La química secreta de los encuentros (25 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

BOOK: La química secreta de los encuentros
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ALICE

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Alice se despertó al amanecer; ver nacer el día en los reflejos grises y plateados de la mañana sobre el Bósforo le dio ganas de salir de su habitación.

El comedor del hotel estaba todavía desierto, los camareros con librea de charreteras y galones acababan de poner las mesas. Alice eligió una en una esquina. Había tomado prestado un periódico de la víspera que yacía abandonado en una mesa auxiliar. Sola en el comedor de un palacio de Estambul, leyendo las noticias de Londres, dejó que el periódico resbalase de sus manos mientras sus pensamientos volaban hacia Primrose Hill.

Se imaginó a Carol bajando Albermale Street para llegar a Piccadilly, donde cogería su autobús. Saltaría sobre la plataforma trasera del vehículo de dos pisos, entablaría en seguida conversación con el revisor para lograr que se olvidase de picar su billete. Le diría que tenía mala cara, se presentaría, le aconsejaría ir a verla un día cuando ella estuviese de servicio y, una de cada dos veces, se bajaría delante del hospital con su título de transporte virgen.

Pensó en Anton, caminando, saco al hombro, abierto el cuello de su abrigo, incluso en el frío del invierno, el mechón rebelde en la frente y los ojos todavía hinchados de sueño. Lo vio cruzar el patio del taller, instalarse en el taburete ante su banco, contar los cinceles, acariciar el mango redondeado de su guimbarda, echar una mirada a la aguja grande del reloj y ponerse a la labor entre suspiros. Tuvo algún pensamiento para Sam, que entraría por la puerta de atrás de la librería Camden, se quitaría el abrigo y se pondría la bata gris. Se iría en seguida a la tienda y desempolvaría las estanterías o haría el inventario mientras esperaba a que llegase un cliente. Por fin, se imaginó a Eddy, brazos en cruz encima de la cama y roncando sin parar. Y esa imagen la hizo sonreír.

—¿La interrumpo?

Alice se sobresaltó y levantó la cabeza. Daldry estaba delante de ella.

—No, estaba leyendo el periódico.

—¡Pues tiene muy buena vista!

—¿Por qué? —preguntó Alice.

—Porque su periódico está debajo de la mesa, a sus pies.

—Tenía la cabeza en otra parte —confesó.

—¿Dónde, si no es indiscreción?

—En diferentes lugares de Londres.

Daldry se volvió hacia la barra con la esperanza de atraer la atención del camarero.

—Esta noche la llevo a cenar a un lugar extraordinario, con una de las mejores cocinas de Estambul.

—¿Celebramos algo?

—En cierto modo. Nuestro viaje comenzó en uno de los mejores restaurantes de Londres, me parece juicioso que termine para mí de la misma forma.

—Pero no se va antes de…

—¡Antes de que mi avión despegue!

—Pero no despega antes de…

—¿Cree que tiene que darme un ataque para que me den un café? ¡Esto es el colmo! —exclamó Daldry interrumpiendo a Alice por segunda vez.

Levantó la mano y la agitó hasta que el camarero se presentó en la mesa. Entonces encargó un desayuno pantagruélico y le suplicó que se lo sirvieran lo antes posible, estaba hambriento.

—Ya que tenemos la mañana libre —añadió—, ¿qué le parecería ir al bazar? Tengo que buscar un regalo para mi madre y me haría un gran favor aconsejándome, no tengo ni la menor idea de lo que podría gustarle.

—¿Qué tal una joya?

—No la encontraría de su gusto —respondió Daldry.

—¿Y un perfume?

—No usa más que el suyo.

—¿Un objeto antiguo bonito?

—¿Qué clase de objeto?

—Un joyero, por ejemplo, los he visto con incrustaciones de nácar que eran preciosos.

—Por qué no, pero me dirá que no aprecia más que la marquetería inglesa.

—¿Una pieza de plata bonita?

—No le gusta más que la porcelana.

Alice se inclinó hacia Daldry.

—Debería quedarse unos días más y pintarle un cuadro; podría, por ejemplo, atacar la gran encrucijada, a la entrada del puente Gálata.

—Sí, eso sería una idea encantadora. Haría unos croquis para memorizar el lugar y me pondría a trabajar al volver a Londres. Así, el lienzo no tendría que sufrir por el viaje.

—Sí —suspiró Alice—, podemos hacerlo así.

—Entonces, estamos de acuerdo —dijo Daldry—, nos iremos a pasear al puente Gálata.

Y, en cuanto Daldry terminó su desayuno, cogieron el tranvía hasta Karaköy, y bajaron a la entrada del puente que atravesaba el Cuerno de Oro y se alargaba por encima del agua hasta Eminönü.

Daldry sacó de su bolsillo una libreta de molesquín y un lápiz negro. Dibujó meticulosamente el lugar, destacando la parada de taxis, bosquejando de un trazo el embarcadero de donde salían los vapores para Kadköy, bocetando los que navegaban hacia las islas Moda y la orilla de Üsküdar, el pequeño muelle donde atracaban del otro lado del puente las barcas que hacían de lanzadera entre las dos orillas, la plaza oval donde se detenían el tranvía de Bebek y el de Beyolu. Arrastró a Alice hacia un banco.

