Read La radio de Darwin Online
Authors: Greg Bear
Kaye le dio un toque en el brazo a Saul, exigiéndole prudencia. En ese momento disfrutaban de cierto reconocimiento, e incluso con un científico de la vieja guardia como Miller, con suficientes logros en su haber como para una docena de carreras, la ponía nerviosa hablar demasiado sobre sus últimas teorías. Podría difundirse: Kaye Lang dice esto y lo otro...
—Nadie lo ha encontrado todavía —dijo.
—¿No? —dijo Miller, examinándola con mirada crítica. Se sintió como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche.
Miller se encogió de hombros.
—Puede que no. Mi suposición es que se expresa sólo en las células germinales. En las células sexuales. Haploide a haploide. No se manifiesta, no empieza a funcionar a menos que exista confirmación por otros individuos. Feromonas. Contacto visual tal vez.
—Nosotros tenemos otra opinión —dijo Kaye—. Creemos que la reserva sólo transporta instrucciones para las pequeñas alteraciones que conducen a una nueva especie. El resto de los detalles siguen codificados en el genoma, instrucciones estándar para todo lo que está por debajo de ese nivel... Probablemente, funcionando igual de bien para los chimpancés que para nosotros.
Miller frunció el ceño y dejó de balancearse.
—Tengo que darle vueltas a eso un minuto. —Miró al techo—. Tiene sentido. Protege el diseño que se sabe que funciona, como mínimo. Así que pensáis que los cambios sutiles almacenados en la reserva se expresarán como unidades —dijo Miller—, ¿un cambio cada vez?
—No lo sabemos —dijo Saul. Dobló la servilleta junto al plato y le dio golpecitos con la mano—. Y esto es todo lo que vamos a contarte, Drew.
Miller sonrió ampliamente.
—He estado hablando con Jay Niles. Opina que el equilibrio puntuado se tambalea, y cree que se trata de un problema de sistemas, un problema de red. Inteligencia selectiva de red neuronal en acción. Nunca he confiado mucho en la cháchara sobre redes neuronales. Es sólo una forma de empañar el asunto, de no describir lo que tienes que describir —y añadió, con toda ingenuidad—: Creo que puedo ser de ayuda, si queréis.
—Gracias, Drew. Puede que te llamemos —dijo Kaye—. Pero por ahora nos gustaría probar hacerlo nosotros mismos.
Miller se encogió de hombros expresivamente, se golpeó la frente con los dedos y volvió al otro extremo de la mesa, donde tomó un palito de pan e inició otra conversación.
Durante el vuelo a La Guardia, Saul se desplomó en su asiento.
—Drew no tiene ni idea, ni idea.
Kaye levantó la vista de la copia de
Threads
que había tomado del compartimento del asiento.
—¿Sobre qué? A mí me pareció que iba muy bien encaminado.
—Si tú o yo o cualquiera en biología se atreviese a hablar de algún tipo de inteligencia detrás de la evolución...
—Ah —dijo Kaye, estremeciéndose un poco—, el misterioso vitalismo.
—Por supuesto, cuando Drew habla de inteligencia, o de mente, no se refiere a pensamiento consciente.
—¿No? —dijo Kaye, sintiéndose agradablemente cansada y llena de pasta. Volvió a meter la revista en el compartimento situado bajo la bandeja y reclinó el asiento hacia atrás—. ¿Qué quiere decir?
—Ya has trabajado sobre redes ecológicas.
—No fue el más original de mis trabajos —dijo Kaye—. ¿Y qué predicciones podemos hacer con las redes ecológicas?
—Puede que nada —dijo Saul—. Pero me ayuda a organizar mis ideas de forma útil. Nodos o neuronas formando una red y siguiendo los patrones de las redes neuronales, retroalimentando los nodos con los resultados de toda la actividad de la red, consiguiendo aumentar la eficacia de cada nodo y de la red en su conjunto.
—Desde luego queda muy claro —dijo Kaye, con expresión de desagrado.
Saul meneó la cabeza, admitiendo su crítica.
—Kaye Lang, eres más lista de lo que yo seré nunca —dijo. Ella lo observó con atención y sólo vio lo que más admiraba en él. Las ideas se habían apoderado del hombre; no le preocupaba el reparto de méritos, sólo el descubrimiento de una nueva verdad. Se le humedecieron los ojos, y recordó, casi con dolorosa intensidad, las emociones que Saul había despertado en ella durante su primer año juntos. Pinchándola, animándola, volviéndola loca hasta que ella conseguía explicarse con claridad y captaba la totalidad de una idea, de una hipótesis—. Acláralo tú, Kaye. Eso es lo que se te da bien.
—Bien... —Kaye frunció el ceño—. Así es como funciona el cerebro humano, o una especie, o, ya que estamos, un ecosistema. Y también es la definición más básica de pensamiento. Las neuronas intercambian montones de señales. Las señales pueden sumarse o restarse unas a otras, neutralizarse o cooperar para alcanzar una decisión. Siguen las reglas básicas de toda naturaleza: cooperación y competición; simbiosis, parasitismo, depredación. Las células nerviosas son nodos en el cerebro, y los genes son nodos en el genoma, compitiendo y cooperando para reproducirse en la siguiente generación. Los individuos son nodos en una especie y las especies son nodos en un ecosistema.
