Read La radio de Darwin Online
Authors: Greg Bear
—Hace que crea que sólo soy un tipo normal —dijo Mitch en voz baja, contemplando el plato de chili que tenía delante—. Nunca he pensado que pudiese ser un buen padre.
—¿Por qué? —preguntó Kaye, también en voz baja, como si estuviesen compartiendo un secreto.
—Siempre he estado centrado en mi trabajo, en andar de un lado a otro e ir a donde hubiese algo interesante. Soy muy egoísta. Nunca pensé que ninguna mujer inteligente quisiese convertirme en padre, o en marido, ya que estamos. Alguna incluso dejó perfectamente claro que ése no era el motivo por el que estaba conmigo.
—Ya —respondió Kaye, prestándole toda su atención, como si cada palabra pudiese contener una respuesta esencial para resolver un enigma que la desconcertaba.
La camarera les preguntó si querían más té o si deseaban tomar algún postre. Respondieron que no.
—Esto resulta tan corriente —prosiguió Mitch, levantando la cuchara y trazando en el aire un arco que abarcaba el restaurante—. Me siento como un enorme insecto en medio de una sala de estar de Norman Rockwell.
Kaye se rió.
—Ya lo has hecho otra vez —comentó.
—¿Qué he hecho?
—La forma en que lo has dicho, ese comentario. Haces que me estremezca.
—Es la comida.
—No, eres tú.
—Necesito ser un marido antes de convertirme en padre.
—Te aseguro que no es la comida. Estoy temblando, Mitch —extendió la mano y él dejó la cuchara para sujetarla. Tenía los dedos fríos y le castañeteaban los dientes a pesar de que hacía calor dentro del restaurante.
—Creo que deberíamos casarnos —dijo Mitch.
—Eso suena bien.
Mitch extendió la mano.
—¿Te casarás conmigo?
Kaye contuvo el aliento durante unos segundos.
—Oh, Dios, sí —contestó con un débil suspiro de resolución.
—Estamos locos y no sabemos en lo que nos estamos metiendo.
—Cierto —asintió Kaye.
—Estamos a punto de intentar hacer algo nuevo, algo diferente a lo que somos nosotros —añadió Mitch—. ¿No te resulta aterrador?
—Absolutamente —respondió Kaye.
—Y si nos equivocamos, todo va a ser un desastre tras otro. Dolor. Tristeza.
—No nos equivocamos. Sé mi hombre.
—Lo soy.
—¿Me amas?
—Te amo de una forma que nunca había sentido antes.
—Tan rápido. Resulta increíble.
Mitch asintió con énfasis.
—Pero te amo demasiado para no ser algo crítico.
—Te escucho.
—Me preocupa eso que has dicho de convertirte tú misma en un laboratorio. Suena frío y puede que algo desproporcionado, Kaye.
—Espero que puedas entender más allá de las palabras. Entender lo que pretendo decir y hacer.
—Puede que sí —dijo Mitch—. Vagamente. El aire parece muy ligero en el lugar en que nos encontramos ahora mismo.
—Como si estuviésemos en lo alto de una montaña —dijo Kaye.
—No me gustan demasiado las montañas.
—Oh, a mí sí me gustan —dijo Kaye, pensando en las laderas y los picos nevados del monte Kazbeg—. Te dan libertad.
—Ya, te lanzas desde ellos y consigues tres mil metros de completa libertad.
Mientras Mitch pagaba la cuenta, Kaye se dirigió hacia los lavabos. Siguiendo un impulso, sacó la tarjeta telefónica y un trozo de papel de su cartera y levantó el auricular para hacer una llamada.
Llamaba a la señora Luella Hamilton a su casa de Richmond, Virginia.
Había conseguido sacarle el número a la centralita de la clínica.
Respondió una voz masculina suave y profunda.
—Perdóneme, ¿está la señora Hamilton?
—Estamos comiendo algo —dijo el hombre—. ¿Quién la llama?
—Kaye Lang. La doctora Lang.
