La radio de Darwin (43 page)

Read La radio de Darwin Online

Authors: Greg Bear

BOOK: La radio de Darwin
4.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Rice Chex o Raisin Bran?

—Chex, por favor.

—¿Qué tal?

Mitch sonrió.

—Desearía poder desayunar contigo durante mil años.

Kaye se mostró a la vez confusa y halagada. Colocó la bandeja sobre la mesita de café y se estiró la bata, colocándosela con una torpeza avergonzada que Mitch encontró adorable.

—Sabes a qué me refería —le dijo ella.

Mitch la acercó con suavidad al sofá, haciendo que se sentase junto a él.

—Merton dice que hay una crisis en Innsbruck, un cisma. Un miembro importante del equipo quiere hablar conmigo. Merton va a escribir una historia sobre las momias.

—Le interesa lo mismo que a nosotros —dijo Kaye, pensativa—. Piensa que sucede algo importante. Y está rastreando todos los ángulos, desde mí hasta Innsbruck.

—No lo dudo —dijo Mitch.

—¿Es inteligente?

—Razonablemente. Puede que muy inteligente. No lo sé; sólo he pasado unas horas con él.

—Entonces deberías ir. Deberías descubrir qué es lo que sabe. Además, está más cerca de Albany.

—Cierto. En circunstancias normales haría la maleta y me subiría al próximo tren.

Kaye se sirvió la leche.

—¿Pero?

—No me gusta lo de hacer el amor y salir corriendo. Quiero pasar las próximas semanas contigo, continuamente. No apartarme de tu lado. —Mitch estiró el cuello y se lo frotó. Kaye alargó la mano para ayudarle con el masaje—. Suena demasiado posesivo —añadió Mitch.

—Quiero que seas posesivo —dijo Kaye—. Yo también me siento muy posesiva y muy protectora.

—Llamaré a Merton y le diré que no.

—No, no lo harás. —Le besó con intensidad y le mordió el labio—. Estoy segura de que tendrás cosas asombrosas que contarme. Yo estuve reflexionando mucho anoche y ahora debo llevar a cabo un trabajo que requiere concentración. Cuando lo haya terminado, puede que sea yo la que tenga algo asombroso que contarte, Mitch.

53. Washington, D.C.

Augustine hacía
jogging
por el paseo del Capitolio siguiendo el descuidado sendero que discurría bajo los cerezos, que en esos momentos se desprendían de sus últimas flores. Un agente con uniforme azul marino le seguía con zancadas firmes, volviéndose y corriendo en dirección contraria por un momento, para escrutar el camino que dejaban atrás.

Dicken estaba parado con las manos en los bolsillos de la chaqueta, esperando a que Augustine se aproximase. Había llegado en coche desde Bethesda hacía una hora, enfrentándose al tráfico de hora punta, odiando esa tontería de la clandestinidad con una sensación muy similar a la furia. Augustine se detuvo junto a él y corrió sin moverse del sitio, estirando los brazos.

—Buenos días, Christopher —dijo—. Deberías correr más a menudo.

—Me gusta estar gordo —respondió Dicken, enrojeciendo.

—A nadie le gusta estar gordo.

—Bien, en ese caso, no estoy gordo —dijo Dicken—. ¿A qué jugamos hoy, Mark? ¿A ser agentes secretos? ¿Informadores? —Se preguntaba cómo era que todavía no le habían asignado un agente. Supuso que todavía no lo consideraban una figura pública.

—Malditos expertos en control de daños —contestó Augustine—. Un hombre llamado Mitch Rafelson pasó la noche con nuestra querida señora Lang en su encantador apartamento de Baltimore.

El corazón de Dicken le dio un vuelco.

—Te paseaste por el zoo de San Diego en compañía de ambos. Le conseguiste una identificación para entrar en una fiesta privada de Americol. Todo muy jovial. ¿Les presentaste tú, Christopher?

—Podría decirse así —respondió Dicken, sorprendido al comprobar lo mal que se sentía.

—No fue algo muy prudente. ¿Conoces su historial? —preguntó Augustine incisivo—. ¿El ladrón de cadáveres de los Alpes? Está chiflado, Christopher.

—Pensé que podría tener algo que aportar.

—¿Para apoyar qué punto de vista en medio de este lío?

—Un punto de vista defendible —dijo Dicken evasivo, apartando la mirada. La mañana era fresca y agradable, y había bastante gente corriendo por el paseo, permitiéndose un poco de actividad al aire libre antes de encerrarse en sus oficinas gubernamentales.

—Todo el asunto apesta. Parece algún tipo de táctica evasiva para reorientar todo el proyecto, y eso me preocupa.

—Comentamos un punto de vista, Mark. Un punto de vista defendible.

—Marge Cross me dice que se está hablando de evolución —dijo Augustine.

—Kaye ha estado estudiando una explicación que implica evolución —dijo Dicken—. Sus artículos contienen todas las predicciones, Mark, y Mitch Rafelson ha estado llevando a cabo algunas investigaciones en esa misma línea.

—Marge opina que habrá graves repercusiones si esta teoría se hace pública —dijo Augustine.

