que, según Helward, era el norte. De nuevo cuestionó su sentido de la dirección; la posición del sol indicaba que iban camino del suroeste. No dijo nada. Para entonces estaba tan acostumbrada a las claras contradicciones a la lógica que no le veía sentido a discutírselas todas a Helward. Estaba dispuesta a acatar la filosofía de la ciudad, si bien no a aceptarla. Antes de perder la ciudad de vista, Helward le señaló las grandes ruedas en su base. Le explicó que el movimiento era tan lento que era casi indetectable. Sin embargo, le aseguró, la ciudad se desplazaba un kilómetro y medio al norte (o al suroeste si se miraba desde el punto de vista de Liz) cada diez días.
El viaje duró dos días. Los hombres hablaban mucho, tanto entre ellos como con ella, aunque la mayoría de lo que decían no tenía mucho sentido.
Se sentía sobrecargada de información, no podía absorber más.
La noche del primer día, pasaron a kilómetro y medio de la aldea y le expresó a Helward su intención de quedarse en ella.
—No… ven con nosotros. Puedes regresar más adelante.
—Quiero volver a Inglaterra. Creo que puedo ayudaros.
—Deberías ver algo.
—¿Qué es?
—No estamos seguros —admitió Blayne—. Helward cree que tú podrías decírnoslo.
Se resistió unos pocos minutos, pero al final fue con ellos.
Era curioso lo fácil que se sometía a los asuntos en los que la implicaban estas personas. Quizás era porque se identificaba con ellos o quizá porque aquella sociedad que constituía la ciudad era un oasis de existencia civilizada en mitad de una tierra gobernada por la anarquía desde hace muchos años. En las pocas semanas que estuvo con los aldeanos, su incuestionable letargo y su incapacidad para lidiar con el más mínimo problema minaron su voluntad de enfrentarse a los desafíos de su trabajo. La gente de la ciudad de Helward era de una clase distinta. Evidentemente se trataba de una comunidad aparte que de algún modo se las arregló para sobrevivir a la Crisis y seguía viviendo en el pasado. A pesar de ello, los principios de una sociedad reglada estaban presentes en ella; una disciplina clara, un sentido del propósito y un entendimiento real y vital de su propia identidad. Sin embargo, una gran dicotomía enfrentaba su propia realidad con las diferencias exteriores.
Por lo tanto, cuando Helward le pidió que fuera con ellos, y Blayne mostró su conformidad, no pudo negarse. Sus acciones la habían hecho involucrarse en la suerte de esta comunidad. Tendría que afrontar las consecuencias de haber abandonado la aldea, aunque después (y podría justificarlo diciendo que quería averiguar dónde estaban llevando a las mujeres). Sin embargo ahora sentía que estaba obligada a seguir con esto. En último caso, debía existir algún cuerpo especial que pudiera ser de ayuda a las gentes de la ciudad. De momento, su implicación era total.
Pasaron la noche bajo la lona de las tiendas. Solo había dos, así que los hombres le ofrecieron galantemente una para ella sola. Antes de dormir pasaron mucho tiempo conversando.
Era evidente que Helward le había hablado de ella a Blayne, de lo diferente que, según él, era, tanto de la gente de la aldea como de la de la ciudad.
Blayne hablaba con ella abiertamente, mientras Helward permanecía en un discreto segundo plano. Intervenía poco, solo para confirmar algún detalle de lo que decía su compañero. Le agradaba Blayne, era directo, así que trató de no rehuir ninguna de sus preguntas.
En resumen, le reafirmó lo que ya sabía. Le habló de Destaine y sus directrices, de la ciudad y su necesidad de avanzar hacia delante, de la forma del mundo. Por experiencia sabía que no debía discutir el punto de vista de los habitantes de la ciudad, así que escuchó sin decir nada.
Cuando se metió en el saco de dormir estaba exhausta por la larga marcha del día anterior. Le costó dormir. El punto de contacto, la interfaz, se había endurecido.
Aunque la confianza en su propia lógica no sufrió ninguna fisura, su entendimiento de las gentes de la ciudad era ahora mayor. Decían vivir en un mundo en el que las leyes de la física eran distintas. Estaba dispuesta a creer eso… o más bien a creer que eran sinceros en su apreciación a pesar de estar equivocados.
No era el mundo exterior el que era diferente, sino su percepción de él. ¿Cómo podría ella cambiar tal cosa?
Al salir al otro lado de la zona boscosa llegaron a una tosca zona de vegetación salvaje, hierba alta y arbustos poco frondosos. El progreso era lento al no haber ningún sendero marcado. Un viento fresco y constante soplaba sobre ellos, una tonificante frescura que agudizó sus sentidos.
Poco a poco, la vegetación dio paso a una hierba dura sobre un terreno arenoso. Ninguno de los hombres dijo nada. Helward en particular se limitaba a mirar hacia delante, dejando al caballo seguir su propio camino.
Elizabeth vio que ante ella la vegetación desaparecía del todo y, al subir por un risco de arena y gravilla, descubrió que unos pocos metros de dunas bajas eran lo único que los separaba de la playa. Su caballo, que ya había detectado el olor de la sal en el aire, bajó por la arena respondiendo de inmediato a su picada de espuelas. Durante unos segundos dejó al animal que marcara el ritmo y disfrutó exultante de la estimulante sensación de libertad que otorga cabalgar por una playa cuya superficie permanece inalterada, completa, sin sufrir cambios desde hace décadas, a no ser los que producen las olas que rompen en la orilla.
Helward y Blayne la siguieron a la playa. Se quedaron de pie junto a los caballos, observando el agua.
Elizabeth trotó hacia ellos a lomos de su cabalgadura y desmontó una vez logró alcanzarles.
—¿Se extiende al este y al oeste? —preguntó Blayne.
—Hasta donde he explorado, sí. No vi ninguna manera de rodearlo.
Blayne cogió la videocámara de una de las alforjas, la conectó y grabó una lenta secuencia giratoria de lo que tenía delante.
—Tendremos que reconocer el este y el oeste —comentó—. Será imposible cruzarlo.
—No hay señales de que haya otra orilla.
Blayne frunció el ceño.
—No me gusta el suelo. Vamos a tener que traer a un constructor de puentes, no creo que esto soporte el peso de la ciudad.
—Ha de haber una manera.
Los dos hombres la ignoraban por completo. Helward montó un pequeño instrumento sobre un trípode con una carta de navegación concéntrica suspendida sobre tres agarres bajo el fulcro. Colgó una plomada sobre la carta y realizó algún tipo de lectura.
—Estamos muy lejos del óptimo —acabó diciendo—. Tenemos tiempo de sobra. Cuarenta kilómetros… casi un año en el tiempo de la ciudad. ¿Crees que puede hacerse?