La radio de Darwin (17 page)

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Authors: Greg Bear

BOOK: La radio de Darwin
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—¿Pueden ser buenas noticias?

Saul sacudió la cabeza y volvió la silla hacia las cristaleras y el gris matinal del exterior.

—También llamé a un amigo que trabaja en Merck. Dice que se está cociendo algo con el Eliava, pero no sabe qué es. Lado Jakeli ha tomado un avión a Estados Unidos para reunirse con ellos.

Kaye se contuvo en medio de un suspiro y dejó salir el aire suavemente, de forma inaudible. Otra vez caminando sobre cáscaras de huevos... El cuerpo lo sabía, su cuerpo lo sabía. Saul sufría de nuevo, incluso más de lo que aparentaba. Había pasado por eso al menos cinco veces. En cualquier momento buscaría un paquete de cigarrillos, inhalaría la amarga nicotina para ajustar un poco la química de su cerebro, aunque odiaba fumar, odiaba el tabaco.

—Así que... estamos fuera —dijo Kaye.

—Aún no lo sé —contestó Saul. Entrecerró los ojos ante un breve rayo de sol—. No me comentaste lo de las tumbas.

Kaye se sonrojó como una niña.

—No —dijo, rígidamente—. No te lo comenté.

—Y no salió en los periódicos.

—No.

Saul echó hacia atrás la silla y se agarró al borde de la mesa, se incorporó a medias y efectuó una serie de flexiones inclinadas, con la vista fija en la superficie de la mesa. Cuando terminó, después de hacer treinta, se sentó de nuevo y se secó la cara con la toalla de papel doblada que estaba utilizando como servilleta.

—Dios, lo siento tanto, Kaye —dijo, con la voz ronca—. ¿Sabes cómo me hace sentir?

—¿El qué?

—Que mi mujer haya tenido que pasar por algo así.

—Sabes que estudié medicina forense en SUNY.

—Aún así, hace que me sienta mal —dijo Saul.

—Deseas protegerme —dijo Kaye, y puso la mano sobre la de él, acariciándole los dedos. Él apartó la mano despacio.

—De todo —dijo Saul, haciendo un gesto amplio con las manos, sobre la mesa, como abarcando el mundo—. De la crueldad y del fracaso. De la estupidez —comenzó a hablar más deprisa—. Es algo político. Somos sospechosos. Asociados a Naciones Unidas. Lado no puede unirse a nosotros.

—No daba la impresión de ser así. La política, en Georgia —dijo Kaye.

—¿No? ¿Fuiste con el equipo de Naciones Unidas y no te preocupó que eso pudiese perjudicarnos?

—¡Claro que me preocupó!

—Exacto. —Saul asintió y luego estiró la cabeza hacia atrás y hacia delante como para aliviar la tensión del cuello—. Haré alguna llamada más. Intentaré averiguar dónde se reúne Lado. Aparentemente, no tiene intención de visitarnos.

—Entonces continuaremos con la gente de Evergreen —dijo Kaye—. Tienen mucha experiencia y parte de su trabajo de laboratorio es...

—No es suficiente. Competiremos con el Eliava y con quienquiera que elijan como socio. Serán los primeros en conseguir las patentes y lanzarlas al mercado, se quedarán los beneficios. —Saul se frotó la mejilla—. Tenemos dos bancos y un par de socios y... mucha gente que esperaba que esto saliese bien, Kaye.

Kaye se puso en pie; le temblaban las manos.

—Lo siento —dijo—. Pero esas tumbas... Eran personas, Saul. Se necesitaba ayuda para descubrir cómo habían muerto. —Sabía que parecía que se estaba justificando y eso la confundía—. Estaba allí e intenté ser útil.

—¿Hubieses ido si no te lo hubiesen ordenado? —preguntó Saul.

—No me lo ordenaron —dijo Kaye—. No de forma explícita.

—¿Hubieses ido si no se hubiese tratado de algo oficial?

—Claro que no —contestó Kaye.

