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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (31 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Nilson se acercó al micrófono.

—No existe esa patente, señor Merton.

—Sí existe, en efecto —dijo Merton, frunciendo la nariz con irritación—. Y esperaba que la doctora Lang pudiese explicar la relación de su fallecido marido con Richard Bragg, y cómo encaja eso con su actual colaboración con Americol y el CCE.

Kaye se quedó sin habla.

Merton sonrió con orgullo ante la confusión.

Kaye entró en la habitación verde detrás de Jackson, seguida por Pong, Subramanian y el resto de los científicos. Cross se sentó en medio de un gran sofá de color azul, con expresión seria. Cuatro de sus abogados principales formaban un semicírculo alrededor del sofá.

—¿De qué demonios iba todo eso? —preguntó Jackson, extendiendo el brazo para señalar en la dirección en que se encontraba la tarima.

—El gallito ese tiene razón —dijo Cross—. Richard Bragg convenció a alguien de la Oficina de Patentes de que él había aislado y secuenciado los genes del SHEVA antes que nadie. Comenzó el proceso de patente el año pasado.

Kaye tomó una copia de un fax de la patente que le entregó Cross. Listado entre los inventores estaba el nombre de Saul Madsen; EcoBacter se encontraba en la lista de concesionarios, junto a industrias AKS, la compañía que había comprado y liquidado EcoBacter.

—Kaye, ahora dime, claramente —dijo Cross—. ¿Sabías algo de todo esto?

—Nada —contestó Kaye—. No sé de qué va, Marge. Yo especifiqué posiciones, pero no secuencié los genes. Saul nunca mencionó a Richard Bragg.

—¿Qué implica esto para nuestro trabajo? —preguntó furioso Jackson—. Lang, ¿cómo podías no saberlo?

—No hemos terminado con esto —dijo Cross—. ¿Harold? —Miró hacia el hombre de pelo gris e inmaculado traje de rayas que se encontraba más cercano a ella.

—Contraatacaremos con
Genetron contra Amgen
, «Concesión aleatoria de derechos de patente sobre retrogenes del genoma del ratón» —dijo el abogado—. Dennos un día y tendremos otra docena de motivos para impugnarla. —Señaló a Kaye y le preguntó—: ¿Recibe AKS o alguna de sus filiales fondos federales?

—EcoBacter solicitó una pequeña subvención federal —dijo Kaye—. Se aprobó, pero no llegó a recibirse.

—Podríamos conseguir que el INS invocase la ley Bayh-Dole —susurró con satisfacción el abogado.

—¿Qué pasa si es sólida? —interrumpió Cross, con voz baja y peligrosa.

—Es posible que pudiésemos conseguirle a la señora Lang una participación en la patente. Exclusión ilegítima de un inventor principal.

Cross golpeó con el puño los cojines del sofá.

—Entonces seremos optimistas —comentó—. Kaye, cielo, pareces un animal asustado.

Kaye levantó las manos en gesto defensivo.

—Marge, te lo juro, yo no...

—Lo que me gustaría saber es por qué mi equipo no se enteró de esto. Quiero hablar con Shawbeck y Augustine de inmediato. —Se volvió hacia sus abogados—. Averiguad en qué más está metido Bragg. Donde hay mierda puedes acabar pisándola.

39. Bethesda

MARZO

—Fue un viaje muy corto —dijo Dicken, al tiempo que dejaba un informe en papel y un disquete sobre la mesa de Augustine—. Los chicos de la OMS en África me comentaron que estaban manejando la situación a su modo, gracias. Dijeron que la cooperación de investigaciones pasadas no podía asumirse en ésta. Sólo tienen ciento cincuenta casos confirmados en toda África, o eso dicen, y no ven ninguna razón para alarmarse. Al menos, fueron lo bastante amables como para darme algunas muestras de tejidos. Las envié por barco desde Ciudad de El Cabo.

