Read La radio de Darwin Online
Authors: Greg Bear
Dicken nunca había aprendido las reglas de este tipo de sitios. Sabía que había habitaciones privadas, pero no qué se permitía en ellas. Se encontró pensando menos en las chicas, el humo y la cerveza que en su visita de la mañana siguiente al Centro Médico de la Universidad Howard y en la reunión con Augustine y los nuevos miembros del equipo por la tarde... Otro día muy ocupado.
Miró a la chica que había subido al escenario, más baja y algo más rellena, con pechos pequeños y una cintura muy estrecha, y se acordó de Kaye Lang.
Dicken se terminó la cerveza, dejó un par de monedas sobre la mesa y apartó la silla. Una mujer pelirroja, medio desnuda, le ofreció su liga para que dejase un billete, levantándose la falda. Como un idiota, puso un billete de veinte dólares y la contempló con lo que esperaba que pareciese un aire de confianza indiferente, aunque sospechaba que no era más que una mirada tensa e insegura.
—Así se empieza, cariño —le dijo la chica, en voz baja pero firme. Echó una ojeada alrededor. Él era el pez más grande de la piscina en estos momentos, sin compañía—. Has estado trabajando demasiado, ¿verdad?
—Verdad —contestó.
—Creo que lo que necesitas es algo de baile en privado —añadió ella.
—Estaría bien —dijo Dicken, con la boca seca.
—Tenemos un lugar para esas cosas —le dijo ella—. ¿Conoces las reglas, cielo? Yo me encargo de las caricias. Los jefes quieren que te quedes tranquilito y sentado. Es divertido.
Sonaba horrible. Aún así, la acompañó a una pequeña habitación en la parte de atrás del edificio, una de las ocho o diez que había en el segundo piso, todas del tamaño de un dormitorio y sin muebles, excepto por una pequeña tarima y una o dos sillas. Se sentó en la silla mientras la chica se quitaba la bata. Llevaba un tanga diminuto.
—Me llamo Danielle —dijo. Se llevó un dedo a los labios cuando él comenzó a decir algo—. No me lo digas —añadió—, me gusta el misterio.
A continuación sacó un bulto de plástico de un pequeño bolsito negro que llevaba en el brazo y lo desenrolló con un movimiento experto de la muñeca. Se colocó una mascarilla quirúrgica sobre el rostro.
—Lo siento —dijo, con un susurró—. Ya sabes como son las cosas. Las chicas dicen que esta nueva gripe lo traspasa todo... la píldora, los preservativos, lo que sea. Ya ni siquiera tienes que hacer, ya sabes, nada peligroso, para meterte en líos. Dicen que todos los chicos la tienen. Ya tengo dos niños. Lo que menos necesito es perder tiempo de trabajo sólo para tener un pequeño monstruo.
Dicken estaba tan cansado que apenas podía moverse. Ella se subió al escenario y adoptó una pose.
—¿Te gusta rápido o lento?
Dicken se puso en pie, golpeando la silla sin querer. Ella frunció el ceño, estrechando los ojos y arqueando las cejas por encima de la mascarilla, de color verde quirófano.
—Lo siento —dijo Dicken y le tendió otro billete de veinte dólares. Después salió con rapidez de la habitación, dando traspiés a causa del humo. Casi se cayó al tropezar con un par de piernas junto al escenario, subió los escalones y se agarró al pasamanos un momento, inspirando profundamente.
Se secó las manos con fuerza en los pantalones, como si fuese él quien pudiese contagiarse.
Mitch se sentó en el banco y se estiró al sol. Vestía una camisa Pendleton de lana, vaqueros descoloridos y botas viejas de senderismo. No llevaba abrigo.
Los árboles desnudos alzaban sus ramas grises sobre el terreno cubierto de nieve. El ir y venir de los estudiantes había limpiado las aceras, dejando huellas entrecruzadas sobre el césped nevado. La nieve seguía cayendo lentamente desde las oscuras masas de nubes que surcaban el cielo.
Wendell Packer se acercó, saludando y sonriendo ligeramente. Packer tenía la misma edad que Mitch, cerca de los cuarenta, era alto y delgado, empezaba a perder pelo y poseía unas facciones regulares, sólo ligeramente afeadas por una nariz prominente. Llevaba puesto un jersey grueso y un chaleco deportivo de color azul oscuro, y sujetaba un pequeño maletín de piel.
—Siempre he querido hacer una película sobre este lugar —dijo Packer. Le estrechó la mano, nervioso.
—¿Qué tipo de película? —preguntó Mitch, que ya empezaba a sentirse aprensivo. Había tenido que obligarse a sí mismo a hacer la llamada y acercarse al campus. Intentaba acostumbrarse a pasar por alto el nerviosismo de los antiguos colegas y los amigos científicos.
—Sólo una escena. La nieve cubriéndolo todo en enero; los ciruelos en flor en abril. Una chica guapa caminando, justo ahí. Un fundido lento: rodeada de copos cayendo que se transforman en pétalos. —Packer señaló hacía el camino por el que pasaban estudiantes con prisa dirigiéndose a clase. Apartó el aguanieve que había sobre el banco y se sentó junto a Mitch—. Podías haber venido a mi despacho. No eres un paria, Mitch. Nadie va a echarte del campus.