Se puso a llenar entonces su libreta de rostros: el de un vendedor de sandías detrás de su puesto, el de un limpiabotas sentado en una caja de madera, el de un afilador que pedaleaba para hacer girar su muela. Luego una carreta tirada por una mula de panza colgante, un coche estropeado —dos ruedas en la acera— cuyo conductor tenía la parte de arriba del cuerpo metido en el capó del motor.

—Ya está —dijo al cabo de una hora, guardando su libreta—. He tomado notas de lo esencial, el resto está en mi cabeza. De todas formas, vamos a dar una vuelta por el bazar, por si acaso.

Subieron a bordo de un
dolmuş
.

Rebuscaron en las callejuelas del gran bazar hasta el mediodía. Alice se compró allí un cofrecito de madera decorado con una greca de nácar, Daldry encontró una hermosa sortija de lapislázuli. A su madre le gustaba el azul, quizá se la pusiese.

Comieron un kebab y volvieron al hotel a primera hora de la tarde.

Can los esperaba en el vestíbulo, con aspecto sombrío.

—Estoy desolado, he naufragado en mi dimisión.

—Pero ¿qué dice? —masculló Daldry al oído de Alice.

—Que ha fracasado en su misión.

—Sí, es que, bueno, no está claro en absoluto, ¿cómo quiere que lo entienda?

—Cuestión de hábito —dijo Alice sonriendo.

—Como prometí, me salí esta mañana a la escuela Saint-Michel, donde supe al rector. Estuvo muy placentero con conmigo y quiso consultar sus libros. Los hojeamos, clase por clase, y en los dos años que habíamos hablado. No era fácil, los asientos eran antiguos y el papel muy polvoriento. Hemos estornudado mucho, pero hemos escudriñado cada página, sin omitir la más mínima admisión. Por desgracia, no hemos sido primados por nuestros esfuerzos. ¡Nada! No hemos encontrado nada bajo el nombre de Pendelbury o de Eczaci. Nos hemos separado muy decepcionados y tengo la tristeza de decirle que nunca ha estado en Saint-Michel. El rector es incontestable en esto.

—No sé cómo lo hace usted para conservar la calma —susurró Daldry.

—Intente formular en turco lo que Can acaba de decirnos en inglés y entonces veremos quién es mejor de los dos —replicó Alice.

—De todas formas, siempre sale en su defensa.

—¿Es posible que me inscribieran en otro centro? —sugirió Alice dirigiéndose a Can.

—Eso es exactamente lo que me he decido al dejar al rector. Consecuentemente, he tenido la idea de hacer una lista. Voy a ir esta tarde a realizarme con una visita al colegio de Calcedonia en Kadköy, y, si no encuentro nada, iré mañana a Saint-Joseph, se encuentra en el mismo barrio, y también tengo otra posibilidad, el colegio para niñas de Nianta. Ya ve, todavía nos quedan muchas apelaciones ante nosotros, sería totalmente precoz considerar que hemos naufragado.

—Con las horas que se va a pasar en centros escolares, ¿no podría sugerirle que aproveche para recibir algunas clases de inglés? No sería un tiempo «considerado naufragado», ¿verdad?

—Ya basta, Daldry, es usted quien debería volver al colegio.

—El caso es que yo no pretendo ser el mejor intérprete de Estambul…

—Pero tiene la edad mental de un niño de diez años…

—Eso es lo que le decía, sale sistemáticamente en su defensa. Eso me tranquiliza; cuando me haya ido no me echarán demasiado de menos, se entienden muy bien los dos solos.

—Es un comentario muy adulto, muy inteligente, lo está arreglando cada vez más.

—¿Sabe qué? Debería pasar la tarde con Can. Vaya al colegio de Calcedonia. Quién sabe si, al visitar el lugar, no resurgen algunos recuerdos…

—¿Ya está de morros? ¡Mire que tiene malas pulgas!

—Para nada. Tengo dos o tres compras que hacer en el centro que le aburrirían mortalmente. Pasemos cada uno por nuestro lado el resto de la jornada y nos volveremos a encontrar para la cena. Por cierto, Can, es bienvenido, si usted lo desea.

—¿Está celoso de Can, Daldry?

—Ahí, querida, permítame decirle que la ridícula es usted. Celoso de Can, ¿y qué más? Pero bueno, de verdad, ¡venir hasta aquí para oír tamañas necedades!

Daldry citó a Alice a las siete en el vestíbulo y se fue sin despedirse apenas.

• • •

Un portal de hierro forjado abierto en una muralla, un patio cuadrado donde languidece una vieja higuera, bancos que envejecen bajo un porche. Can llamó a la puerta de la conserjería y preguntó por el director. El conserje le señaló la secretaría y se volvió a sumir en la lectura de su periódico.

Recorrieron un largo pasillo, las hileras de aulas estaban todas ocupadas, los alumnos, estudiosos, escuchaban la lección que les daba su maestro. La bedel general los hizo esperar en un pequeño despacho.

