Read La radio de Darwin Online
Authors: Greg Bear
Mitch estaba sentado con la escayola extendida junto al ventanal del apartamento, observando a los peatones de Broadway. No podía dejar de pensar en el bebé momificado, la cueva, la mirada en el rostro de Franco.
Había puesto los tubos de cristal con las muestras de tejido de las momias en una caja de cartón llena de fotografías viejas y había guardado la caja en el fondo de un armario. Antes de hacer nada con esos tejidos tenía que tener claro qué se había descubierto realmente.
La furia farisaica no servía de nada.
Había visto la relación. La herida de la hembra encajaba con la lesión del bebé. La mujer había dado a luz a la niña, o tal vez había abortado. El hombre se había quedado con ellas, había recogido a la recién nacida y la había envuelto en pieles, aunque probablemente había nacido muerta. ¿Había agredido el hombre a la mujer? Mitch no lo creía. Estaban enamorados. Él se sentía muy unido a ella. Huían de algo. ¿Y cómo sabía todo eso?
No tenía nada que ver con percepción extrasensorial ni con canalizar espíritus. Mitch había pasado una parte importante de su carrera interpretando las ambigüedades de enclaves arqueológicos. A veces las respuestas le llegaban en inspiraciones a altas horas de la noche, o mientras estaba sentado sobre las piedras contemplando las nubes o las estrellas del cielo nocturno. En alguna ocasión, la respuesta le llegaba en sueños. La interpretación era una ciencia y un arte.
Día sí, día no, Mitch trazaba diagramas, escribía notas, hacía anotaciones en un pequeño diario de tapas de vinilo. Pegaba un trozo de papel en la pared del dormitorio y dibujaba un mapa de la cueva tal como la recordaba. Colocaba figuritas de papel representando a las momias sobre el mapa. Se sentaba y contemplaba el papel y las figuras recortadas. Se mordía las uñas hasta hacerse daño.
Un día bebió seis cervezas en una tarde, una de sus bebidas favoritas al final de un largo día de excavaciones, pero ahora sin excavaciones, sin propósito, sólo por hacer algo diferente. Se adormiló, se despertó a las tres de la madrugada y se fue a caminar por las calles, pasó por un Jack-in-the-box, un restaurante mexicano, una librería, un puesto de revistas y una cafetería Starbuck.
Volvió al apartamento y se acordó de revisar su correo. Había una caja de cartón. Subió las escaleras con ella, agitándola con suavidad.
Había pedido un número atrasado de
National Geographic
con un artículo sobre Ötzi, el Hombre de los Hielos, a una librería de Nueva York. La revista había llegado envuelta en periódicos.
Devoción. Mitch sabía que habían estado muy unidos. La forma en que yacían uno junto al otro. La posición de los brazos del macho. El macho se había quedado con la hembra cuando podría haber escapado. Qué demonios... utiliza las palabras correctas. El hombre se había quedado junto a la mujer. Los neandertales no eran subhumanos; en la actualidad estaba ampliamente aceptado que habían tenido lenguaje y organizaciones sociales complejas. Tribus. Habían sido nómadas, comerciantes mediante trueque, fabricantes de herramientas, cazadores y recolectores.
Mitch intentó imaginar qué podía haberles llevado a esconderse en las montañas, en una cueva tras capas de hielo, diez u once mil años atrás. Tal vez los últimos de su especie.
Habían tenido un bebé que resultaba prácticamente indistinguible de un niño moderno.
Rasgó el envoltorio de periódicos que rodeaba la revista, la abrió y pasó las páginas hasta el desplegable que mostraba los Alpes, los valles verdes, los glaciares, la señal sobre el lugar donde habían picado y cincelado para sacar al Hombre de los Hielos.
El Hombre de los Hielos se exhibía ahora en Italia. Se había producido una disputa internacional sobre dónde se había encontrado el cuerpo de cinco mil años de antigüedad, y después de que se hubiese completado la parte más importante de la investigación en Innsbruck, finalmente Italia lo había reivindicado.
Austria tenía un derecho claro sobre los neandertales. Se estudiarían en la universidad de Innsbruck, tal vez en el mismo edificio donde habían estudiado a Ötzi; almacenados a temperatura de congelación, con condiciones de humedad controladas, visibles a través de una pequeña ventana, tendidos uno junto al otro, como habían muerto.
Mitch cerró la revista y se presionó el puente de la nariz con dos dedos, recordando la horrible sensación de embrollo después de que descubriese al Hombre de Pasco. «Me enfurecí. Casi acabo en la cárcel. Me fui a Europa para probar algo nuevo. Encontré algo nuevo. Me vi atrapado y lo fastidié todo. Ya no me queda credibilidad. ¿Qué puedo hacer si me creo esta historia imposible? Soy un saqueador de tumbas. Un criminal, un canalla, por duplicado.»
