Authors: Iny Lorentz
Marie volvió a desear que su padre le hubiese elegido otro esposo. Así nada de eso habría sucedido. En ese momento, el rostro de Michel apareció ante sus ojos, y ella recordó cómo había intentado advertirla sobre el licenciado. ¿No habría sido un novio mucho más amoroso aquel amigo de la infancia?
En ese momento, alguien abrió la puerta desde fuera e introdujo una llave en el cerrojo. Marie suspiró aliviada. ¡Su padre y su prometido venían a buscarla! Entonces era cierto que todo aquello había sido una broma pesada para castigarla por su rebeldía. La llave giró lentamente, casi imperceptiblemente, y la puerta se abrió sin hacer ruido. Fuera se oyó susurrar a alguien, luego ardió una llama, como si se hubiesen encendido varias antorchas.
En ese momento, Marie pudo observar el sucio agujero en que la habían arrojado. Las paredes de su calabozo estaban formadas por bloques de piedra de tamaño descomunal, y cubiertos de una espesa capa de telarañas, al igual que el cielo raso. El suelo estaba lleno de mugre. Solo en uno o dos rincones se advertía la tierra apisonada. Marie se sacudió y se quedó mirando la puerta, expectante.
Para su decepción, quien apareció en el vano de la puerta fue Hunold, que tomó su antorcha y la miró con una sonrisa maligna. Después se dio la vuelta, arrastró a Linhard hacia adentro y le dio un empujón tal que le hizo atravesar la habitación a trompicones. El escribiente se tambaleaba como si estuviera ebrio y tenía el rostro desfigurado por un pánico mortal. El guardia se hizo a un lado y dejó pasar a Utz. El cochero enganchó su antorcha en una anilla, devoró a Marie con los ojos y se pasó la lengua por los labios. Marie sintió náuseas y apartó la mirada. Hunold cerró la puerta y colgó su antorcha encima de la cabeza de Marie mientras se restregaba las manos ansioso.
Marie estaba paralizada por el terror. Se incorporó tanto como le permitían sus grilletes.
—¿Qué queréis de mí?
Hunold se agachó e intentó cogerla, pero el cochero le hizo a un lado y se situó directamente frente a los ojos de Marie.
—No querrás obligarnos a Linhard y a mí a dar falso testimonio mañana frente al tribunal, ¿no?
Marie se arrastró hacia la pared sin prestar atención a las numerosas alimañas que huían de ella.
—No comprendo…
—No te preocupes. Ahora comprenderás.
Utz le sujetó las piernas y la atrajo de un tirón hacia adelante, de modo que Marie quedó acostada boca arriba, con los brazos estirados. Un dolor punzante le recorrió las muñecas y los hombros, pero la garganta se le había cerrado de modo que no era capaz de emitir sonido alguno.
Hunold empujó a Utz.
—¡Un momento! Después de lo que he hecho por vosotros, merezco ser el primero.
El cochero echó un vistazo a la figura vigorosa del guardia y retrocedió de mala gana.
—Entonces apúrate o me correré antes de tiempo.
—Supongo que podrás aguantar hasta que yo acabe con ella.
Hunold se abalanzó sobre Marie y le levantó el camisón hasta el cuello.
En ese momento, Marie recuperó el aire y comenzó a gritar:
—¡No! ¡No! ¡Por la Santísima Virgen y todos los santos! ¡No lo hagáis! ¡Estáis pecando contra los mandamientos de Dios!
Utz y Hunold se rieron con una complicidad insana. Mientras el guardia seguía sujetándose el vientre, el cochero le señaló la abertura del tamaño de un puño que había en el cielo raso y ordenó a Hunold que se callara. Luego se agachó, le pegó un cachetazo a Marie y le metió un pañuelo sucio en la boca, para que no pudiera más que gemir.
—No queremos que nadie nos oiga y piense mal —ironizó.
Mientras Utz le sostenía las piernas, que ella agitaba salvajemente, Hunold se bajó la bragueta, extrajo su miembro cada vez más erecto y lo sostuvo ufano ante el rostro de la joven. Resultaba más hediondo que un montón de basura.
Utz se quedó mirando el vientre de Marie, suspiró y apremió a Hunold.
—Hazlo de una vez, que me van a reventar de impaciencia los huevos.
Hunold giró hacia él, siempre riendo, y en ese mismo momento se arrojó sobre Marie.
Su peso le quitó el aire de los pulmones. Le pareció oír que se le quebraban las costillas. Pero el dolor en su pecho era soportable comparado con el que comenzó a extenderse por todo su vientre. Hunold la penetró con tal brutalidad que sintió como si le hubiese introducido un hierro candente en las entrañas. Mientras Marie luchaba desesperada por quitarse la mordaza y tomar aire, el cuerpo de aquel hombre empujaba con violencia su cuerpo. Luego se incorporó, y Marie creyó que lo peor ya había pasado. Pero él volvió a penetrarla una y otra vez con una fuerza brutal, como si tratase de desgarrarla por dentro.