—Las tenemos —dijo Augustine—. Es extraño. Si creemos sus cifras, África está resultando mucho menos afectada que Asia o Europa o América del Norte. —Parecía preocupado, no enfadado, sino triste. Dicken nunca había visto a Augustine tan desanimado—. ¿Adónde nos llevará esto, Christopher?

—¿Te refieres a la vacuna? —preguntó Christopher.

—Me refiero a ti, a mí, al Equipo Especial. Tendremos más de un millón de mujeres infectadas a finales de mayo, sólo en Norteamérica. El consejero de Seguridad Nacional ha convocado a sociólogos para que predigan cómo va a reaccionar el público. La presión se incrementa semana a semana. Acabo de volver de una reunión con la directora de Salud Pública y el vicepresidente. Sólo estaba el vicepresidente, Christopher. El presidente considera que el Equipo Especial es un riesgo. El pequeño escándalo de Kaye Lang resultó completamente inesperado. Lo único bueno de todo eso fue ver a Marge Cross resoplando por la habitación como un tren de carga descarrilado. Nos están poniendo verdes en la prensa. «Chapuzas incompetentes en una era de milagros.» Ése es el tono general.

—No es sorprendente —dijo Dicken, y se sentó en la silla que estaba al otro lado de la mesa.

—Conoces a Lang mejor que yo, Christopher. ¿Cómo ha podido dejar que suceda esto?

—Pensaba que el Instituto Nacional de Salud iba a revocar la patente. Algún tipo de tecnicismo, prohibición de explotar un recurso natural.

—Sí, pero mientras tanto, ese hijo de puta de Bragg nos está haciendo quedar como imbéciles. ¿Era Lang tan estúpida como para firmar cualquier papel que su marido le ponía delante?

—¿Lo firmó?

—Lo firmó —dijo Augustine—. Sin ningún tipo de duda. Cediendo el control de cualquier descubrimiento basado en retrovirus endógenos humanos primordiales a Saul Madsen y todos sus socios.

—¿Socios sin especificar?

—Sin especificar.

—Entonces no es realmente culpable, ¿no? —preguntó Dicken.

—No me gusta trabajar con idiotas. Primero me molestó con lo de Americol y ahora está dejando al Equipo Especial en ridículo. ¿Por qué crees que el presidente no quiere reunirse conmigo?

—Es algo pasajero. —Dicken se mordió una uña, pero se detuvo cuando Augustine le miró.

—Cross dice que continuemos con las pruebas y dejemos que Bragg nos demande. Estoy de acuerdo. Pero por el momento, cortamos nuestra relación con Lang.

—Todavía podría sernos útil.

—Pues deja que sea útil de forma anónima.

—¿Me estás diciendo que debo mantenerme alejado de ella?

—No —dijo Augustine—. Que todo siga de perlas entre vosotros. Haz que se sienta acogida e informada. No quiero que vaya contando cosas a la prensa, a menos que sea para quejarse de cómo la trata Cross. Y ahora... pasemos a la siguiente noticia desagradable.

Augustine buscó en un cajón de su mesa y sacó una fotografía en blanco y negro.

—Odio esto, Christopher, pero entiendo por qué lo hacen.

—¿El qué? —Dicken se sentía como un chiquillo al que estaban a punto de regañar.

—Shawbeck le pidió al FBI que no perdiese de vista a algunas de nuestras personas clave.

Dicken se inclinó hacia delante. Hacía tiempo que había desarrollado un instinto de funcionario para mantener sus reacciones bajo control.

—¿Por qué, Mark?

—Porque se habla de declarar una situación de emergencia nacional e invocar la ley marcial. Todavía no se ha tomado ninguna decisión... puede tardar meses... Pero bajo estas circunstancias, todos debemos mantenernos puros como la nieve recién caída. Somos ángeles de curación, Christopher. La población depende de nosotros. No se permiten las faltas.