El hombre murmuró algo y luego gritó:
—¡Luella!
Pasaron unos segundos. Más voces. Luella Hamilton se puso al teléfono, su aliento resonaba suavemente en el auricular, se oyó su voz, familiar y serena:
—Albert dice que es Kaye Lang, ¿es usted?
—Soy yo, señora Hamilton.
—Bueno, ahora estoy en casa, Kaye, y no necesito ningún control.
—Quería que supiese que ya no estoy con el Equipo Especial, señora Hamilton.
—Llámame Lu, por favor. ¿Por qué no, Kaye?
—Seguimos caminos distintos. Me voy al Oeste y estaba preocupada por ti.
—No hay motivo para preocuparse. Albert y los niños están bien y yo estoy perfectamente.
—Simplemente me interesaba. He estado pensando mucho en ti.
—Bueno, la doctora Lipton me dio esas pastillas que matan a los bebés antes de que se vuelvan muy grandes, dentro. Ya las conoce.
—Sí.
—No se lo dije a nadie, y lo estuvimos pensando, pero Albert y yo vamos a continuar. Dice que se cree parte de lo que dicen los científicos, pero no todo, y además, dice que soy demasiado fea para haber estado engañándole con otros a sus espaldas. —Dejó escapar una risa de incredulidad—. No sabe nada de las mujeres y las oportunidades que tenemos, ¿verdad, Kaye? —En voz baja y dirigiéndose a alguien que estaba junto a ella —añadió—: Deja eso. Estoy hablando.
—No —asintió Kaye.
—Vamos a tener este bebé —dijo la señora Hamilton, remarcando el tener—. Dígaselo a la doctora Lipton y a los de la clínica. Sea lo que sea, es nuestro, y vamos a darle una oportunidad de luchar.
—Me alegra oír eso, Lu.
—¿Sí, eh? ¿Tú también sientes curiosidad, Kaye?
Kaye se rió y sintió que la risa se le quebraba, amenazando con transformarse en lágrimas.
—Sí, la siento.
—Quieres ver a este bebé cuando nazca, ¿verdad?
—Me encantaría haceros a los dos un regalo —dijo Kaye.
—Eso es muy amable. ¿Por qué no encuentras un hombre y pillas esta gripe? Podríamos visitarnos y comparar, las dos, a los pequeños, ¿qué te parece? Y yo te haría un regalo a ti. —La sugerencia no contenía ni un atisbo de rabia, burla o resentimiento.
—Puede que lo haga, Lu.
—Nos llevamos bien, Kaye. Gracias por preocuparte por mí y ya sabes, por tratarme como si fuese una persona y no un ratón de laboratorio.
—¿Puedo volver a llamarte?
—Nos mudamos pronto, pero ya nos encontraremos, Kaye. Seguro que sí. Cuídate.
Kaye recorrió el pasillo desde los lavabos. Se tocó la frente. Estaba caliente. Tenía el estómago revuelto, también. «Pilla esta gripe, y nos visitaremos y compararemos.»
Mitch esperaba en el exterior del restaurante con las manos en los bolsillos, observando los coches que pasaban. Se volvió y le sonrió cuando oyó el ruido de la gruesa puerta de madera al abrirse.
—Llamé a la señora Hamilton. Va a tener el bebé.
—Muy valiente por su parte.
—La gente ha estado teniendo bebés durante millones de años —comentó Kaye.
—Sí. Es fácil. ¿Dónde quieres que nos casemos? —preguntó Mitch.
—¿Qué tal en Columbus?
—¿Qué tal en Morgantown?
—Perfecto —contestó Kaye.
—Si sigo pensando en esto mucho tiempo, no serviré para nada.
—Lo dudo —le dijo Kaye. El aire fresco hacía que se sintiese mejor.