Saul extendió la mano y ella la agarró. Le apretó los dedos con fuerza casi dolorosa, luego su mirada se volvió cansada. La soltó, se levantó y se sirvió otra taza de café.

—El café no sirve de nada, Saul —dijo Kaye—. Dime cómo estás. Cómo te sientes.

—Me siento bien —contestó a la defensiva—. El éxito es la medicina que más necesito ahora mismo.

—Esto no tiene nada que ver con los negocios. Es como las mareas. Tienes que enfrentarte a tus propias mareas. Tú mismo me lo dijiste, Saul.

Saul asintió con la cabeza, pero no la miró.

—¿Irás al laboratorio hoy?

—Sí.

—Te llamaré desde aquí cuando investigue un poco. Fijemos una reunión con los jefes de equipo esta tarde, en el laboratorio. Pediremos pizza y unas cervezas. —Hizo un valiente esfuerzo por sonreír—. Tenemos que cambiar de estrategia, y pronto.

—Veré cómo van los nuevos proyectos —dijo Kaye. Ambos sabían que para que los proyectos actuales diesen algún fruto, incluyendo el trabajo sobre las bacteriocinas, se necesitaba al menos un año más—. ¿Cuánto falta para...?

—Deja que yo me preocupe de eso —dijo Saul. Se movió de lado sigilosamente como un cangrejo, agitando los hombros, burlándose de sí mismo de esa forma tan característica suya, y la abrazó con un brazo, escondiendo la cara en su hombro. Ella le apretó la cabeza.

—Odio esto, de verdad, de verdad, odio comportarme así.

—Eres muy fuerte, Saul —le susurró Kaye al oído.

—Tú eres mi fuerza —le dijo, y se apartó, frotándose la mejilla como un chiquillo al que han dado un beso—. Te quiero más que a la vida misma, Kaye. Lo sabes. No te preocupes por mí.

Por un momento, una locura salvaje y extraviada se reflejó en su mirada, acorralada, sin ningún lugar donde esconderse. Luego pasó, le venció el abatimiento y se encogió de hombros.

—Estaré bien. Lo superaremos, Kaye. Sólo tengo que hacer algunas llamadas.

Debra Kim era una mujer delgada, de rostro ancho y un suave casco de espeso cabello oscuro. Euroasiática, tendía a ser autoritaria a su estilo tranquilo. Kaye y ella se llevaban muy bien, aunque era quisquillosa con Saul y con la mayoría de los hombres.

Kim dirigía el laboratorio de aislamiento del cólera en EcoBacter con guante de acero envuelto en terciopelo. El laboratorio de aislamiento, el segundo laboratorio más grande de EcoBacter, funcionaba al nivel 3, más para proteger a los ratones supersensibles de Kim que a los trabajadores, aunque el cólera no era ninguna broma. En su investigación utilizaba ratones con severas inmunodeficiencias combinadas, SIC, privados genéticamente de sistema inmunológico.

Kim llevó a Kaye a la oficina exterior del laboratorio y le ofreció una taza de té. Charlaron de trivialidades unos minutos, mirando por un panel acrílico transparente los contenedores especiales de plástico estéril y acero situados a lo largo de la pared y a los activos ratones que se encontraban en su interior.

Kim trabajaba para encontrar una terapia efectiva contra el cólera basada en fagos. A los ratones SIC se les había dotado de tejido intestinal humano que no podían rechazar; de esta forma se convertían en pequeños modelos humanos ante la infección por cólera. El proyecto había costado cientos de miles de dólares y no había dado muchos resultados, pero Saul lo mantenía en marcha, todavía.

—Nicki, de nóminas, dice que nos quedan tres meses —dijo Kim de improviso, dejando la taza sobre la mesa y sonriendo forzadamente a Kaye—. ¿Es cierto?

—Probablemente —dijo Kaye—. Tres o cuatro. A menos que cerremos un acuerdo de sociedad con el Eliava. Eso resultaría lo bastante seductor como para atraer más capital.