Saul se rascó la mejilla y la miró con orgullo.
Kaye agitó un dedo en señal de advertencia.
—Aparecerán creacionistas por todos los rincones, cacareando que finalmente hablamos de Dios.
—Todos tenemos nuestra cruz —suspiró Saul.
—Miller comentaba que el SHEVA cerraba el bucle de retroalimentación de los organismos individuales, es decir, de los seres humanos individuales. Eso convertiría al SHEVA en una especie de neurotransmisor —dijo Kaye, reflexionando.
Saul se acercó más a ella, gesticulando con las manos para describir volúmenes de ideas.
—Centrémonos. Los humanos cooperan para obtener ventajas, formando una sociedad. Se comunican sexualmente, químicamente, pero también socialmente, por medio del lenguaje, la escritura, la cultura. Moléculas y memes. Sabemos que hay moléculas olorosas, feromonas, que afectan al comportamiento; las hembras de un mismo grupo entran en estro simultáneamente. Los hombres evitan las sillas donde se han sentado otros hombres; las mujeres se sienten atraídas por esas mismas sillas. Sólo estamos depurando el tipo de señales que pueden enviarse, qué tipo de mensajes y qué pueden contener los mensajes. Ahora sospechamos que nuestros cuerpos intercambian virus endógenos, al igual que lo hacen las bacterias. ¿Es realmente tan sorprendente?
Kaye no le había hablado a Saul de su conversación con Judith. No quería estropearle la diversión tan pronto, especialmente contando con tan pocos datos, pero tendría que hacerlo. Se incorporó en el asiento.
—¿Y si el SHEVA tiene múltiples propósitos? —sugirió—. ¿Podría tener también efectos secundarios negativos?
—En la naturaleza todo puede ir mal —dijo Saul.
—¿Y si ya ha ido mal? ¿Y si se ha expresado de forma errónea, ha perdido por completo su propósito original y sólo nos pone enfermos?
—No es imposible —dijo Saul, de un modo que sugería educada ausencia de interés. Su mente seguía centrada en la evolución—. Realmente creo que deberíamos trabajar sobre esa idea la próxima semana y elaborar otro artículo. Tenemos el material casi listo, podríamos cubrir todos los puntos especulativos, incluir a algunos de los chicos de Cold Spring Harbor y de Santa Barbara... Incluso a Miller. No se rechaza una oferta de alguien como Drew. También deberíamos hablar con Jay Niles. Conseguir una base firme. ¿Deberíamos continuar, apostar nuestro dinero y atacar la evolución?
Siendo sincera, esa posibilidad asustaba a Kaye. Parecía muy peligroso y quería darle más tiempo a Judith para descubrir qué podía hacer el SHEVA. Además, no tenía ninguna relación con su negocio principal de búsqueda de nuevos antibióticos.
—Estoy demasiado cansada para pensar —dijo Kaye—. Pregúntamelo mañana.
Saul suspiró feliz.
—Tantos acertijos y tan poco tiempo.
Hacía años que Kaye no veía a Saul tan vital y contento. Tamborileaba con los dedos un ritmo rápido sobre el brazo del asiento y tarareaba suavemente para sí.
Sam, el padre de Mitch, lo encontró en el vestíbulo del hospital, la bolsa, que era todo su equipaje, preparada y la pierna cubierta por una incómoda escayola. La operación había ido bien, le habían quitado los puntos hacía un par de días y la pierna se recuperaba según lo previsto. Le daban de alta.
Sam ayudó a Mitch a llegar hasta el aparcamiento, llevándole la bolsa. Empujaron hacia atrás todo lo posible el asiento delantero del lado derecho del Opel de alquiler. Mitch colocó la pierna con torpeza, algo incómodo, y Sam condujo entre el tráfico ligero de media mañana. Los ojos de su padre miraban a todos los lados, nervioso.
—Esto no es nada comparado con Viena —dijo Mitch.
—Ya, bueno, no sé cómo tratan aquí a los extranjeros. Supongo que no tan mal como en México —dijo Sam. El padre de Mitch tenía el pelo castaño y estropajoso y un ancho rostro irlandés, lleno de pecas, que parecía estar siempre a punto de sonreír. Pero Sam apenas sonreía, y tenía un brillo acerado en los ojos grises que Mitch nunca había aprendido a descifrar.
Mitch había alquilado un apartamento de un dormitorio en las afueras de Innsbruck, pero no había estado allí desde el accidente. Sam encendió un cigarrillo y lo fumó con rapidez mientras subían por la escalera de cemento hasta el segundo piso.
—Te manejas muy bien con la pierna —dijo Sam.
—No tengo mucha elección —respondió Mitch.
Sam le ayudó a doblar una esquina y estabilizarse con las muletas. Mitch buscó las llaves y abrió la puerta. El apartamento era pequeño, con techo bajo y desnudas paredes de cemento. Hacía semanas que no se encendía la calefacción. Mitch entró con dificultad en el baño y se dio cuenta de que tendría que cagar desde lo alto y con cierto ángulo; la escayola no cabía entre el inodoro y la pared.
