La radio de Darwin (10 page)

Read La radio de Darwin Online

Authors: Greg Bear

BOOK: La radio de Darwin
13.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

El tejido de las tumbas de las afueras de Gordi era una posibilidad remota, pero una idea empezaba a tomar forma en la mente de Dicken, una idea sorprendente e inquietante. Había pasado tres años persiguiendo al equivalente vírico de un
boojum
: una enfermedad de transmisión sexual que afectaba sólo a mujeres embarazadas e invariablemente provocaba abortos. Era una bomba de relojería potencial, justo lo que Augustine le había encargado encontrar: algo tan horrible, tan provocador que garantizase el aumento de la financiación del CDC.

Durante esos años, Dicken había ido una y otra vez a Ucrania, Georgia y Turquía, con la esperanza de reunir muestras y trazar un mapa epidemiológico. Una y otra vez, los funcionarios de salud pública de cada una de las tres naciones le habían puesto dificultades. Tenían sus razones. Dicken había recibido noticias de al menos tres, y posiblemente siete, fosas comunes con cuerpos de hombres y mujeres presuntamente asesinados para impedir que la enfermedad se extendiese. Conseguir muestras en los hospitales locales había resultado ser algo extremadamente difícil, incluso cuando los países tenían acuerdos formales con el CCE y la Organización Mundial de la Salud. Sólo se le había permitido visitar las tumbas de Gordi, y eso porque estaba bajo investigación de Naciones Unidas. Había obtenido las muestras de las víctimas una hora después de la partida de Kaye.

Dicken no se había enfrentado nunca antes a una conspiración para ocultar la existencia de una enfermedad.

Todo su trabajo podría haber sido importante, justo lo que Augustine necesitaba, pero estaba a punto de verse ensombrecido, si no completamente olvidado. Mientras Dicken estaba en Europa, su presa había aparecido ante el propio CCE. Un joven investigador del Centro Médico de UCLA, buscando un elemento común en siete fetos rechazados, había encontrado un virus desconocido. Había enviado las muestras a un equipo epidemiológico de San Francisco, financiado por el CCE. Los investigadores habían copiado y secuenciado el material genético del virus. Habían informado de inmediato a Mark Augustine de lo averiguado.

Mark Augustine le había pedido a Dicken que volviese.

Ya estaban empezando a extenderse los rumores sobre el descubrimiento del primer retrovirus endógeno humano infeccioso, o HERV. También había algunas noticias dispersas sobre un virus que causaba abortos. Hasta el momento nadie externo al CCE había relacionado ambas cosas. En el vuelo desde Londres, Dicken había pasado media hora muy cara conectado a Internet, visitando las principales páginas profesionales y grupos de noticias, sin encontrar en ningún lugar una descripción detallada del descubrimiento, pero sí una previsible expectación. No era de extrañar. Alguien podría acabar consiguiendo un Nobel por todo este asunto, y Dicken estaba dispuesto a apostar que ese alguien sería Kaye Lang.

Como cazador de virus profesional, Dicken llevaba tiempo fascinado por los HERV, los fósiles genéticos de antiguas enfermedades. Se había fijado en Lang por primera vez hacía dos años, cuando publicó tres artículos describiendo emplazamientos en el genoma humano, en los cromosomas 14 y 17, donde podían encontrarse partes de HERV potencialmente completos e infecciosos. Su artículo más detallado había aparecido en
Virology
: «Un modelo de la expresión, formación y transmisión lateral de los genes
env
,
pol
y
gag
cromosómicamente dispersos: Antiguos elementos retrovíricos viables en humanos y simios.»

La naturaleza del brote y su posible extensión eran secretos celosamente guardados por el momento, pero una minoría bien informada del CCE sabía esto: los retrovirus encontrados en los fetos eran genéticamente idénticos a los HERV que habían formado parte del genoma humano desde la bifurcación evolutiva entre los monos del Viejo y del Nuevo Mundo. Todos los seres humanos sobre la Tierra los portaban, pero ya no eran simplemente basura genética o fragmentos abandonados. Algo había estimulado a los segmentos dispersos de HERV para que se expresasen y a continuación combinasen las proteínas y el ARN codificado en su interior, formando una partícula capaz de abandonar el cuerpo e infectar a otro individuo.

Todos los fetos abortados sufrían severas malformaciones.

Estas partículas estaban provocando una enfermedad, probablemente la misma enfermedad que Dicken había estado siguiendo durante los últimos tres años. La enfermedad ya había recibido un apodo doméstico en el CCE: la gripe de Herodes.

Con la combinación de genio y suerte que caracterizaba la mayoría de las grandes carreras científicas, Lang había identificado precisamente la localización de los genes que aparentemente estaban causando la gripe de Herodes. Pero por ahora ella no tenía idea de lo que había sucedido; lo había visto en su mirada en Tbilisi.

Algo más había atraído a Dicken hacia el trabajo de Kaye Lang. Junto a su marido, había escrito artículos sobre la importancia evolutiva de los elementos genéticos móviles, también llamados genes saltadores: transposones, retrotransposones e incluso los HERV. Los elementos móviles podían cambiar en cualquier momento y situación y con la frecuencia con que se expresaban los genes, provocando mutaciones, y en definitiva alterando la naturaleza morfológica de un organismo.