El dolor más absoluto la envolvió y su mundo estalló en pedazos. Sentía la saliva del hombre goteando sobre su cuerpo, le oía jadear y balbucear palabras sucias. Su pie izquierdo, cuyo tobillo sujetaba Utz, parecía haber dejado de pertenecerle, y sus manos esposadas le dolían como si tuviese clavadas miles de agujas. En silencio, llamaba a Dios y a todos los santos. "¿Por qué permitís esto? ¿Qué he hecho yo para que me castiguéis de esta manera?".
Hunold se irguió con un último grito y luego se apartó de Marie. En ese mismo momento, el cochero se abalanzó sobre ella y la penetró sin importarle la sangre que se derramaba por entre sus muslos. Marie se retorció entre náuseas.
Cuando Utz se apartó de ella, todo su cuerpo se retorcía de dolor. El mundo que la rodeaba parecía haberse convertido en un barco zozobrante, y solo rogaba que el suelo se abriera y la tragara junto con todo su martirio. A través del velo de lágrimas que cubría sus ojos, vio que Utz y el guardia se volvían hacia Linhard, que permanecía tembloroso junto a la puerta.
—Ahora te toca a ti —lo instigó el cochero.
Como el escribiente no reaccionaba, Hunold le sujetó la entrepierna.
—Si la tienes dura. Ve y métesela. No esperes más.
—No sé… No puedo… —tartamudeó Linhard.
—¿Quieres prestar falso testimonio mañana ante el tribunal? ¿O acaso piensas echarte atrás y traicionarnos? Hazlo ahora mismo o tu cadáver aparecerá esta noche flotando en el Rin.
Utz le dio a Linhard un empujón que le hizo caer sobre la muchacha.
Cuando Linhard sintió el cuerpo desnudo de Marie bajo el suyo, la excitación se apoderó de él. Desesperado, rompió su bragueta y se bajó los pantalones hasta las rodillas. Cuando estaba a punto de penetrarla echó un vistazo a su vientre e hizo una mueca de asco. Le arrancó una parte del camisón de un tirón y le limpió la sangre y el semen de los muslos.
Marie se sintió más humillada por esa reacción de Linhard que por los ataques corporales de los otros dos hombres. Luchó por tomar aire e intentó sacárselo de encima, pero Utz le puso el pie sobre la pierna derecha con tal fuerza que ella creyó que iba a rompérsela. El escribiente no pareció advertir ni su resistencia desesperada ni su asco, porque la penetró sin mirarla y moviendo la pelvis un par de veces hacia arriba y hacia abajo como si estuviese cumpliendo con un deber. Al poco tiempo se irguió, resopló y luego se desplomó sobre ella. Utz y Hunold lo miraron sorprendidos, y luego se inclinaron riéndose y lo ayudaron a incorporarse.
Los sentimientos de Marie se transformaron en apenas un instante. Si hasta entonces había estado hundida en un mar de desesperación, ahora una llama roja invadía su espíritu. Aunque Linhard casi no le había hecho daño ni tenía un hedor tan repugnante como los otros dos, por primera vez en su vida sintió lo que era el odio. El cochero y el guardia eran hombres rudos sin conciencia anulados en su propia ruindad. Pero el escribiente pertenecía desde hacía varios años a la casa de su padre y era casi un miembro de la familia. Su traición la afectó tanto que hubiese querido descuartizarlo con sus propias manos. Al mismo tiempo, deseaba estar muerta.
Linhard pareció sentir ese reproche en su mirada, porque de golpe le dio la espalda y se subió los pantalones.
Utz señaló hacia su vientre, riendo.
—¿Siempre muestras tu culo flaco cuando montas a las criadas de tu señor?
Linhard meneó la cabeza.
—No, nunca hice nada con ninguna de ellas.
—Entonces ya va siendo hora de que lo hagas, hombre. Yo me monto a esas cositas calientes cada vez que voy a casa de maese Matthis. Toma a la gorda Elsa, ella goza cuando se lo hacen bien.
Hunold exhaló un suspiro y volvió a sacar su miembro fuera del pantalón.
—Si sigues hablando así, me van a entrar ganas de volver a empezar desde el principio.
Utz levantó las manos en señal de rechazo.
—Si vuelves a montar a la pequeña ramera, la matarás. Y eso podría traernos problemas, ya que mañana debe comparecer ante el tribunal. Qué diablos, si hubiese sabido qué clase de animal eres, habría…
—Habrías dejado a la muchacha en mis manos de todas formas. Sin mí no habría sido posible el plan. Así que no me provoques.
Hunold se dirigió a un rincón y orinó ruidosamente contra la pared.
En ese momento, Marie comenzó a tener arcadas, vomitó, pero la mordaza impidió que el vómito saliera de su boca y Marie se quedó sin aire. Su cuerpo se sacudió a causa de los calambres y empezó a perder el conocimiento.
Linhard vio cómo se retorcía, le sacó el retazo de tela de la boca y la puso boca abajo para que pudiera vaciar su estómago. Marie boqueaba desesperada y al mismo tiempo deseaba que aquel hombre la hubiese dejado morir. Giró la cabeza y le clavó una mirada tan llena de reproches que él retrocedió estremecido y volvió a incorporarse enseguida mareado.