Fueron en el coche hasta la calle Spruce, y allí, en la floristería Monongahela, Mitch le compró a Kaye una docena de rosas. Bordeando el edificio de la Magistratura del Condado y un centro de la tercera edad, cruzaron High Street, y se dirigieron hacia la alta torre del reloj y el mástil de la bandera del juzgado. Se detuvieron a la sombra de unos arces para examinar las lápidas inscritas dispuestas alrededor de la plaza del juzgado.
—«Dedicado a la memoria de James Crutchfield, de 11 años» —leyó Kaye. El viento hacía crujir las ramas, moviendo las hojas con un sonido que hacía pensar en voces susurrando o en antiguos recuerdos.
—«A mi amor durante cincuenta años, Mary Ellen Baker» —leyó Mitch.
—¿Crees que nosotros estaremos juntos tanto tiempo? —preguntó Kaye.
Mitch sonrió y la asió por el hombro.
—Nunca he estado casado —dijo—. Soy ingenuo. Yo diría que sí, que lo estaremos. —Pasaron bajo el arco de piedra que estaba a la derecha de la torre y atravesaron las puertas de entrada.
Dentro, en la Oficina del Funcionario de Registro, una habitación espaciosa cubierta de estanterías y de mesas que soportaban el peso de los enormes y gastados volúmenes de color negro y verde que contenían los registros de transacciones inmobiliarias, les entregaron los impresos que debían rellenar y les indicaron dónde podían hacerse los análisis de sangre.
—Es una ley estatal —les comentó la vieja funcionaria desde el otro lado de la gran mesa de madera. Sonrió con amabilidad—. Hacen pruebas de sífilis, gonorrea, VIH, herpes y esa nueva, SHEVA. Hace unos años intentaron que se eliminase el análisis sanguíneo como requisito, pero ahora todo ha cambiado. Esperas tres días y luego puedes casarte en una iglesia o en un juez de paz, en cualquier condado del estado. Unas rosas muy bonitas, por cierto. —Se colocó las gafas, que colgaban de una cadena dorada alrededor de su cuello y les observó con atención—. La prueba de mayoría de edad no será necesaria. ¿Por qué han tardado tanto?
Les entregó la solicitud y los impresos para los análisis.
—Aquí no conseguiremos la licencia —le dijo Kaye a Mitch al salir del edificio—. No pasaremos los análisis. —Se sentaron sobre un banco de madera junto a los arces. Eran las cuatro de la tarde y el cielo se estaba nublando con rapidez. Kaye apoyó la cabeza sobre el hombro de Mitch.
Mitch le acarició la frente.
—Tienes fiebre. ¿Te encuentras mal?
—Es sólo una prueba de nuestra pasión.
Kaye aspiró el aroma de las flores, levantó la mano al sentir las primeras gotas de lluvia y dijo:
—Yo, Kaye Lang, te tomó a ti, Mitch Rafelson, como mi legítimo esposo, en esta era de confusión y trastorno.
Mitch la contempló.
—Levanta tu mano —le dijo Kaye—, si me quieres.
Mitch comprendió lo que le pedía, le apretó la mano, preparándose para estar a la altura de la ocasión.
—Deseo que seas mi esposa, en la adversidad o en la catástrofe, para tenerte y conservarte, para amarte y respetarte, tengan o no alguna habitación libre en la posada, amén.
—Te quiero, Mitch.
—Te quiero, Kaye.
—Bien —concluyó Kaye—. Ahora soy tu esposa.
Cuando salían de Morgantown en dirección al suroeste, Mitch señaló:
—¿Sabes? Me lo creo. Creo que estamos casados.
—Eso es lo que importa —dijo Kaye. Se acercó más a él, acomodándose en el amplio asiento.
Esa noche, en las afueras de Clarksburg, hicieron el amor en una cama estrecha en una oscura habitación de hotel con paredes de hormigón. La lluvia de primavera caía sobre el tejado y goteaba desde los aleros con un sonido constante y tranquilizador. No llegaron a apartar la colcha, en vez de eso se tendieron juntos, desnudos, brazos y piernas en lugar de mantas, perdidos uno en el otro, sin necesidad de nada más.
