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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

La química secreta de los encuentros (23 page)

BOOK: La química secreta de los encuentros
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Can acababa de entrar en el vestíbulo. Golpeteó en la esfera de su reloj para indicarles a Alice y a Daldry que ya era hora de irse.

—Lárguese —dijo Alice al ver que Daldry titubeaba todavía.

—¿Está segura?

Alice echó a Daldry con un gesto amistoso. Éste se volvió para decirle adiós y se reunió con Can.

—¿La señorita Alice no se unifica a nosotros?

—No, en efecto, no se unifica a nosotros… Me parece que esta noche va a ser inolvidable —suspiró Daldry levantando la mirada al cielo.

• • •

Daldry durmió durante todo el segundo acto. Cada vez que sus ronquidos se volvían demasiado ruidosos, Can le daba un codazo y Daldry se sobresaltaba antes de volver a dar cabezadas.

Cuando cayó el telón sobre el escenario del antiguo teatro francés de Isklital, Can se llevó a Daldry a cenar al Régence, en el paseo del Olivo. La cocina era refinada. Daldry, más ávido que nunca, se relajó al tercer vaso de vino.

—¿Por qué la señorita Alice no se ha unificado a nosotros? —preguntó Can.

—Porque estaba cansada —respondió Daldry.

—¿Se le ha echado por encima?

—¿Perdón?

—Le pregunto si se han pelado.

—Para su información, se dice echar encima, y no, no nos hemos peleado.

—Pues bien, entonces.

Pero Can no parecía convencido. Daldry llenó sus vasos y le habló de lo que el cónsul les había contado justo antes de que llegase a buscarlos al hotel.

—¡Qué historia tan increíble! —exclamó Can—. ¿Y han sabido todo eso con la boca del cónsul? Entiendo que la señorita Alice se haya quedado tarumba. En su lugar, yo también lo estaría. ¿Qué piensa hacer?

—Ayudarla a verlo todo más claro, si es posible.

—Con Can nada es imposible en Estambul. Dígame cómo aclarar señoritas.

—Encontrar a alguien que conociese a sus padres podría ser un buen comienzo.

—¡Es practicable! —exclamó Can—. Voy a investigar y encontraremos a alguien que se acordará, o alguien que conociese a alguien que se acordase.

—Haga todo lo que pueda, pero no le diga nada si no está seguro de que es verdad, ya está bastante afectada. Cuento con usted.

—Muy sensato, tiene razón, es inútil
emburruñarlo
todavía más.

—Como guía no digo nada, pero, amigo mío, creo que sobrevalora sus aptitudes como intérprete.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —preguntó Can bajando la mirada.

—Hágala de todas formas, ya veremos.

—¿Hay algo de especie entre la señorita Alice y usted?

—Haga un esfuerzo…

—Quería decir algo especial entre ustedes.

—¿Qué le importa a usted?

—Entonces, me acaba de responder.

—No, no acabo de responderle, ¡señor guía sabelotodo pero que no sabe nada!

—¿Lo ve? He debido de palpar una fibra sensible, puesto que me
rearaña
.

—¡No le
rearaño
por la sencilla razón de que eso no significa nada! Y no le regaño tampoco, porque no veo ninguna razón para hacerlo.

—En cualquier caso, todavía no ha respondido a mi pregunta.

Daldry le volvió a servir vino y se bebió su vaso de un trago. Can lo imitó de inmediato.

—Entre la señorita y yo no hay más que una simpatía recíproca; amistad, si lo prefiere.

—Menudo amigo es con la jugada que se dispone a hacerle.

—Nos hacemos un favor mutuo, ella necesitaba cambiar de vida y yo un estudio donde pintar; es un intercambio de favores, eso se hace entre amigos.

—Cuando los dos están al corriente del intercambio…

—Can, sus lecciones de moral me joden extremadamente.

—¿Ella no le gusta?

—No es mi tipo de mujer y no soy su tipo de hombre. ¿Lo ve? Es una relación equilibrada.

—¿Qué es lo que no le gusta de ella?

—Dígame, Can, ¿por casualidad no estará tanteando el terreno para ver si usted tiene alguna posibilidad?

—Sería absurdo y
absqueroso
hacer tal cosa —respondió Can claramente ebrio.

—Esta conversación es cada vez más absurda. Voy a formular las cosas de otra manera para que lleguen hasta su cerebro: ¿trata de insinuarme que Alice le tiene un poco tocado?

—Todavía no he empezado mi investigación, ¿cómo podría haber encontrado ya un tocado? Y, además, ¿qué es un tocado?

—Deje de tomarme por un imbécil y de jugar a no entender nada cuando le viene bien. Alice le gusta, ¿sí o no?

—Ahora con éstas. Perdone —se enfureció Can—, ¡pero he sido yo quien ha hecho la pregunta primero!

—Y yo le he respondido.

—Rotundamente no, ha aludido la respuesta.

—Ni siquiera me he hecho esa pregunta, ¡cómo quiere que le responda!

—¡Mentiroso!

—No se lo consiento. Y, además, yo no miento jamás.