Dejó de mover los brazos y empezó con los ejercicios de estiramiento del cuello, agarrando cada brazo con la mano opuesta y aplicando tensión, mirando a lo largo del brazo extendido mientras lo echaba hacia atrás todo lo que podía.

—No hay motivo para llegar a ese punto. Lo pararé aquí mismo y ahora. Esta mañana hemos recibido una copia del informe que va a hacer público el Instituto Paul Ehrlich, de Alemania; han encontrado formas mutadas del SHEVA. Varias. La enfermedad muta, Christopher. Tendremos que descartar las pruebas de la vacuna y empezar de nuevo. Eso deja nuestras esperanzas en muy mala situación. Puede que mi puesto no sobreviva a este desastre.

Dicken observó cómo Augustine daba saltos sin moverse del sitio, golpeando el suelo con los pies. Augustine se detuvo y recuperó el aliento.

—Podría haber veinte o treinta mil personas manifestándose en el paseo mañana. Alguien ha filtrado un informe del Equipo Especial sobre los resultados de la RU—486.

Dicken sintió que algo se rompía en su interior, un pequeño pop, la decepción combinada por lo de Kaye y por todo el trabajo que había realizado. Todo el tiempo perdido. No veía ninguna forma de evitar el problema de un mensajero que mutase, cambiando su mensaje. Ningún sistema biológico le daría nunca a un mensajero ese tipo de control.

Se había equivocado. Y también Kaye Lang se había equivocado.

El agente señaló su reloj, pero Augustine hizo un gesto de fastidio y sacudió la cabeza irritado.

—Cuéntamelo, Christopher —dijo Augustine—, y luego decidiré si te permito conservar tu maldito empleo.

54. Baltimore

Kaye caminó con paso firme desde su edificio hasta Americol, contemplando la altura de la torre Bromo-Seltzer, llamada así porque en algún momento mostró en lo alto un enorme frasco de antiácidos de color azul. Ahora sólo tenía el nombre, el frasco había sido eliminado hacía décadas.

Kaye no podía dejar de pensar en Mitch, pero curiosamente, eso no la distraía. Su mente estaba centrada; tenía una idea mucho más clara de qué era lo que debía buscar. El juego de sol y sombra le resultaba agradable mientras recorría los callejones que conectaban los edificios. Hacía un día tan hermoso que casi podía olvidar la presencia de Benson. Como siempre, la acompañó hasta la planta del laboratorio, luego se apostó junto a los ascensores y las escaleras, donde todo el que pasase tendría que someterse a su inspección.

Kaye entró en el laboratorio, y colgó el bolso y el abrigo sobre una barra donde se ponían a secar los frascos de vidrio. Cinco o seis de sus ayudantes se encontraban en la habitación contigua, comprobando los resultados de los análisis de electroforesis de la noche anterior. Se alegraba de tener algo de intimidad.

Se sentó ante el escritorio y accedió a la Intranet de Americol en el ordenador. Sólo le llevó unos segundos cambiar desde la página principal hasta el sitio privado de Americol sobre el Proyecto del Genoma Humano. La base de datos estaba magníficamente diseñada y era fácil de usar, identificando los genes principales, resaltando y explicando en detalle sus funciones.

Kaye introdujo su contraseña. En su trabajo inicial, había estudiado siete candidatos potenciales para la expresión y reensamblaje de partículas de HERV completas e infecciosas. Los genes candidatos que había considerado con mayores probabilidades de resultar viables habían resultado estar asociados al SHEVA, por fortuna, podría pensarse. Durante los meses de trabajo en Americol, había empezado a estudiar en detalle los otros seis candidatos y había planeado continuar con una lista de miles de genes posiblemente relacionados.

Kaye era considerada una experta, pero aquello en lo que era experta, comparado con la enormidad del mundo del ADN humano, consistía en un conjunto de chozas derruidas y aparentemente abandonadas en algunas ciudades pequeñas y casi olvidadas. Los genes HERV eran supuestamente fósiles, fragmentos dispersos en zonas de ADN de longitud menor al millón de pares de bases. Sin embargo, en distancias tan pequeñas, los genes podían recombinarse, saltar de posición en posición, con cierta facilidad. El ADN estaba en constante actividad, con genes cambiando de situación, formando pequeños nudos o fístulas de ADN, y replicándose; una serie de cadenas agitándose y retorciéndose, reordenándose constantemente, por motivos que de momento nadie comprendía totalmente. Y sin embargo, el SHEVA había permanecido notablemente estable a lo largo de millones de años. Los cambios que estaba buscando serían a la vez pequeños y muy significativos.

Si tenía razón, estaba a punto de derribar un paradigma científico fundamental, de dañar muchas reputaciones y provocar la batalla científica del siglo veintiuno, una guerra más bien, y no quería convertirse en una de las primeras víctimas por entrar en el campo de batalla sólo con media armadura. Las especulaciones sobre la causa no eran suficientes. Las declaraciones extraordinarias exigían pruebas extraordinarias.

