Authors: Iny Lorentz
Una mujer deshonrada en busca de su venganza.
En el corazón de la Alemania medieval, una mujer lucha por su propio destino.
Constanza, año 1410. Marie, hija del burgués más rico de toda la ciudad, está en vísperas de casarse, con un prestigioso abogado, hijo de un conde. Aunque el compromiso colma de orgullo al padre de la joven, ansioso por ennoblecerse, a Marie no le acaba de convencer su prometido, al que sólo ha visto dos veces. Sus recelos se ven trágicamente confirmados la víspera de la boda cuando, tras firmar el contrato nupcial, irrumpe en la casa un desconocido que asegura que Marie se ha acostado con otros hombres a cambio de regalos, como una vil ramera. A partir de ese momento, la vida de la muchacha dará un inesperado terrible vuelco. Sola, arruinada y con su reputación perdida, no tendrá más opción para sobrevivir que asociarse con una prostituta y echarse a los caminos. A pesar de la degradación y las humillaciones, en su nueva vida Marie encontrará inesperadamente la ayuda y la fortaleza necesarias para vengarse de quien tanto mal la hizo.
Iny Lorentz
La ramera errante
ePUB v1.2
Conde1988
03.04.11
Primera parte - El juicio
Constanza, en el año del señor 1410
Marie regresó a la cocina de puntillas e intentó volver a su trabajo sin llamar la atención. Se sentía culpable. Pero Wina, el ama de llaves, una mujer pequeña y robusta de rostro honesto aunque severo y trenzas encanecidas, ya había notado su ausencia. Con un gesto de reprobación, Wina le indicó que se acercara. Marie lo hizo y Wina se limitó a poner la mano sobre el hombro a la vez que lanzaba un profundo suspiro.
Desde que la esposa de maese Matthis había fallecido tras haber dado a luz, Wina siempre había intentado ser como una madre para la muchacha. No le había resultado nada fácil conservar el término justo entre la paciencia y la severidad, pero hasta el momento siempre había estado satisfecha con la evolución de la joven. Aquella niña curiosa y altanera se había convertido en una doncella obediente y piadosa de la que su padre podía sentirse orgulloso. Sin embargo, desde el día que supo que la habían pedido en matrimonio, se había transformado. En lugar de pasearse por la casa cantando y bailando de alegría, hacía su trabajo con gesto malhumorado y se comportaba como un potrillo al que le ponen las riendas por primera vez.
Otras doncellas se alegraban al enterarse de que un hombre de buena familia había pedido su mano. Pero Marie había reaccionado mal desde el primer momento, como si tuviese miedo de aquel paso tan importante en la vida de toda mujer. Y, sin embargo, no podía haber tenido más suerte. Su futuro esposo era el licenciado Ruppertus Splendidus, hijo de un conde imperial, aunque su madre era una sierva de la gleba. A pesar de su juventud, ya era un reconocido abogado con un brillante futuro por delante.
Wina suponía que aquel noble señor había escogido a Marie porque necesitaba una mujer lo suficientemente resuelta como para poder dirigir una casa grande con muchos sirvientes. Esta idea la llenaba de orgullo, ya que ella había criado a Marie para que supiera desenvolverse por sí sola y llevar a cabo cualquier clase de tarea. Pensar en el trabajo la hizo volver al presente. Anochecía y aún quedaba mucho por hacer antes de terminar todos los preparativos para el casamiento. Wina se apresuró a poner un recipiente con masa en manos de Marie.
—Toma. Mézclalo bien. Que no queden grumos. Dime, ¿dónde has estado todo este tiempo?
—En el patio. Necesitaba tomar un poco de aire.
Marie bajó la cabeza para que Wina no notara su gesto contrariado. De lo contrario, seguiría haciéndole reproches o le daría una charla sobre los deberes matrimoniales de esas que acababan confundiéndola.
Marie no podía hacerle entender a Wina el temor que sentía por el giro imprevisto que había dado su vida. Acababa de cumplir diecisiete años y era la única hija de su padre, por lo que la idea de contraer matrimonio aún le parecía algo muy lejano. Sin embargo, en unos pocos días iba a ser entregada a un hombre a quien apenas conocía y por el que no sentía absolutamente nada.
Hasta donde podía recordar, Ruppertus Splendidus era un tipo de estatura mediana y enjuto, como muchos otros jóvenes que ella conocía. Pero sus rasgos, sin ser desagradables, eran demasiado afilados como para ser hermosos…, salvo sus ojos, que parecían atravesarlo todo. En su único encuentro con el joven, la mirada de Ruppertus y el contacto blando de su mano fría le provocaron escalofríos. Pero, a pesar de todo, no podía lograr que Wina y su padre comprendiesen por qué la idea de unirse en matrimonio con el hijo del conde de Keilburg no la hacía precisamente feliz.
Como Wina seguía sermoneándola sobre cómo debía comportarse en el futuro, Marie intentó cambiar de tema.
—Los fardos de género de Flandes que trajeron hoy desde el puerto del Rin siguen en el patio, y parece que va a llover.
—¿Qué? ¡No puede ser! ¡Hay que poner la mercancía a resguardo lo antes posible! Todos los carreteros se fueron hace rato a la taberna a festejar tu boda de mañana, así que no podremos hacerlos venir de ninguna manera. Veré si doy con algún criado de la casa y le convenzo para que, al menos, eche un manto sobre los bultos. Mientras tanto, seguid sin mí.
Esa última frase no iba dirigida únicamente a Marie, sino también a Elsa y Anne, las dos criadas, igualmente atareadas con los preparativos para la boda.
Apenas Wina abandonó la cocina, Elsa, la más joven de ambas hermanas, se volvió hacia Marie y la miró con sus chispeantes ojillos.