—A Alice sí.

—¿Lo ve? Se ha traicionado, la ha llamado por su nombre de pila.

—¿Que me haya olvidado de tratarla de señorita eso prueba algo? Es un despiste por mi parte, porque estoy un poco bebido de más.

—¿Sólo un poco?

—¡Usted no está en mejor estado que yo!

—Se lo concedo. Bueno, ya que estamos ebrios, ¿estaría dispuesto a realizar un viaje hasta el fin de la noche?

—¿Dónde está su fin de la noche?

—Al fondo de la próxima botella que voy a pedir, o de la siguiente, todavía no puedo prometerle nada.

Daldry pidió un coñac añejo para los dos.

—Si me enamorase de una mujer como ella —añadió levantando su vaso—, la única prueba de amor que podría ofrecerle sería irme lo más lejos posible, aunque tuviera que huir al fin del mundo.

—No comprendo en qué sería eso una prueba de amor.

—Porque le ahorraría conocer a un tipo como yo. Soy un solitario, un soltero empedernido, con sus costumbres y sus manías. Me horroriza el ruido, y ella es muy ruidosa. Yo necesito mi espacio, y ella vive enfrente de mi casa. Y, además, los mejores sentimientos acaban por desgastarse, todo se degrada. No, créame, en una historia de amor hace falta saber irse antes de que sea demasiado tarde; en mi caso, «antes de que sea demasiado tarde» consistiría en no declararse. ¿Por qué sonríe?

—Porque por fin he encontrado un punto en comuna con usted, ya somos los dos los que le encontramos antipático.

—Soy la imagen de mi padre, aunque pretendo ser su contrario, y por haber crecido bajo su techo sé con quién me las veo al mirarme en el espejo por la mañana.

—¿Su madre nunca fue feliz con su padre?

—Si quiere que le responda a eso, amigo mío, voy a tener que coger una buena trompa con esta botella, la verdad se encuentra en las profundidades que no hemos alcanzado todavía.

Tres coñacs más tarde, cuando el restaurante cerró, Daldry le pidió a Can que le buscase un bar digno de ese nombre. Can sugirió llevarlo a la parte baja de la ciudad, a un establecimiento que no cerraba hasta la madrugada.

—¡Eso es lo que nos hace falta! —exclamó Daldry.

Bajaron la calle, los raíles del tranvía les hacían de guía. Can se tambaleaba por el de la derecha, Daldry por el de la izquierda. Cuando llegaba un tranvía, a pesar de los múltiples timbrazos que daba el cochero, esperaban al último momento para apartarse de la vía.

—Si hubiese conocido a mi madre cuando ella tenía la edad de Alice —dijo Daldry—, habría conocido a la mujer más feliz del mundo. Mi madre era una buena actriz, dejó pasar una auténtica vocación. Habría tenido un éxito sonado sobre las tablas. Pero, los sábados, era sincera. Sí, creo que los sábados era realmente feliz.

—¿Por qué los sábados? —preguntó Can sentándose en un banco.

—Porque mi padre la miraba —respondió Daldry uniéndose a él—. No vaya a equivocarse, si se mostraba atento ese día era porque anticipaba su partida del lunes. Quería que ella le perdonase por adelantado su fechoría.

—¿Qué fechoría?

—Llegaremos más tarde a eso. Y me iba a preguntar ¿por qué los sábados antes que los domingos, lo que sería más lógico? Bueno, pues precisamente porque los sábados mi madre todavía estaba lo bastante distraída como para pensar en su partida. Mientras que, a partir de la salida de la misa, se le encogía el corazón, y estaba cada vez más acongojada a medida que pasaban las horas. El domingo por la noche era espantoso. Cuando pienso que tenía la cara de llevarla a misa…

—Pero ¿qué cosa tan grave hacía los lunes?

—Después de arreglarse, se vestía con su mejor traje, se ponía su chaleco, se hacía el nudo de su pajarita, sacaba brillo a su reloj de bolsillo, se peinaba, se perfumaba y hacía preparar el coche de caballos para volver a la ciudad. Los lunes por la tarde tenía cita con su mano derecha en la empresa. Dormía en la ciudad, porque las carreteras eran, parece, peligrosas por la noche, y no volvía hasta el día siguiente.

—Y, en realidad, iba a ver a su amante, ¿es eso?

—No, tenía cita de verdad con el abogado de su empresa, que también era su amigo desde el colegio, y pasaban la noche juntos, así que imagino que es lo mismo que una amante.

—¿Y su madre lo sabía?

—¿Que su marido la engañaba con un hombre? Sí, lo sabía. El chófer también lo sabía. Las criadas, la cocinera, el ama de llaves, el mayordomo, todo el mundo lo sabía. Salvo yo, que durante mucho tiempo creí que simplemente tenía una amante; siempre he sido un poco cretino.