—Tendré que aprender a apuntar —le dijo a su padre al salir, haciéndole reír.
—La próxima vez busca un baño más grande. Un poco desarreglado, pero limpio —comentó Sam. Se metió las manos en los bolsillos para calentarlas—. Tu madre y yo damos por supuesto que vienes a casa. Nos gustaría que lo hicieses.
—Probablemente sea lo que haga, por un tiempo —dijo Mitch—. Me siento algo desamparado, papá.
—Tonterías —murmuró Sam—. Nunca te has dado por vencido fácilmente.
Mitch miró a su padre con expresión cansada, luego se volvió sobre las muletas y contempló el pez de colores que Tilde le había regalado meses antes. Le había dado una pequeña pecera y una lata de comida y lo había colocado sobre la encimera de la cocina. Él lo había cuidado incluso después de que la relación terminase.
El pez había muerto y ahora era una pequeña balsa de detritus flotando en la superficie de la pecera medio llena. Marcas de suciedad en los bordes señalaban los diferentes niveles alcanzados a medida que el agua se había ido evaporando. Resultaba muy desagradable.
—Mierda —exclamó Mitch. Se había olvidado completamente del pez.
—¿Qué era? —preguntó Sam, observando la pecera.
—Lo que quedaba de una relación que casi acaba conmigo —dijo Mitch.
—Resulta bastante dramático —comentó Sam.
—Más bien bastante decepcionante —corrigió Mitch—. Tal vez debería de haber sido un tiburón. —Le ofreció una Calsberg a su padre, de la pequeña nevera que estaba junto al fregadero de la cocina. Sam tomó la cerveza y bebió aproximadamente un tercio de la botella, mientras recorría la sala.
—¿Tienes algún asunto pendiente aquí? —preguntó.
—No lo sé —dijo Mitch, llevando la maleta al ridículamente pequeño dormitorio de paredes desnudas y con una bombilla en el techo como única iluminación. La tiró sobre el jergón, dio la vuelta torpemente con las muletas y volvió a la sala.
—Quieren que les ayude a encontrar las momias.
—Entonces que te paguen el vuelo de vuelta —dijo Sam—. Nos vamos a casa.
A Mitch se le ocurrió comprobar el contestador automático. El contador de mensajes estaba en el máximo, treinta.
—Es hora de que vuelvas a casa y recuperes fuerzas —dijo Sam.
Eso sonaba muy bien, la verdad. Volver a casa a los treinta y siete años y quedarse allí sin hacer nada, dejar que mamá le preparase la comida y papá le enseñase como cebar anzuelos o lo que fuera que Sam hiciese ahora, visitar a sus amigos, volver a ser un niño, sin ninguna responsabilidad importante.
Mitch sentía el estómago revuelto. Presionó el botón de rebobinar del contestador automático. Mientras zumbaba enrollándose hacia atrás, sonó el teléfono y Mitch contestó.
—Perdone —dijo en inglés una voz masculina de tenor—, ¿es usted Mitch Rafelson?
—El mismo —contestó Mitch.
—Sólo voy a decirle esto y luego colgaré. Tal vez reconozca usted mi voz, pero... no importa. Han encontrado los cuerpos en la cueva. La gente de la Universidad de Innsbruck. Sin su ayuda, presumo. Todavía no se lo han dicho a nadie, no sé por qué. Estoy hablando en serio, no se trata de ninguna broma,
Herr
Rafelson.
Se oyó el clic característico y la línea quedó muerta.
—¿Quién era? —preguntó Sam.
Mitch aspiró e intentó relajar la mandíbula.
—Cabrones —dijo—. Sólo se meten conmigo. Soy famoso, papá. Un idiota chiflado y famoso.
—Tonterías —dijo de nuevo Sam, con la cara tensa de disgusto y rabia. Mitch contempló a su padre con una mezcla de amor y vergüenza. Éste era Sam en su faceta más preocupada y protectora.
—Salgamos de este agujero de ratas —dijo Sam, disgustado.
Kaye le preparó el desayuno a Saul nada más amanecer. Parecía desanimado, sentado ante la nudosa mesa de pino, sorbiendo despacio una taza de café negro. Ya se había bebido tres tazas, una mala señal. Cuando estaba de buen humor, el verdadero Saul nunca tomaba más de una taza al día. «Si empieza a fumar otra vez...»
Kaye le sirvió huevos revueltos con tostadas y se sentó junto a él. Saul se inclinó hacia delante, sin hacer caso de ella, y comió despacio, deliberadamente, bebiendo sorbos de café entre bocado y bocado. Cuando terminó, hizo un gesto de disgusto y apartó el plato.
—¿Estaban mal los huevos? —preguntó Kaye en voz baja.
Saul la miró fijamente y negó con la cabeza
.
Se movía más despacio, tampoco una buena señal.
—Ayer llamé a Bristol-Myers Squibb —dijo—. No han cerrado ningún trato con Lado y el Eliava y, aparentemente, no esperan hacerlo. Hay algún lío político en Georgia.