Probablemente, los elementos móviles, retrogenes, habían sido en su momento los precursores de los virus; algunos habían mutado y aprendido cómo salir de la célula, envueltos en cápsides y cubiertas protectoras, el equivalente genético de los trajes espaciales. Unos cuantos habían regresado posteriormente como retrovirus, al igual que hijos pródigos; algunos de ellos, a lo largo de los milenios, habían infectado células germinales, óvulos o esperma o sus precursores, y de algún modo habían perdido su potencia. Éstos se habían convertido en HERV.

En sus viajes, Dicken había escuchado, de fuentes fiables en Ucrania, historias sobre mujeres con niños sutilmente y no tan sutilmente diferentes, sobre niños concebidos inmaculadamente, sobre pueblos enteros arrasados y esterilizados... a raíz de una plaga de abortos.

Eran sólo rumores, pero para Dicken resultaban sugerentes, e incluso convincentes. Cuando perseguía algo, confiaba en su agudo instinto. Las historias guardaban relación con algo en lo que había estado pensando durante casi un año.

Tal vez había habido una conspiración de mutágenos. Tal vez Chernobyl o algún otro desastre radiactivo de la era soviética había disparado la activación de los retrovirus endógenos causantes de la gripe de Herodes. Sin embargo, hasta ahora no había comentado con nadie semejante teoría.

En el Midtown Tunnel, un gran camión publicitario, decorado con felices vacas danzantes, hizo un mal viraje y casi le golpeó. Pisó a fondo el freno del Dodge. El chirrido de las llantas y el librarse por centímetros de la colisión le hizo sudar, y liberó toda su ira y frustración.

—¡Cabrón! —le gritó al invisible conductor—. ¡La próxima vez llevaré el Ébola!

No se sentía demasiado caritativo. El CCE tendría que hacerlo público, tal vez en unas semanas. Para entonces, si las previsiones eran exactas, habría más de cinco mil casos de gripe de Herodes sólo en Estados Unidos.

Y a Christopher Dicken no se le reconocería más mérito que a la labor de un buen soldado raso.

8. Long Island, Nueva York

La casa verde y blanca se erguía en lo alto de una pequeña colina, de tamaño medio pero majestuosa, de estilo colonial de los años cuarenta, rodeada por viejos robles, álamos y los rododendros que había plantado tres años antes.

Kaye había llamado desde el aeropuerto y había escuchado un mensaje de Saul. Estaba visitando un laboratorio cliente en Filadelfia y regresaría a última hora de la tarde. Ya eran las siete y la puesta de sol sobre Long Island era espectacular. Nubes esponjosas se liberaban de una masa de un gris ominoso que se desvanecía. Los estorninos convertían a los robles en ruidosas guarderías.

Abrió la puerta, metió su equipaje y tecleó el código para desactivar la alarma. La casa olía a rancio. Dejó las bolsas en el suelo al tiempo que uno de sus dos gatos, un naranja atigrado llamado Crickson, entraba en el vestíbulo desde el salón, las uñas resonando débilmente sobre el cálido suelo de teca. Kaye lo levantó en brazos y le rascó el cuello, y él ronroneó y maulló como un becerrillo enfermo. Al otro gato, Temin, no se le veía por ninguna parte. Kaye supuso que estaba fuera, cazando.

El salón hizo que su corazón diese un vuelco. Ropa sucia esparcida por todas partes. Envases de microondas vacíos desparramados por la mesa auxiliar y la alfombra oriental situadas delante del sofá. Libros, periódicos y páginas amarillas arrancadas de una vieja guía telefónica cubrían la mesa del comedor. El olor rancio procedía de la cocina: verduras estropeadas, restos de café, envoltorios de comida.

Saul había tenido una mala temporada. Como de costumbre, ella había vuelto justo a tiempo de recogerlo todo.

Abrió la puerta delantera y todas las ventanas.

Se frío un bistec y se preparó una ensalada verde con aliño envasado. Mientras abría una botella de pinot noir, Kaye se fijó en un sobre que estaba sobre la encimera de azulejos blancos, cerca de la cafetera. Dejó el vino descorchado para que respirase y abrió el sobre. Dentro había una postal de felicitación con un dibujo floral y una nota escrita por Saul.

Kaye,

Mi dulce Kaye, cariño cariño cariño lo siento mucho. Te he echado mucho de menos y en esta ocasión puede verse, por toda la casa. No limpies. Le pediré a Caddy que lo haga mañana y le pagaré un extra. Sólo descansa. El dormitorio está impecable. Me aseguré de ello.

Saul el chiflado

Kaye dobló la nota con un suspiro de exasperación y contempló la encimera y los armarios. Se fijó en un ordenado montón de revistas y periódicos viejos, fuera de lugar sobre la tabla de cortar. Alzó las revistas. Debajo, encontró aproximadamente una docena de folios impresos y otra nota. Apagó el fuego y puso una tapa sobre la sartén para mantener el bistec caliente, a continuación tomó el montón de hojas y empezó a leer.