—Mierda —dijo Kim—. La semana pasada rechacé una oferta de Procter and Gamble.

—Espero que hayas dejado alguna puerta abierta —dijo Kaye.

Kim sacudió la cabeza.

—Me gusta esto, Kaye. Preferiría trabajar contigo y con Saul antes que con casi cualquier otro. Pero a cada día que pasa no me voy haciendo más joven, y tengo en mente proyectos bastante ambiciosos.

—Como todos —dijo Kaye.

—Casi he conseguido desarrollar un tratamiento de dos frentes —comentó Kim, acercándose al panel acrílico—. He encontrado la conexión genética entre las endotoxinas y las adhesinas. El
cholerae
ataca las células de nuestra mucosa intestinal y las satura. El cuerpo se defiende desprendiendo las membranas mucosas. Diarreas de «agua de arroz». Puedo desarrollar un fago que lleve un gen que corte la producción de pili en el cólera. Si pueden producir toxinas, no pueden producir pili y no pueden adherirse a las células de la mucosa intestinal. Liberamos cápsulas del fago en las zonas afectadas y
voilà
. Incluso podemos utilizarlos en programas de tratamiento de aguas. Seis meses, Kaye. Sólo seis meses más y podremos entregárselo a la Organización Mundial de la Salud a setenta y cinco centavos la dosis. Tan sólo cuatrocientos dólares para tratar toda una planta de purificación de agua. Obtener un buen beneficio y salvar varios miles de vidas cada mes.

—Te escucho —dijo Kaye.

—¿Por qué es tan importante el tiempo? —preguntó Kim en voz baja y se sirvió otra taza de té.

—Tu trabajo no se detendrá aquí. Si tenemos que cerrar, puedes llevártelo contigo. Vete a otra compañía. Y llévate los ratones. Por favor.

Kim se rió y luego frunció el ceño.

—Eso es increíblemente generoso por tu parte. ¿Y que hay de vosotros? ¿Vais a resignaros a la situación hasta que os aplasten las deudas o a declararos en quiebra y aceptar trabajar para los de Squibb? Tú podrías conseguir trabajo con mucha facilidad, Kaye, sobre todo si te decides antes de que se apague la publicidad. Pero ¿qué hará Saul? Esta empresa es su vida.

—Tenemos alternativas —dijo Kaye.

Kim curvó las comisuras de los labios con gesto de preocupación. Puso la mano sobre el brazo de Kaye.

—Todos sabemos lo de sus ciclos —dijo—. ¿Le está afectando todo esto?

Esto provocó en Kaye un estremecimiento, como si intentase deshacerse de algo desagradable.

—No puedo hablar de Saul, Kim. Ya lo sabes.

Kim levantó las manos en el aire.

—Dios, Kaye, tal vez podríais aprovechar la publicidad para salir a bolsa, conseguir financiación. Algo que nos sacase del apuro durante otro año...

Kim no tenía mucha idea de cómo funcionaban los negocios. Era atípica en esto; la mayoría de los investigadores en biotecnología que trabajaban en empresas privadas sabían mucho de negocios. «Sin francos no hay monstruo de Frankenstein», había oído decir a uno de sus colegas.

—No podríamos convencer a nadie de que nos respaldase en una oferta pública —dijo Kaye—. El SHEVA no tiene nada que ver con EcoBacter, por ahora nada en absoluto. Y el cólera es cosa del Tercer Mundo. No resulta atractivo, Kim.

—¿No lo es? —dijo Kim, agitando las manos disgustada—. Bien, ¿y qué demonios resulta atractivo hoy día en la gran subasta mundial?

—Alianzas, beneficios altos y valor de mercado —dijo Kaye. Se puso en pie y dio unos golpecitos sobre el panel de plástico cerca de una de las jaulas para ratones. Los animales de su interior se levantaron y arrugaron la nariz.