El universo se convirtió en un lugar pequeño, brillante y cálido.
La lluvia y la niebla les siguieron desde Clarksburg. Los neumáticos del viejo Buick azul producían un zumbido regular sobre la carretera mojada, avanzando y serpenteando entre cortes de piedra caliza y bajas colinas verdes. Los limpiaparabrisas apartaban regueros oscuros, que hacían que Kaye recordase el Fiat quejumbroso de Lado en la carretera militar de Georgia.
—¿Todavía sueñas con ellos? —le preguntó Kaye a Mitch, mientras él conducía.
—Estoy demasiado cansado para soñar —respondió Mitch. Le sonrió y volvió a centrarse en la carretera.
—Siento curiosidad por saber qué les sucedió —dijo Kaye en voz baja.
Mitch hizo una mueca.
—Perdieron a su bebé y murieron.
Kaye comprendió que había tocado un punto sensible y se disculpó.
—Lo siento.
—Te lo dije, estoy algo chiflado —dijo Mitch—. Pienso con la nariz y me preocupo por lo que les sucedió a tres momias hace quince mil años.
—No estás chiflado en absoluto —replicó Kaye. Sacudió la cabeza y luego dejó escapar un grito.
—¡Uau! —se asustó Mitch.
—¡Vamos a atravesar América! —gritó Kaye—. Viajaremos por el corazón del país y haremos el amor cada vez que paremos y descubriremos de dónde saca esta gran nación su energía.
Mitch golpeó el volante y se rió.
—Pero no lo estamos haciendo bien —añadió Kaye, con afectación—. No tenemos un enorme caniche.
—¿Cómo?
—
Viajes con Charlie
—aclaró Kaye—. John Steinbeck tenía una camioneta a la que llamaba
Rocinante
, y dormía en la parte trasera. Escribió sobre sus viajes con un enorme caniche. Es un libro genial.
—¿Charlie tenía personalidad?
—Desde luego que sí.
—Entonces yo seré el caniche.
Kaye fingió que le recortaba el pelo con los dedos.
—Apuesto que Steinbeck tardó más de una semana —dijo Mitch.
—No tenemos que darnos prisa —dijo Kaye—. No quiero que esto termine nunca. Me estás devolviendo la vida, Mitch.
Al Oeste de Athens, en Ohio, se detuvieron para comer en un vagón de tren de color rojo brillante convertido en restaurante de carretera. El vagón estaba situado sobre una plataforma de cemento y dos raíles al final de un camino lateral junto a la autopista estatal, en una zona de bajas colinas cubiertas de arces y cornáceas. La comida que servían en el interior, débilmente iluminado por las pequeñas bombillas de linternas de ferrocarril, era adecuada y nada más que eso: un batido de chocolate y una hamburguesa de queso para Mitch y empanada y té helado instantáneo amargo para Kaye. En la radio de la cocina, en la parte de atrás del vagón, sonaba Garth Brooks y Selay Sammy. Todo lo que veían de la desordenada cocina era un sombrero blanco de cocina moviéndose al ritmo de la música.
Cuando salieron del restaurante, Kaye se fijó en tres adolescentes desaliñados que caminaban por el sendero: dos chicas con faldas de color negro y mallas grises rotas, y un chico con vaqueros y un chubasquero gastado. El chico caminaba varios pasos por detrás de las chicas, como un cachorro rezagado y alicaído. Kaye se sentó en el interior del Buick.
—¿Qué estarán haciendo aquí?
—Puede que vivan aquí —contestó Mitch.
—Sólo está esa casa en lo alto de la colina, detrás del restaurante —comentó Kaye, suspirando.
—Empiezas a parecer una madre preocupada.
Mitch salió marcha atrás de la zona de gravilla que servía de aparcamiento y estaba a punto de girar para salir al camino cuando el chico les hizo una señal. Mitch paró y bajó la ventanilla. La ligera llovizna impregnó el aire de una humedad plateada con el aroma de los árboles y los gases del Buick.