Kaye...

¡Has mirado! Te he dejado esto para hacerme perdonar. Es muy emocionante. Lo recibí de Virion y les pregunté a Ferris y a Farrakhan Mkebe de la UCI qué sabían del tema. No me lo contaron todo, pero creo que aquí está, exactamente como predijimos. Le llaman SHERVA, Activación de Retrovirus Endógenos Humanos Dispersos. No hay mucho que valga la pena en las webs, pero aquí está la discusión.

Amor y admiración, Saul

Kaye no sabía muy bien por qué, pero eso le hizo llorar. A través de las lágrimas, ojeó los papeles, y luego los puso en la bandeja, junto al bistec y la ensalada. Se sentía cansada y desecha. Llevó la bandeja a la salita para comer y ver la televisión.

Saul había ganado una pequeña fortuna hacía seis años patentando una variedad especial de ratón transgénico; había conocido a Kaye y se había casado con ella un año después, e inmediatamente había invertido la mayor parte de su dinero en EcoBacter. Los padres de Kaye habían contribuido también con una cantidad importante, justo antes de morir en un accidente de tráfico. Treinta trabajadores y cinco directivos ocupaban el edificio rectangular azul y gris situado en un polígono industrial de Long Island, rodeado de otra media docena de empresas de biotecnología. El polígono estaba a seis kilómetros de su casa.

No tenía que ir a EcoBacter hasta mañana al mediodía. Deseó que algo retrasase a Saul y así tener más tiempo para sí misma, para pensar y prepararse, pero esa idea le hizo llorar de nuevo. Agitó la cabeza, molesta por sus incontrolables emociones y se bebió el vino con los labios húmedos y salados por las lágrimas.

Todo lo que ella deseaba realmente era que Saul se curase, que mejorase. Quería recuperar a su marido, el hombre que había cambiado su perspectiva vital, su inspiración, su compañero y su centro estable en un mundo que giraba vertiginosamente.

Esparció salsa A—1 sobre lo que quedaba de la carne e inspiró profundamente.

Aquello podía ser algo importante. Saul tenía razón al estar emocionado. Daban muy pocos detalles, sin embargo, y ni una pista sobre dónde habían realizado el trabajo o dónde iba a publicarse o quién había filtrado la noticia.

Mientras se dirigía a la cocina, para dejar la bandeja, sonó el teléfono. Hizo una pirueta, deslizándose sobre los calcetines, mantuvo la bandeja en equilibrio sobre una mano y respondió.

—¡Bienvenida a casa! —dijo Saul. Su voz grave todavía la hacía estremecerse—. ¡Mi querida viajera! —Se mostró arrepentido—. Quería disculparme por cómo está todo. Caddy no pudo venir ayer. —Caddy era su asistenta.

—Me alegro de estar de vuelta —dijo ella—. ¿Estás trabajando?

—Estoy liado aquí. No puedo irme.

—Te he echado de menos.

—No recojas la casa.

—No lo he hecho. No mucho.

—¿Has leído los folios?

—Sí. Estaban escondidos sobre la encimera.

—Quería que los leyeses por la mañana con el café, es cuando estás más ágil. Para entonces debería tener noticias más sólidas. Estaré de regreso mañana sobre las once. No vayas al laboratorio enseguida.

—Te esperaré —dijo ella.

—Suenas agotada. ¿Un vuelo cansado?

—El aire acondicionado. Me sangra la nariz.

—Pobrecita
Mädchen
—dijo—. No te preocupes. Yo estoy bien ahora que estás aquí. ¿Te dijo Lado...? —Dejó la frase inacabada.

—Ni una pista —mintió Kaye—. Hice lo que pude.

—Lo sé. Ahora duerme bien, te lo compensaré. Se van a producir noticias increíbles.

—Sabes algo más. Cuéntame —dijo Kaye.

—Todavía no. Disfruta de la espera.

Kaye odiaba los juegos.

—Saul...

—Soy inflexible. Además, no lo he confirmado del todo. Te quiero. Te echo de menos. —Le envió un beso de buenas noches y después de múltiples adioses colgaron simultáneamente, una vieja costumbre. A Saul le entristecía ser el último en colgar.

Kaye examinó la cocina, agarró un estropajo y empezó a limpiar. No quería esperar a Caddy. Después de recogerlo todo hasta encontrarlo aceptable, se duchó, se lavó el pelo y lo envolvió en una toalla, se puso su pijama favorito, y encendió el fuego en la chimenea del dormitorio. Luego se sentó sobre unos cojines a los pies de la cama, dejando que el brillo de las llamas y la suavidad del tejido de rayón del pijama la reconfortasen. Fuera, el viento soplaba con fuerza y vio un relámpago aislado a través de las cortinas bordadas. El tiempo estaba empeorando.

Other books

Silenced by Kristina Ohlsson
All That Glitters by Jill Santopolo
The Echoing Stones by Celia Fremlin
Fighting Heaven for Love by Ashley Malkin
Lost in Flight by Neeny Boucher
Neptune's Tears by Susan Waggoner
Black Heart by Holly Black