Augustine le tendió la foto. Lo mostraba a él de pie frente al Puma de Jessie, en Washington, D.C.

—Habría resultado muy embarazoso si te hubiesen reconocido.

El rostro de Dicken se sonrojó de vergüenza y rabia.

—Fui allí una vez, hace meses —dijo—. Me quedé quince minutos y me marché.

—Fuiste a una habitación posterior con una de las chicas —dijo Augustine.

—¡Llevaba puesta una mascarilla quirúrgica y me trató como a un leproso! —contestó Dicken, mostrándose más acalorado de lo que pretendía. El instinto le estaba fallando—. ¡Ni siquiera quería tocarla!

—Odio esta mierda tanto como cualquiera, Christopher —dijo Augustine, hierático—, pero no es más que el principio. Todos nos enfrentamos a un intenso escrutinio público.

—¿Entonces estoy sometido a vigilancia y examen, Mark? ¿El FBI va a pedirme mi agenda negra?

Augustine no sintió la necesidad de responder a esa pregunta.

Dicken se levantó y tiró la fotografía sobre la mesa.

—¿Qué será lo siguiente? ¿Tendré que decirte el nombre de cualquier persona con la que salga y qué es lo que hacemos juntos?

—Sí —dijo Augustine suavemente.

Dicken se detuvo en medio de la diatriba y sintió que la rabia lo abandonaba al igual que un gas. Las implicaciones eran tan amplias y amenazadoras que de repente no sentía nada más que una ansiedad helada.

—La vacuna no pasará las pruebas clínicas al menos hasta dentro de cuatro meses, incluso con el procedimiento de emergencia. Shawbeck y el vicepresidente propondrán nuevas medidas a la Casa Blanca esta tarde. Vamos a recomendar cuarentena. Apuesto a que vamos a tener que invocar algún tipo de ley marcial para conseguir que se cumpla.

Dicken se sentó de nuevo.

—Es increíble —dijo.

—No me digas que no habías pensado en esto —dijo Augustine. Tenía el rostro gris por la tensión.

—No tengo tanta imaginación —contestó Dicken en tono agrio.

Augustine se volvió para mirar por la ventana.

—Pronto llegará la primavera. La excitación de los jóvenes y todo eso. Un gran momento para anunciar la segregación de los sexos. Todas las mujeres en edad de procrear, todos los hombres. La Oficina de Presupuesto tendrá trabajo intentando descifrar cuánto afectará esa situación al Producto Interior Bruto.

Siguieron sentados en silencio durante unos minutos.

—¿Por qué empezaste con lo de Kaye Lang? —preguntó Dicken.

—Porque eso sé cómo manejarlo —dijo Augustine—. Este otro asunto... No me cites, Christopher. Entiendo la necesidad, pero no sé cómo demonios podremos sobrevivir a algo así, políticamente. —Sacó otra foto de una carpeta y la sostuvo para que Dicken lo viese. Mostraba a un hombre y una mujer en un porche frente a un vieja casa de piedra, iluminados por una única luz superior. Se estaban besando. Dicken no podía ver el rostro del hombre, pero vestía como Augustine y tenía la misma constitución.

—Sólo para que no te sientas mal. Está casada con un congresista —dijo Augustine—. Hemos terminado. Es tiempo de que todos maduremos.

Dicken se detuvo junto al exterior de las oficinas del Equipo Especial, en el Edificio 51, sintiéndose algo mareado. Ley marcial. Segregación de los sexos. Con los hombros caídos, caminó hasta el aparcamiento evitando las grietas de la acera.

Ya en el coche, vio que tenía un mensaje en el teléfono móvil. Marcó y lo recuperó.

Una voz desconocida intentó superar un auténtico odio hacia los buzones de voz, y después de unos cuantos intentos fallidos, sugirió que tenían amigos comunes, amigos de amigos, más bien, y posiblemente tenían intereses comunes.