Mitch se encogió de hombros.
—Me he vuelto un salvaje, Wendell. No duermo mucho. Tengo un montón de libros de texto en mi apartamento... me paso el día estudiando biología. Hay demasiado en lo que debo ponerme al día.
—Ya, bueno, despídete del
élan vital
. Ahora somos ingenieros.
—Quiero invitarte a comer y hacerte algunas preguntas. Y también quiero saber si podría acudir de oyente a algunas clases de tu departamento. Los libros no me aclaran lo suficiente.
—Puedo pedírselo a los profesores. ¿Alguna asignatura en particular?
—Embriología. Desarrollo de los vertebrados. Algo de obstetricia, pero eso queda fuera de tu campo.
—¿Por qué?
Mitch apartó la vista, contemplando la plaza y las paredes de ladrillo color ocre de los edificios que la rodeaban.
—Necesito aprender un montón de cosas para no hablar de más ni hacer ningún movimiento estúpido.
—¿Como qué?
—Si te lo dijese, pensarías que estoy loco.
—Mitch, uno de los mejores momentos que he tenido en años fue la excursión que hicimos con mis hijos para ver el Parque Gingko. Les encantó, todo el camino andando, buscando fósiles. Me pasé horas mirando al suelo. Me quemé la parte de atrás del cuello. Entendí por qué llevabas esa solapilla trasera en la gorra.
Mitch sonrió.
—Sigo siendo tu amigo, Mitch.
—Eso significa mucho para mí, Wendell.
—Hace frío aquí fuera —dijo Packer—. ¿Adónde me llevas a comer?
—¿Te gustan los asiáticos?
Se sentaron en el restaurante Pequeña China, en un reservado junto a la ventana, esperando que les sirviesen el arroz, los tallarines y el curry. Packer bebía una taza de té caliente; Mitch, perversamente, tomaba una limonada fría. El vapor empañaba la ventana que daba a la denominada Avenida gris, que no era una avenida en realidad sino la Calle Universidad, bordeando el campus. Unos cuantos chicos con chaquetas de cuero y pantalones flojos fumaban y dejaban las huellas de sus pies junto a un puesto de periódicos cerrado. Había dejado de nevar y las calles estaban heladas.
—Venga, dime por qué necesitas asistir a clases —dijo Packer.
Mitch sacó tres recortes de periódico sobre Ucrania y la República de Georgia. Packer los leyó con el ceño fruncido.
—Alguien intentó asesinar a la madre de la cueva. Y miles de años después, están asesinando a madres con la gripe de Herodes.
—Ah. Y crees que los neandertales... El bebé que encontraron cerca de la cueva. —Packer echó la cabeza hacia atrás—. Estoy algo confuso.
—Dios, Wendell, yo estuve allí. Vi al bebé dentro de la cueva. Estoy seguro de que los investigadores de Innsbruck ya han confirmado ese detalle, sólo que lo están manteniendo en secreto. Les he escrito y ni siquiera me han contestado.
Packer volvió a meditarlo, frunciendo el ceño profundamente, intentando reunir las piezas.
—Crees que tropezaste con una muestra de equilibrio puntuado. En los Alpes.
Una mujer baja, de cara redonda y hermosa, les trajo la comida y les dejó palillos junto a los platos. Cuando se fue, Packer continuó:
—¿Crees que en Innsbruck han comparado los tejidos y que no quieren hacer públicos los resultados?
Mitch asintió.
—Es algo tan poco convencional, como idea, que nadie dice nada. Es una suposición increíblemente arriesgada. Mira, no quiero extenderme... no quiero agobiarte con detalles. Sólo dame la posibilidad de descubrir si tengo razón o no. Probablemente esté tan equivocado que debería cambiar de profesión y dedicarme a la gestión de asfaltos. Pero... Estuve allí, Wendell.
Packer miró alrededor, apartó los palillos, echó unas gotas de salsa picante en su plato y hundió un tenedor en el arroz con carne de cerdo al curry. Con la boca llena, dijo:
—Si te dejo asistir a algunas clases, ¿te sentarás en la parte de atrás?
—Me quedaré fuera —dijo Mitch.
—Era una broma —dijo Packer—. Creo.
—Lo sé —contestó Mitch, sonriendo—. Ahora voy a pedirte otro favor.
Packer alzó las cejas.
—No te pases, Mitch.
—¿Tenéis a algún estudiante doctorado trabajando en el SHEVA?
—Claro —contestó Packer—. El CCE tiene un programa de investigación coordinada y nos hemos apuntado. ¿Te fijaste en todas esas chicas con mascarillas de gasa, en el campus? Nos gustaría contribuir a aportar algo de luz a todo este asunto. Ya sabes... ¿Por? —preguntó, mirando fijamente a Mitch.
Mitch sacó los dos viales de vidrio.
—Son muy importantes para mí —dijo—. No quiero perderlos.
Los sostuvo sobre la palma de su mano. Tintinearon suavemente, su contenido semejaba dos pequeños recortes de carne.