—¿A que adivino por qué te has escapado antes? Querías ver en secreto a tu amorcito.
—El señor Ruppertus es un hombre muy apuesto —agregó Anne, abriendo sus expresivos ojos de par en par—. Una boda tan señorial es otra cosa, no es como cuando se casa alguien de nuestra clase.
Mientras echaba más leña al fuego, observó con un deje de envidia a la hija de su señor. Marie Schärerin no sólo era una rica heredera, sino que además atraía desde siempre las miradas masculinas por su rostro angelical, sus ojos grandes y azules, y sus cabellos largos y rubios. Su nariz tenía el tamaño justo para darle carácter, y su boca era roja como las amapolas. Además, su figura no podría haber sido más armoniosa. Sobre sus caderas suavemente redondeadas se ceñía una angosta cintura coronada por unos senos del mismo tamaño que dos jugosas manzanas maduras. Su sencillo vestido gris con corsé resaltaba su belleza mucho más de lo que el terciopelo y la seda lograban hacerlo en el cuerpo de otras muchachas.
Anne estaba convencida de que el licenciado Ruppertus podría haber buscado una esposa en los más altos círculos nobiliarios, por eso le costaba creer que hubiese pedido la mano de Marie tan solo por la gran dote que le entregaría maese Matthis. Probablemente, había visto a su señora en el mercado o en la iglesia y había caído rendido ante su belleza.
Marie notó la mirada envidiosa de Anne y se encogió de hombros, incómoda. No necesitaba mirarse en el espejo para saber que era excepcionalmente bella. Durante los últimos dos años, lo había oído de casi todos los hombres del vecindario. Sin embargo, todos esos cumplidos no se le habían subido a la cabeza, ya que el cura le había explicado que lo único que contaba era la belleza interior. Pero desde que había aparecido el licenciado, Marie se preguntaba cuánto valdría ella por sí sola, sin las brillantes monedas de oro de su padre. Ruppert había pedido su mano antes de conocerla, y por eso suponía que no quería tomarla por esposa por su belleza ni por sus virtudes. ¿O acaso ya la había visto antes y se había enamorado de ella? Esas cosas sucedían. Aunque de haber sido así, seguramente se habría comportado de otro modo al tenerla ante sí.
Entretanto, Anne se había quedado observando su reflejo sobre la superficie brillante de la olla de cobre. Para su desgracia, era una criatura tan poco agraciada, tan insulsa como su regordeta hermana. Ninguna de las dos poseía mucho más que la ropa que les cubría el cuerpo, y su única esperanza era conseguir algún pretendiente para quien la voluntad y la capacidad de trabajo fueran más importante que la belleza exterior. A veces, los oficiales artesanos tomaban por esposas a las criadas si su maese les daba permiso para hacerlo. Pero la mayoría de los hombres jóvenes no sólo buscaba una mujer hermosa o trabajadora, sino una esposa con una buena dote.
Marie había crecido con las dos criadas y sabía que los pensamientos de Anne giraban en torno a las mismas cuestiones que los suyos, sólo que desde un punto de vista distinto. Si comparaba su destino con el de las hermanas, estaba contenta y hasta se envanecía de ser considerada un buen partido. Por otro lado, se sentía insegura. Porque… ¿cómo podría ser feliz si un hombre tan mundano como Ruppertus Splendidus, que se codeaba con consejeros y prelados, se casaba con ella solo por su dote?
Trató de imaginarse cómo sería tener que convivir día a día con un hombre que apenas si le prodigaba algo de amor y por quien ella misma no podía sentir afecto. Wina y el cura le habían asegurado que el amor llegaría con el matrimonio. Así que tenía que esforzarse en ser una buena esposa para el licenciado. En realidad, eso no le resultaría difícil, ya que en su vida jamás había llorado por hombre alguno. El único muchacho que le despertaba algo de simpatía era Michel, un compañero de juegos de su infancia. Pero no era un candidato al que pudiera tomar en serio: se trataba del quinto hijo de un tabernero, así que era más pobre que un ratón de iglesia. También había muchos otros jóvenes en Constanza a los que ella conocía de sus paseos dominicales a la iglesia o de sus visitas al mercado. Se preguntaba por qué su padre no la había casado con alguno de ellos, con el hijo de algún vecino o socio comercial, como era costumbre entre las familias acaudaladas de Constanza. En lugar de eso, la entregaba a un completo desconocido que todavía no había intercambiado ni una sola palabra amable con ella.
A Marie le daba rabia sentirse tan cobarde. Casi todas las muchachas tenían que casarse con hombres que apenas conocían, y sin embargo, terminaban siendo novias y esposas felices. Su padre solo quería lo mejor para ella, así que seguramente habría pensado que aquel licenciado era el esposo adecuado. Pero tendría que haberle preguntado a ella. Marie chistó en voz baja, hundió la cuchara en la masa y se dispuso a mezclarla como si fuese su enemiga.
Elsa, que estaba observándola, lanzó una carcajada repentina.
—Seguramente estarás deseando que llegue el momento de compartir el lecho nupcial con tu futuro marido. Pero no te hagas tantas ilusiones. La primera vez no es agradable. Solo sientes dolor, y además sangras muchísimo.
Marie la miró confundida.
—Y tú, ¿cómo sabes eso?
Elsa soltó una risita y se dio media vuelta sin responder. Marie no podía sospechar que hablaba por experiencia propia. Poco después de cumplir quince años, había seguido a un muchacho a los matorrales, y todavía se sentía arrepentida de haberlo hecho. Su hermana había sido más astuta: se había entregado al padre del muchacho, y había recibido a cambio una hermosa joya que había envuelto en un pañuelo y ocultado en su colchón para guardarla como dote.
Anne le dirigió una mirada burlona a su hermana y le hizo un gesto de reprobación.