—¿Lo huele? —le susurró Alice a Can.

—No, ¿qué tengo que oler?

—El vinagre que utilizan para limpiar las ventanas, el polvo de la tiza, la cera en los parquets. Huele tanto a niñez…

—Mi niñez no olía a nada de todo eso, señorita Alice. Mi infancia olía a noches tempranas, a gente que volvía a su casa con la cabeza baja y los hombros machacados por el trabajo del día, a la oscuridad de los caminos de tierra, a la suciedad de las afueras que ocultaba la pobreza de las vidas. En mi casa no había ni vinagre, ni tizas, ni madera encerada. Pero no me quejo, mis padres, al contrario que los del resto de mis compañeros, eran unas personas increíbles. Prométame no decirle al señor Daldry que mi inglés es bastante mejor de lo que se cree, disfruto mucho haciéndole rabiar.

—Se lo prometo. Puede confiar en que el secreto está a salvo.

—Si no confiara en usted, no se lo habría dicho.

La bedel golpeteó sobre su mesa con una regla de hierro para hacerlos callar. Alice se enderezó en su silla y se puso recta como un palo. Al verla, Can se puso la mano delante de la boca para reprimir la risa. El director apareció y los hizo entrar en su despacho.

Demasiado contento de poder mostrar que hablaba inglés con fluidez, aquel hombre no se dirigió más que a Alice. El guía le hizo un guiño cómplice a su cliente; después de todo, sólo contaba el resultado. En cuanto Alice hubo dejado constancia de su solicitud, el director le respondió que, en 1915, el colegio no admitía a niñas todavía. Lo sentía. Volvió a acompañar a Alice y a Can hasta la verja y se despidió de ellos confesando que algún día le gustaría visitar Inglaterra. Quizá hiciese ese viaje cuando se jubilase.

Luego fueron a Saint-Joseph. El padre que los recibió era un hombre de aspecto austero. Escuchó con gran atención a Can mientras éste le exponía el motivo de su visita. Se levantó y recorrió la habitación con los brazos cruzados a la espalda. Se acercó a la ventana para mirar el patio de recreo, donde los chicos se estaban peleando.

—¿Por qué tienen siempre que pegarse? —suspiró—. ¿Cree que la brutalidad es inherente a la naturaleza humana? Podría hacerles esa pregunta en clase, eso sería un buen tema para escribir una redacción, ¿no le parece? —le preguntó el padre sin apartar nunca la mirada del patio de recreo.

—Probablemente —dijo Can—, es incluso una excelente forma de hacerlos reflexionar sobre su conducta.

—Me dirigía a la señorita —le corrigió el superior.

—Creo que eso no serviría de nada —dijo Alice sin titubear—. La respuesta me parece evidente. A los chicos les gusta luchar, y sí, está en su naturaleza. Pero cuanto más vocabulario adquieren, más disminuye su violencia. La brutalidad es la consecuencia de una frustración, la incapacidad de expresar su ira mediante palabras; entonces, a falta de palabras, son los puños los que hablan.

El superior se volvió hacia Alice.

—Habría tenido buena nota. ¿Le gustaba el colegio?

—Sobre todo cuando me iba por la tarde —respondió Alice.

—Me lo temía. No tengo tiempo para hacer su búsqueda, y no tengo suficiente personal para encomendarle esa tarea a nadie. La única cosa que puedo proponerle sería instalarla en el aula de estudio y dejarle consultar los registros que están en los archivos. Por supuesto, está prohibido hablar en el aula de estudio, bajo pena de expulsión inmediata.

—Por supuesto —se apresuró a decir Can.

—Era de nuevo a la señorita a quien me dirigía —dijo el superior.

Can bajó la cabeza y contempló el parquet encerado.

—Bueno, sígame, voy a acompañarla. El conserje le llevará los registros de las admisiones en cuanto dé con ellos. Tiene hasta las seis, no pierda el tiempo. Las seis y ni un minuto más, ¿estamos de acuerdo?

—Puede contar con nosotros —respondió Alice.

—Entonces, vamos allá —dijo el superior acercándose a la puerta de su despacho.

Le cedió el paso a Alice y se volvió hacia Can, que no se había movido de la silla.

—¿Piensa pasarse la tarde en mi despacho o va a ponerse a trabajar? —preguntó en tono afectado.

—No sabía que esta vez se dirigía también a mí —respondió Can.

Las paredes del aula de estudio estaban pintadas de gris hasta media altura y de azul cielo hasta el techo, donde chisporroteaban dos filas de fluorescentes. Los alumnos, castigados en su mayor parte, se rieron nerviosamente al ver a Alice y a Can tomar asiento en los pupitres del fondo del aula. Pero el superior dio un golpe en el suelo con el pie, y la calma volvió de inmediato e incluso se mantuvo después de que el director se fuera. El conserje no tardó en llevarles dos carpetas negras ceñidas por sendas cintas. Le explicó a Can que todo se encontraba ahí —admisiones, expulsiones, informes de final de año— y que cada documento estaba ordenado por curso.

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