Pacientemente, confiando en que pasaría al menos una hora antes de que alguien más entrase en el laboratorio, volvió a comparar las secuencias halladas en el SHEVA con las de los otros seis candidatos. Esta vez observó con atención los factores de transcripción que activaban la expresión de los grandes complejos proteínicos. Comprobó las secuencias varias veces antes de fijarse en lo que desde el día anterior sabía que debía estar allí. Cuatro de los candidatos contenían varios factores semejantes, todos sutilmente diferentes.

Contuvo la respiración. Por un momento se sintió como si estuviese al borde de un precipicio. Los factores de transcripción tendrían que resultar específicos para diferentes variedades de LPC. Eso implicaría que habría más de un gen codificando el gran complejo proteínico.

Más de una estación para la radio de Darwin.

La semana anterior, Kaye había solicitado las secuencias más exactas disponibles de algo más de cien genes de varios cromosomas. El director del grupo del genoma le había dicho que estarían disponibles esa mañana. Y había hecho bien su trabajo. Incluso a simple vista, podía percibir similitudes interesantes. Ante tanta información, sin embargo, la vista no era suficiente. Utilizando un software propio de Americol denominado METABLAST, buscó secuencias homólogas en líneas generales con el gen LPC conocido del cromosoma 21. Solicitó y se le autorizó utilizar la mayor parte de la potencia informática del ordenador central del edificio durante unos tres minutos.

Cuando se completó la búsqueda, Kaye tenía las correspondencias que había esperado y cientos de ellas más, todas enterradas en medio del denominado ADN basura, todas sutilmente distintas, ofreciendo un diferente conjunto de instrucciones, diferentes estrategias.

Los genes LPC eran comunes en los veintidós autosomas humanos, los cromosomas que no estaban relacionados con la diferenciación sexual.

—Copias de seguridad —susurró Kaye, como si pudiesen oírla—. Variaciones. —Y sintió un escalofrío. Se apartó de la mesa y caminó por el laboratorio—. ¡Dios mío! ¿Qué demonios estoy pensando?

El SHEVA en su forma actual no estaba funcionando correctamente. Los nuevos bebés estaban muriendo. El experimento, la creación de una nueva subespecie, estaba siendo frustrado por enemigos externos, otros virus, no domesticados, no asimilados en el pasado y no incorporados al equipo de herramientas humano.

Había hallado otro eslabón de la cadena de pruebas. Si quisieras que un mensaje fuese entregado, enviarías a muchos mensajeros. Y los mensajeros podrían llevar mensajes diferentes. Seguramente, un mecanismo complejo que gobernase la forma de una especie no se basaría en un único mensajero y un mensaje fijo. Alternaría automáticamente diseños ligeramente diferentes, con la esperanza de esquivar cualquier amenaza que pudiese surgir, cualquier problema que no pudiese percibir o anticipar directamente.

Lo que estaba viendo podría explicar las enormes cantidades de HERV y de otros elementos móviles, todos ellos diseñados para garantizar la eficacia y el éxito en la transición a un nuevo fenotipo, a una nueva variedad de humano. «Simplemente no sabemos cómo funciona. Es tan complicado... ¡entenderlo podría llevar toda una vida!»

Lo que la aterrorizaba era que en la situación actual, estos resultados podrían malinterpretarse completamente.

Apartó la silla del ordenador. Toda la energía que sentía por la mañana, todo el optimismo, la alegría por la noche pasada junto a Mitch, parecía hueco.

Podía oír voces al fondo del pasillo. La hora había pasado con rapidez. Se levantó y guardó los papeles con las situaciones de los genes candidatos. Tendría que entregárselos a Jackson; era su primera obligación. Luego tendría que hablar con Dicken. Tenían que planificar una respuesta.

Recogió su abrigo de la percha y se lo puso. Estaba a punto de salir cuando entró Jackson. Kaye lo miró sorprendida; nunca antes había bajado a su laboratorio. Parecía cansado y profundamente preocupado. Él también sostenía una hoja de papel.

—Pensé que debía ser el primero en informarte —dijo, agitando el papel bajo su nariz.

—¿Informarme de qué? —preguntó Kaye.

—De lo equivocada que puedes estar. El SHEVA está mutando.

Kaye terminó la jornada con una ronda de reuniones de tres horas con directivos y ayudantes, una letanía de fechas, plazos límite, las minucias del día a día de la investigación en un equipo pequeño de una gran corporación, mareante en las mejores circunstancias, pero en estos momentos casi intolerable.

La engreída condescendencia de Jackson al informarle de las noticias llegadas de Alemania casi había conseguido provocarla para replicarle de forma contundente, pero simplemente había sonreído, le había dicho que ya estaba trabajando en ese problema y se había marchado... Para encerrarse durante cinco minutos en el cuarto de baño de mujeres, mirando su reflejo en el espejo.

Other books

MM01 - Valley of Fire by Peggy Webb
Resisting Her Rival by Sonya Weiss
Mutiny by Julian Stockwin
True to the Roots by Monte Dutton
Fallen Idols MC - Complete by Savannah Rylan
My Blood To Give by Paula Paradis
Feathermore by Lucy Swing