—Me llamó Mitch Rafelson. Ahora mismo estoy en Seattle, pero espero hacer un viaje al Este pronto para ver a algunas personas. Si está interesado... en incidentes históricos relacionados con el SHEVA, casos antiguos, por favor, póngase en contacto conmigo.

Dicken cerró los ojos y sacudió la cabeza. Increíble. Parecía que todo el mundo estaba enterado de su loca hipótesis. Anotó el número de teléfono en un pequeño cuaderno de notas y se quedó contemplándolo con curiosidad. El nombre le sonaba familiar. Lo subrayó con el bolígrafo.

Bajó la ventanilla e inspiró profundamente. El día estaba mejorando y las nubes sobre Bethesda comenzaban a aclararse. El invierno terminaría pronto.

Contra lo que le indicaba su sentido común, cualquier sentido común que mereciese ese nombre, pulsó el número de Kaye Lang. No estaba en casa.

—Espero que se te dé bien bailar con las chicas grandes —murmuró Dicken para sí, y encendió el coche—. Cross es realmente una chica muy grande.

40. Baltimore

El nombre del abogado era Charles Wothering. Hablaba con un genuino acento de Boston, vestía con estilo informal, llevaba un gorro de lana de punto grueso y una larga bufanda color púrpura. Kaye le ofreció un café y él lo aceptó.

—Muy bonito —comentó, recorriendo con la mirada el apartamento—. Tiene buen gusto.

—Marge se encargó de decorarlo para mí —dijo Kaye.

Wothering sonrió.

—Marge no tiene nada de gusto para la decoración. Pero el dinero consigue maravillosos resultados, ¿verdad?

Kaye sonrió.

—No hay queja —dijo—. ¿Por qué le ha enviado? ¿Para... deshacer nuestro acuerdo?

—En absoluto —contestó Wothering—. Su padre y su madre han muerto, ¿no es así?

—Sí —dijo Kaye.

—Soy un abogado corriente, señora Lang, ¿puedo llamarte Kaye?

Kaye asintió.

—Corriente en lo que se refiere a asuntos legales, pero Marge me valora cuando se trata de juzgar el carácter de las personas. Lo creas o no, Marge no es muy buena en esas cosas. Muchas baladronadas, pero es un lío de pésimos matrimonios, que yo le ayudé a deshacer y a enviar al pasado para no volver a saber de ellos. Cree que necesitas mi ayuda.

—¿Cómo? —preguntó Kaye.

Wothering se sentó en el sofá y se sirvió tres cucharadas de azúcar del azucarero de la bandeja. Removió el café despacio para disolverlas.

—¿Amabas a Saul Madsen?

—Sí —contestó Kaye.

—¿Y cómo te sientes ahora?

Kaye lo pensó un momento, pero no apartó la mirada de los firmes ojos de Wothering.

—Me doy cuenta de cuántas cosas me estaba ocultando Saul, sólo para mantener nuestro sueño a flote.

—¿Cuánto contribuyó Saul a tu trabajo, intelectualmente?

—Depende de a qué trabajo te refieras.

—Tu trabajo sobre los virus endógenos.

—Sólo un poco. No era su especialidad.

—¿Cuál era su especialidad?

—Se consideraba a sí mismo como levadura.

—¿Perdona?

—Él contribuía a la fermentación. Yo aportaba el azúcar.

Wothering se rió.

—¿Te estimulaba? Intelectualmente, quiero decir.

—Me desafiaba.

—¿Cómo un profesor, o un padre, o... un socio?

—Socio —dijo Kaye—. No entiendo adónde conduce esto, Wothering.

—Te uniste a Marge porque no te sentías preparada para tratar con Augustine y su equipo tú sola. ¿Tengo razón?

Kaye le miró.

Wothering alzó una de sus pobladas cejas.

—No exactamente —dijo Kaye. Le ardían los ojos por el esfuerzo en no parpadear. Wothering parpadeó ostensiblemente y posó su taza.

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