Utz no mostró ningún agradecimiento por la rápida intervención de Linhard, sino que le arrojó una mirada llena de desprecio.
—Ya hemos terminado aquí. ¿Vamos a beber una cerveza a la taberna de Guntram Adler?
—Sí, pero tú pagas. Un trago fuerte no le vendría nada mal a nuestro pobre escribiente.
Hunold abrió la puerta, sacó a Linhard fuera y esperó a que terminara de pasar Utz, que llevaba consigo las antorchas. Luego entornó la puerta y la cerró con sumo cuidado.
Dentro, todo volvió a estar tan silencioso y negro como en una gruta. Marie sintió trepar con fuerza el frío por todo su cuerpo, pero ese frío no podía mitigar el ardor que sentía en su interior. Se arrastró con gran dificultad, apoyó la cabeza sobre las manos esposadas y se llevó las rodillas al pecho para poder soportar el dolor. De su entrepierna seguía manando sangre y su vientre se retorcía en calambres que parecían querer expulsar sus entrañas.
Estaba convencida de que moriría, y rogó a la Virgen María y a todos los mártires que la muerte la librara pronto de aquellos tormentos. Pero nadie oyó sus plegarias. En algún momento se dio cuenta de que la muerte la desdeñaba, y se preguntó asustada qué pasaría después. La gente no preguntaría si había sido deshonrada y vejada a la fuerza o no, sino que la señalarían con el dedo, la humillarían y hablarían mal de ella. Aunque su padre pagara su peso en oro, ya ningún hombre honrado querría pedir su mano, ni siquiera un joven pobre como Michel. A su padre no le quedaría más remedio que entregarla en matrimonio a algún borracho como Anselm, el esquilador de ovejas, para quien el vino que podría comprarse gracias a su dote era más importante que su reputación o su castidad.
Los pensamientos de Marie volvieron a girar en torno de aquellos hombres que primero la habían calumniado y después habían destruido su vida para siempre de manera tan brutal. Al poco dejó de preguntarse por qué lo habían hecho y comenzó a sentir un odio asfixiante. Deseaba ver con sus propios ojos cómo los tres eran condenados por sus crímenes, cómo se retorcían bajo los golpes del látigo del verdugo y cómo eran expulsados de la ciudad en medio de risas y burlas. Lamentablemente, las leyes no preveían una condena mayor que esa por mancillar el honor de una doncella virtuosa.
Con suma impaciencia se dispuso a esperar la llegada de la mañana. Si su cuerpo era examinado por alguna ciudadana antigua de Constanza, la verdad saldría a la luz. La matrona vería la sangre, las huellas frescas de la vejación y sabría que ella había sido virgen hasta esa noche. Y si estando ante el juez esos tres canallas se atrevían a repetir sus acusaciones bajo juramento, su perjurio quedaría al descubierto y les cortarían la mano derecha.
Pero incluso ese castigo seguía pareciéndole poco teniendo en cuenta lo que le habían hecho. Lo mejor sería no sobrevivir a aquella noche, porque entonces los tres bestias serían acusados de asesinato y condenados a muerte. Mientras imaginaba a Linhard pasando junto a su cuerpo sin vida camino de la horca, recordó las palabras que el sacerdote de su comunidad no se cansaba de predicar: ama a tu prójimo y perdona a aquellos que te ofenden. Sin embargo, dentro de ella ya no había amor, sino un odio tal que estaba dispuesta a entregarse a los brazos del diablo con tal de ver morir a los tres perpetradores de su martirio.
De golpe, Marie se asustó de sus propios pensamientos e intentó refugiarse en la madre de Dios y en los santos para escapar de la locura que comenzaba a apoderarse de ella. Pero la ira ahogó las plegarias en sus labios.
A través del agujero enrejado se asomaba la luz del nuevo día, tiñendo el cielo raso de un rojo sucio que parecía derramarse sobre Marie como si fuera sangre. Ella hundió el rostro entre los brazos para no ver nada y, cuando una llave comenzó a girar en la cerradura y alguien abrió la puerta, se quedó paralizada por el miedo, sin atreverse a respirar siquiera. ¿Acaso esos hombres habían regresado para seguir martirizándola?
Al ver que entraba una mujer mayor, de complexión robusta, Marie rompió a llorar de alivio. Era la viuda Euphemia, que vivía a tres casas de la suya y conocía a Marie desde su nacimiento.
La mujer enganchó su antorcha en la anilla que había sobre la cabeza de Marie, puso los brazos en jarras y contempló a la muchacha, que yacía retorcida en el suelo, a sus pies. La mirada que le dirigió era la misma que podría haberle dirigido a una media res de lechón demasiado magra. Sin decir palabra, se inclinó sobre Marie, la tomó de las piernas y la atrajo hacia adelante. Marie se puso involuntariamente tensa, pero la viuda la obligó a abrir los muslos con un movimiento enérgico. A Marie le pareció que la mujer se regodeaba en la contemplación de su cuerpo desnudo, manchado de sangre y de vómito, y se retorció de vergüenza por dentro.
La mujer le soltó las piernas y se incorporó con una risa maligna.