Kaye entró en el laboratorio 6, donde había llevado a cabo la mayor parte de su trabajo de investigación. Un mes antes había pasado sus estudios sobre bacteriocinas a unos posdoctorados del laboratorio 5. En estos momentos, el laboratorio 6 lo estaban utilizando los ayudantes de Kim, pero se encontraban en un congreso en Houston, y el lugar estaba cerrado y las luces apagadas.

Cuando no estaba trabajando en antibióticos, su ocupación preferida habían sido los cultivos de Henle 407 obtenidos a partir de células intestinales; los había utilizado para estudiar meticulosamente algunos aspectos del genoma de los mamíferos y para localizar HERV potencialmente activos. Saul la había animado, puede que imprudentemente; podría haberse centrado por completo en la investigación de las bacteriocinas, pero Saul le había asegurado que era una chica de oro. Cualquier cosa que tocase beneficiaría a la compañía.

Ahora tenían gloria de sobra, pero no dinero.

La industria biotecnológica era implacable, como mínimo. Tal vez simplemente ella y Saul no tenían lo que se precisaba para triunfar.

Kaye se sentó en medio del laboratorio, en una silla rodante a la que por algún motivo le faltaba una rueda. Se apoyó hacia un lado, con las manos en las rodillas y las lágrimas deslizándose por las mejillas. Una vocecita persistente en la parte posterior de su cabeza le decía que eso no podía continuar. La misma voz seguía advirtiéndole de que había elegido mal en su vida personal, pero no podía imaginar que otra cosa podría haber hecho. A pesar de todo, Saul no era su enemigo; lejos de ser un hombre brutal o abusivo, era simplemente una víctima de un trágico desequilibrio biológico. Su amor por ella era puro.

Lo que había iniciado sus lágrimas era esa traicionera voz interior que insistía en que debía escapar de esa situación, abandonar a Saul, empezar de nuevo; no habrá un momento mejor. Podía conseguir un trabajo en el laboratorio de una universidad, solicitar financiación para un proyecto de investigación pura que se adaptase a su estilo, huir de aquella maldita y literal carrera de ratas.

Pero Saul se había mostrado tan cariñoso, tan bien cuando ella volvió de Georgia... El artículo sobre la evolución parecía haber reavivado su interés por la ciencia al margen de los beneficios. Y entonces... la recaída, el desánimo, la espiral descendente. El falso Saul, el Saul negativo.

No quería enfrentarse de nuevo a lo que había sucedido hacía ocho meses. La peor depresión de Saul había puesto a prueba sus propios límites. Sus intentos de suicidio, dos, la habían dejado exhausta y amargada, más de lo que quería admitir. Había fantaseado con vivir con otros hombres, hombres tranquilos y normales, hombres de una edad más cercana a la de ella.

Kaye nunca le había hablado a Saul de esos deseos, de esos sueños; se preguntaba si tal vez ella también debería ver a un psiquiatra, pero había decidido no hacerlo. Saul había gastado decenas de miles de dólares en psiquiatras, había probado cinco tipos de antidepresivos, una vez había sufrido pérdida completa de la función sexual y semanas de no poder pensar con claridad. En su caso, las drogas milagrosas no funcionaban.

¿Qué les quedaba? ¿Qué le quedaba a ella, en reserva, si la marea volvía y perdía al Buen Saul? Estar junto a Saul en los malos momentos había aniquilado sus otras reservas, una reserva espiritual, generada durante su infancia, cuando sus padres le habían dicho: «Eres responsable de tu vida, de tu comportamiento. Dios te ha dado ciertos dones, hermosos instrumentos...»

Sabía que ella estaba bien; una vez había sido autónoma, fuerte, con voluntad propia, y quería volver a sentirse así.

Saul tenía un cuerpo aparentemente saludable, y una buena mente intelectual, y sin embargo había ocasiones en que, a pesar de sí mismo, no podía controlar su existencia. ¿Qué decía eso sobre Dios y sobre el alma inefable, sobre el yo? Que unas simples sustancias químicas podían desvirtuarlos...

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