—En la época de los sultanes…

—Sé lo que me va a decir, es muy amable por su parte, pero en Inglaterra tenemos un rey y una reina, un palacio y ningún harén. No crea que lo juzgo, es sólo una cuestión de costumbres. Por cierto, las infamias de mi padre me daban igual, era el sufrimiento de mi madre lo que no soportaba. Sobre eso no me dejaba engañar. Mi padre no era el único hombre del reino que echaba un polvo en una cama que no era la de su mujer, pero era a mi madre a quien engañaba y su amor el que ensuciaba. Cuando reuní un día el valor para hablarle a mi madre del asunto, me sonrió, al borde de las lágrimas, con una dignidad que le helaría la sangre. Salió en defensa de mi padre, me explicó que aquello formaba parte del orden de las cosas, que era una necesidad para él y que nunca lo había odiado por ello. Aquel día representó muy mal su personaje.

—Pero, dado que odia a su padre por todo lo que le ha hecho sufrir a su madre, ¿por qué actuaría como él?

—Porque ver sufrir a mi madre me hizo comprender que, para un hombre, amar es recoger la belleza de una mujer, ponerla bajo llave para que ella se sienta bajo su protección, y quererla… hasta que el tiempo la marchite. Entonces los hombres se van a recoger otros corazones. Me hice la promesa de que si un día llegaba a amar, a amar realmente, entonces conservaría la flor y me prohibiría cortarla. Ya está, amigo, alcohol mediante le he contado demasiadas cosas, y seguramente lo lamentaré mañana. Pero, si repite una de estas confidencias, lo ahogaré con mis propias manos en su gran Bósforo. Ahora la auténtica pregunta que se impone es cómo volver al hotel, ya que soy incapaz de levantarme de nuevo, ¡me temo que me he emborrachado más de la cuenta!

Can no estaba en mejor estado que Daldry; se ayudaron mutuamente y subieron la calle Isklital, tambaleándose.

• • •

Para dejar que la asistenta le hiciera la habitación, Alice se había instalado en el salón que lindaba con el bar. Escribía una carta, que sin duda no llegaría a enviar. En el espejo de la pared vio cómo Daldry bajaba la escalera. Éste se repantigó en un sillón a su lado.

—¿Se bebió ayer todo el Bósforo para encontrarse en tal estado esta mañana? —le preguntó Alice sin apartar la mirada de su hoja.

—No veo qué le hace decir eso.

—Tiene la chaqueta mal abotonada y no se ha afeitado más que de un lado…

—Digamos que mojé algunos hielos en el transcurso de la velada. La echamos de menos.

—No lo dudo ni por un segundo.

—¿A quién escribe?

—A un amigo de Londres —respondió Alice doblando la hoja, que se metió en el bolsillo.

—Me duele la cabeza de forma espantosa —le confió Daldry—. ¿Me acompañaría a dar un paseo? ¿Quién es ese amigo?

—Buena idea, vamos a andar. Me preguntaba a qué hora reaparecería, estoy levantada desde el amanecer y empezaba a aburrirme. ¿Adónde vamos?

—A ver el Bósforo, eso me traerá recuerdos…

De camino, Alice se entretuvo en el puesto de un zapatero. Miró cómo giraba la correa de una muela.

—¿Tiene que ponerles suelas nuevas a sus zapatos?

—No.

—Entonces, ¿por qué lleva cinco minutos largos mirando a ese hombre?

—¿Le pasa a veces que ciertas cosas anodinas le proporcionan una sensación de paz sin que comprenda la razón?

—Pinto cruces, me sería difícil fingir lo contrario. Podría pasarme el día viendo pasar autobuses de dos pisos. Me gusta oír cómo chirría su embrague, el ruido de los frenos, el timbre que el cochero acciona al arrancar, el ronroneo del motor.

—Lo que me describe es terriblemente poético, Daldry.

—¿Se burla de mí?

—Un poco sí.

—¿Porque el escaparate de un zapatero es más romántico?

—Hay poesía en las manos de ese artesano, siempre me han gustado los zapateros, el olor del cuero y de la goma.

—Eso es porque le gustan los zapatos. Yo, por ejemplo, podría pasar horas delante del escaparate de una panadería, no necesito decirle por qué…

Un poco más tarde todavía paseaban junto a los muelles del Bósforo. Daldry se sentó en un banco.

—¿Qué está mirando? —preguntó Alice.

—A esa anciana cerca de la barandilla que habla con el propietario del perro pelirrojo. Es fascinante.

—Le gustan los animales, ¿qué ve en ello de fascinante?

—Mire bien y lo comprenderá.

La anciana, después de haber intercambiado unas palabras con el propietario del perro pelirrojo, se acercó a otro perro. Se inclinó y tendió la mano hacia el hocico del animal.

—¿Lo ve? —susurró Daldry inclinándose hacia Alice.

—¿Acaricia a otro perro?

—No comprende lo que está haciendo, no es el perro quien le interesa, sino la correa.

—¿La correa?

—Exactamente, la correa que lo ata a su amo, que está pescando. La correa es el hilo conductor que le permite entablar la conversación. Esa anciana se muere de soledad. Se ha inventado esta estratagema para intercambiar unas palabras con otro ser humano. Estoy convencido de que viene aquí cada día a la misma hora para buscar su pequeña dosis de humanidad.

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