Packer apoyó el tenedor.
—¿Qué son?
—Tejido neandertal. Uno del macho y otro de la hembra.
Packer dejó de masticar.
—¿Qué cantidad necesitarías? —preguntó Mitch.
—No mucha —dijo Packer, con la boca llena de arroz—. Si fuese a hacer algo.
Mitch movió la mano y los viales se movieron lentamente adelante y atrás.
—Si fuese a confiar en ti —añadió Packer.
—Yo tengo que fiarme de ti —dijo Mitch.
Packer se volvió hacia las ventanas empañadas, los chicos seguían reunidos ahí fuera, riendo y fumando.
—¿Qué busco... SHEVA?
—O algo parecido.
—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver el SHEVA con la evolución?
Mitch golpeó los artículos del periódico.
—Explicaría toda esta historia sobre los hijos del diablo. Está sucediendo algo muy extraño. Creo que ya ha sucedido antes y que yo encontré la prueba.
Packer se limpió los labios pensativo.
—No puedo creerlo. —Agarró los viales de la mano de Mitch y los contempló de cerca—. Son tan jodidamente viejos. Hace tres años, dos de mis estudiantes doctorados llevaron a cabo un proyecto de investigación sobre las secuencias del ADN mitocondrial de tejido de huesos neandertales. Todo lo que quedaba eran fragmentos.
—Entonces podrás confirmar que éstos son auténticos —dijo Mitch—. Disecados y deteriorados, pero probablemente completos.
Packer puso los viales sobre la mesa con cuidado.
—¿Por qué debería hacerlo? ¿Sólo porque somos amigos?
—Porque si tengo razón, va a ser el mayor descubrimiento científico de nuestro tiempo. Al fin podríamos saber cómo funciona la evolución.
Packer abrió su cartera y sacó un billete de veinte dólares.
—Invito yo —dijo—. Los grandes descubrimientos me ponen muy nervioso.
Mitch lo miró consternado.
—Oh, lo haré —dijo Packer sonriendo—. Pero sólo porque soy un idiota y un primo. No más favores, por favor, Mitch.
Cross y Dicken se sentaron uno frente a otro en la amplia mesa de la pequeña sala de reuniones del Edificio Natcher, y Kaye se sentó junto a Cross. Dicken jugueteaba con un lápiz, sin levantar la vista de la mesa, como un chiquillo nervioso.
—¿Cuándo va a hacer Mark su gran entrada? —preguntó Cross.
Dicken alzó la mirada y sonrió.
—Yo diría que en unos cinco minutos. Puede que menos. No está muy contento con esta situación.
Cross se dio golpecitos en los dientes con una de sus largas uñas, que estaba astillada.
—Lo único que no le sobra es tiempo, ¿no es cierto? —preguntó Dicken.
Cross sonrió educadamente.
—No parece que haya pasado tanto tiempo desde Georgia —comentó Kaye, sólo por romper el silencio.
—Desde luego que no —dijo Dicken.
—¿Os conocisteis en Georgia? —preguntó Cross.
—Sólo brevemente —dijo Dicken. Antes de que la conversación pudiera continuar, entró Augustine. Vestía un caro traje gris que mostraba algunas arrugas en la espalda y las rodillas. Ya había debido de asistir a un montón de reuniones ese día, supuso Kaye.
Augustine le estrechó la mano a Cross y se sentó. Entrelazó las manos frente a él, con gesto relajado.
—Entonces, Marge ¿ya es un acuerdo firme? ¿Tú te quedas a Kaye y nosotros tenemos que compartirla?
—Todavía no hay nada definitivo —dijo Cross, de buen humor—. Antes quería hablar contigo.
Augustine no parecía convencido.
—¿Qué sacamos nosotros?
—Probablemente nada que no hubieseis conseguido de todas formas, Mark —dijo Cross—. Podemos definir ahora los puntos importantes del acuerdo y dejar los detalles para después.
Augustine se sonrojó ligeramente y tensó la mandíbula durante unos segundos, luego dijo:
—Me encanta negociar. ¿Qué es lo que necesitamos en realidad de Americol?
—Esta noche cenaré con tres senadores republicanos. Tipos del cinturón de la Biblia. No les preocupa mucho lo que haga yo, mientras cuide de sus benefactores. Les explicaré por qué creo que el Equipo Especial y toda la infraestructura de investigación debería recibir aún más dinero, y por qué deberíamos establecer una conexión intranet entre Americol, Euricol y algunos investigadores seleccionados del Equipo Especial y del CCE. Luego les explicaré los hechos de la vida. Lo de la Herodes, quiero decir.
—Se pondrán a gritar que es un «acto de Dios» —dijo Augustine.
—La verdad es que no lo creo —dijo Cross—. Puede que sean más inteligentes de lo que piensas.
—Ya se lo he explicado a todos los senadores y a la mayoría de los congresistas —dijo Augustine.
—Entonces haremos un buen equipo. Haré que se sientan sofisticados e informados, algo que sé que no se te da bien. Y si colaboramos... conseguiremos un tratamiento, posiblemente incluso una cura, en el plazo de un año. Te lo garantizo.