Con pereza, estiró los arrugados envoltorios arrancados del
New York Times
. Se fijó en un artículo en la parte inferior derecha de una de las páginas. El titular decía: «Viejos crímenes salen a la luz en la República de Georgia.» Superstición y muerte a la sombra del Cáucaso. Mujeres embarazadas acorraladas en tres pueblos con sus maridos o parejas y obligadas por soldados o policías a excavar sus propias tumbas en las afueras de una ciudad llamada Gordi. Una columna de veinte centímetros junto a un anuncio de venta de acciones por Internet.
Cuando terminó de leerlo, Mitch sacudió la cabeza con furia y nerviosismo.
A las mujeres les habían disparado en el estómago. A los hombres les habían disparado en los testículos y les habían golpeado. El escándalo estaba haciendo tambalearse al gobierno georgiano. El gobierno afirmaba que los asesinatos habían sucedido bajo el régimen de Gamsajurdia, que había sido destituido a principios de los noventa, pero algunos acusados de estar implicados seguían ocupando puestos oficiales.
No estaba claro por qué habían sido asesinados esos hombres y mujeres. Algunos vecinos de Gordi acusaban a las mujeres muertas de haberse acostado con el diablo y afirmaban que sus muertes eran necesarias: estaban dando a luz a los hijos del demonio, y haciendo que otras madres abortasen.
Se especulaba que esas mujeres habían sufrido una aparición prematura de la gripe de Herodes.
Mitch fue saltando hasta la cocina, golpeándose los dedos desnudos que sobresalían de la escayola con la pata de una silla. Se tambaleó y maldijo, luego se agachó y rebuscó entre una pila de periódicos que estaba en una esquina, junto a los contenedores plásticos de reciclado de basura, gris, verde y azul. Encontró la sección A del
Seattle Times
de hacía dos días. Titulares: un comunicado sobre la gripe de Herodes del presidente, la directora de Salud Pública y el secretario de Salud y Servicios Sociales. Una columna lateral, del mismo redactor científico que había juzgado a Mitch con tanta dureza, explicaba la conexión entre la gripe de Herodes y el SHEVA. Enfermedad. Abortos.
Mitch se sentó en la desvencijada silla ante la ventana que daba a Broadway y observó cómo le temblaban las manos.
—Sé algo que nadie más sabe —dijo, y aferró con las manos los brazos de la silla—. ¡Pero no tengo ni la más mínima idea de cómo lo sé, ni qué demonios hacer!
Si había alguien inadecuado para tener semejante intuición, para hacer ese enorme y poco fundamentado salto mental, ése era Mitch Rafelson. Sería mejor para todos los implicados si se dedicaba a buscar caras sobre la superficie de Marte.
Era el momento o bien de rendirse y apoyarse en varias docenas de cajas de cerveza, instalándose en un lento y aburrido declive, o bien de construirse una plataforma sobre la que pudiese alzarse, cada uno de los tablones fruto de una cuidadosa investigación científica.
—Gilipollas —dijo junto a la ventana, con el trozo del periódico de embalar en una mano y los titulares de la primera página en la otra—. ¡Maldito... inmaduro... gilipollas!
FINALES DE ENERO
El cielo estaba cubierto de nubes bajas, y la débil y apagada luz solar entraba por la ventana del despacho de la directora. Mark Augustine se apartó de la pizarra que mostraba una red de nombres y líneas entrecruzadas, apoyó un codo sobre una mano y se frotó la nariz. En la parte inferior del complejo esquema, bajo Shawbeck, el director del INS y el todavía no anunciado sustituto de Augustine al frente del CCE, se encontraba el Equipo Especial para la Investigación de Provirus Humanos: EEIPH.
Augustine odiaba ese nombre y siempre lo llamaba el Equipo Especial; sólo el Equipo Especial.
Hizo un gesto con la mano señalando hacia las escaleras de la dirección.
—Aquí está, Frank. Me voy la próxima semana y salto hasta Bethesda, en la parte más baja de la jungla de los pizarrones. Treinta y tres escalones más abajo. Éste es el resultado. Burocracia en estado puro.
Frank Shawbeck se reclinó en su asiento.
—Podría haber sido peor. Pasamos la mayor parte del mes recortando el escalafón.
—No podría haber sido una pesadilla peor. Todavía es una pesadilla.
—Al menos tú sabes quién es tu jefe. Yo respondo ante el secretario de Salud y ante el presidente —dijo Shawbeck. Las noticias habían llegado dos días antes. Shawbeck se quedaría en el INS, pero ascendía a director—. Justo en medio del huracán. Sinceramente, me alegro de que Maxine haya decidido no apearse. Ella es mucho mejor pararrayos que yo.
—No te engañes. Ella es mucho mejor político que ninguno de nosotros. El rayo nos caerá encima a nosotros.
—Si cae —contestó Shawbeck, pero su gesto era serio.
—Nos caerá, Frank —insistió Augustine. Miró a Shawbeck con su característica sonrisa irónica—. La OMS quiere que coordinemos todas las investigaciones externas, y quieren venir a Estados Unidos a llevar a cabo sus propias pruebas. La Comunidad de Estados Independientes es un cadáver... Rusia la utilizó durante demasiado tiempo para imponerse a las repúblicas. Ahí no hay coordinación posible, y Dicken aún no ha conseguido sacarles ni pío a Georgia ni a Azerbaiyán. No se nos permitirá investigar allí hasta que la situación política se estabilice, sea lo que sea que signifique eso.
—¿Cómo están las cosas por allí? —preguntó Shawbeck.
—Mal, es todo lo que sabemos. No piden ayuda. Han sufrido la Herodes durante diez o veinte años, puede que más... y han estado manejando la situación a su modo, localmente.
—Con masacres.
Augustine asintió.
—No quieren que eso se haga público, y desde luego no quieren que digamos que el SHEVA comenzó entre ellos. El orgullo del nacionalismo reciente. Vamos a mantenerlo en secreto mientras podamos, con el fin de tener alguna fuerza en la zona.
—Dios. ¿Y qué hay de Turquía?
—Han aceptado nuestra ayuda y han dejado entrar a nuestros inspectores, pero no nos dejarán mirar en las zonas fronterizas con Irak ni con Georgia.
—¿Dónde está ahora Dicken?
—En Ginebra.
—¿Mantiene informada a la OMS?
—De cada paso que da —dijo Augustine—. Se envían copias a la OMS y a UNICEF. El Senado vuelve a protestar. Amenazan con retrasar los pagos a Naciones Unidas hasta que tengamos una imagen clara de quién está pagando qué en el marco mundial. No quieren que seamos nosotros quienes paguemos la factura del posible tratamiento que descubramos, y no se les pasa por la mente que podamos no ser nosotros quienes descubramos un tratamiento.
Shawbeck levantó la mano.
—Probablemente seremos nosotros. Tengo reuniones fijadas con cuatro consejeros delegados mañana, Merck, Schering Plough, Lilly y Bristol-Myers —dijo—. La próxima semana serán Americol y Euricol. Quieren hablar de aportaciones y subvenciones. Por si no fuese suficiente, el doctor Gallo llega esta tarde; quiere tener acceso a toda nuestra investigación.
—Esto no tiene nada que ver con el VIH —dijo Augustine.
—Afirma que podría haber alguna similitud en la actividad de los receptores. Es una suposición arriesgada, pero es famoso y tiene mucha influencia en el Congreso. Y aparentemente puede ayudarnos con los franceses, ahora que vuelven a cooperar.
—¿Cómo vamos a curar esto, Frank? Diablos, mi gente ha encontrado SHEVA en todos los primates, desde los monos verdes hasta los gorilas de montaña.
—Es demasiado pronto para ser pesimista —dijo Shawbeck—. Sólo han pasado tres meses.
—¡Tenemos cuarenta mil casos confirmados de Herodes sólo en la Costa Este, Frank! ¡Y no tenemos nada en perspectiva! —Augustine golpeó la pizarra con el puño.
Shawbeck sacudió la cabeza y levantó ambas manos, indicándole que se tranquilizase.
Augustine bajó la voz y hundió los hombros. Luego sacó un pañuelo y se limpió con cuidado el borde de la mano, donde había rozado la tinta de la pizarra.
—La parte positiva es que el mensaje se está extendiendo —dijo—. Teníamos dos millones de accesos a nuestra página web sobre la Herodes. ¿Pero escuchaste anoche a Audrey Korda en el Show de Larry King?
—No —dijo Shawbeck.
—Prácticamente dijo que los hombres eran la encarnación del diablo. Dijo que las mujeres no nos necesitaban para nada, que deberían ponernos en cuarentena... ¡ufff! —Hizo un gesto con la mano—. No más sexo, no más SHEVA.
Los ojos de Shawbeck brillaron como piedras húmedas.
—Tal vez tenga razón, Mark. ¿Has visto la lista de medidas extremas de la directora de Salud Pública?
Augustine se pasó la mano por el pelo.
—Espero por nuestro bien que no se filtre.
Los restos de pasta de dientes parecían renacuajos azules sobre el fondo del lavabo. Kaye terminó de enjuagarse la boca, roció el lavabo con el chorro de agua para eliminar los renacuajos y se secó la cara con una toalla. Se quedó parada en la entrada del cuarto de baño y contempló la puerta cerrada del dormitorio principal, al fondo del pasillo.
Era su última noche en la casa; había dormido en la habitación de invitados. Otro furgón de mudanzas, pequeño, llegaría a las once de la mañana para sacar las pocas pertenencias que quería llevarse. Caddy adoptaba a Crickson y Temin.
La casa estaba en venta. Con el mercado en alza, conseguiría un buen precio. Al menos estaba a salvo de sus acreedores. Saul había puesto la casa a su nombre.
Eligió la ropa que iba a ponerse, ropa interior blanca, una combinación de blusa y suéter color crema y pantalones azules, y amontonó las pocas piezas de ropa que todavía no había metido en una maleta. Estaba cansada de distribuir cosas, apartando esto y aquello para la hermana de Saul, preparando bolsas para beneficencia y otras para la basura.