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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (44 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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Como eran primos y pupilos de los hombres, su irritante e indigno comportamiento no había supuesto ninguna sorpresa. El alto mando
gubru
tomó precauciones y luego dirigió su atención a otros asuntos.

Ciertas noticias procedentes de una fuente enemiga habían llamado la atención del Triunvirato. Eran informaciones que se referían al propio planeta Garth. Tal vez aquellos indicios no significasen nada, pero si resultaban ciertos, las posibilidades eran importantes.

En cualquier caso, debía investigarse. Los tres Suzeranos habían estado de acuerdo en que de ello podían obtenerse grandes ventajas. Fue la primera muestra de consenso entre ellos.

Un pelotón de soldados de Garra vigilaba la marcha de la expedición hacia las montañas. Las delgadas criaturas pajariles en traje de campaña descendían en picado sobre los árboles, con el débil chirrido de sus arneses de vuelo resonando en los angostos cañones. A la cabeza iba un tanque flotador y el convoy se cerraba con otro de ellos en la retaguardia.

Los investigadores científicos, en sus vehículos flotantes, se desplazaban en medio de aquella gran protección. Los vehículos se dirigían a las tierras altas sobre bajas bolsas de aire. Evitaban a propósito las cimas accidentadas y puntiagudas de las montañas. Pero no había prisa. El rumor que les había llegado seguramente no tenía ningún fundamento, pero lo Suzeranos insistieron en que debía comprobarse, por si acaso.

Llegaron a su objetivo por la tarde del segundo día. Se trataba de un terreno llano en el fondo de un estrecho valle. Allí habían quemado un buen número de edificios no hacía mucho tiempo.

Los tanques flotadores tomaron posiciones en cada extremo del terreno quemado. Los científicos
gubru
y sus pupilos y ayudantes, los
kwackoo
, salieron de los vehículos. De espaldas a las aún malolientes ruinas, los seres pajariles gorjeaban órdenes a una especie de robots zumbadores, y dirigían la búsqueda de pistas. Menos arrogantes que sus tutores, los blandos y blancos
kwackoo
se dirigieron a los edificios devastados, gritando excitados al tiempo que husmeaban y hurgaban.

Pronto llegaron a una conclusión evidente. La destrucción había sido deliberada. Sus autores habían querido ocultar algo tras el humo y las ruinas.

El crepúsculo se hizo presente con una precipitación subtropical. En breve, los investigadores se encontraron trabajando incómodamente bajo la luz de unos focos. Finalmente, el equipo de mando ordenó que desistieran. Los estudios de mayor envergadura tendrían que esperar a la mañana siguiente.

Los especialistas se retiraron a sus vehículos para pasar la noche, charlando sobre lo que ya habían descubierto. Encontraron indicios, pistas de cosas excitantes y en absoluto inquietantes.

Cuando amaneciera tendrían mucho tiempo para trabajar. Los técnicos cerraron los vehículos y sobre éstos se elevaron seis sondas de vigilancia que flotaban con silencioso y mecánico esmero. Garth volvió de nuevo a envolverse en la noche tachonada de estrellas. Unos débiles crujidos y ruidos de pasos hablaban del atareado y serio trabajo de las criaturas nocturnas de la jungla: cazar y ser cazadas. Las sondas de vigilancia las ignoraban, girando imperturbables. La noche siguió su curso.

Poco antes del amanecer, unas nuevas sombras se movieron por los senderos bajo los árboles iluminados por las estrellas. Las bestias locales más pequeñas se pusieron a cubierto mientras escuchaban cómo los recién llegados se movían lenta y cautelosamente.

Las sondas de vigilancia captaron también esos nuevos animales y los calificaron, según su criterio programado, de inofensivos. Y, como de costumbre, no hicieron nada.

Capítulo
45
ATHACLENA

—Es como disparar a un pato sentado —dijo Benjamín desde su punto de observación en la ladera occidental de la colina.

Athaclena miró a su ayudante de campo chimp. Durante unos instantes luchó con la metáfora de Benjamín.

Tal vez se refería a la naturaleza pajaril del enemigo.

—Parecen satisfechos de sí mismos, si eso es lo que quieres decir —comentó ella—. Pero tienen razón. Los
gubru
confían en los robots de batalla mucho más que nosotros los
tymbrimi
. Los desaprobamos porque son caros y excesivamente fáciles de predecir. Sin embargo, esas sondas pueden resultar formidables.

—Lo recordaré, ser —asintió Benjamín con gravedad.

No obstante, Athaclena notó que no estaba impresionado. Él había ayudado a planear la incursión de aquella mañana en coordinación con representantes de la resistencia de Puerto Helenia, y se sentía por completo seguro de su éxito.

Los chimps de la ciudad debían atacar el Valle del Sind antes del amanecer, justo antes de que ellos iniciaran su acción. El objetivo principal era sembrar contusión entre el enemigo y, en lo posible, causarles un daño del que no se olvidasen. Athaclena no estaba muy convencida de que realmente pudieran hacerlo. Pero, de todas formas, dio su conformidad a la empresa. No quería que los
gubru
descubrieran demasiadas cosas en las ruinas del centro Howletts.

Al menos de momento.

—Han levantado el campamento bajo las ruinas del edificio principal —afirmó Benjamín—. Justo donde esperábamos que lo hicieran.

Athaclena miró molesta los binoculares nocturnos transistorizados del chimp.

—¿Estás seguro de que ese aparato no es detectable?

—Sí —asintió Benjamín sin apartar los ojos de ellos—. Hemos dejado instrumentos como éste en la ladera de la montaña, cerca de un robot gaseador, y su trayectoria de vuelo no se alteró en lo más mínimo. Hemos reducido mucho la lista de materiales que el enemigo es capaz de husmear y pronto…

Benjamín se puso rígido y Athaclena notó su repentina tensión.

—¿Qué pasa?

—Veo sombras que se mueven entre los árboles. —El chimp se inclinó hacia adelante—. Deben de ser nuestros chicos tomando posiciones. Ahora sabremos si esos robots de guerra están programados del modo que usted cree.

Aturdido como estaba, Benjamín no atinó a ofrecerle los binoculares.
Bravo por el protocolo pupilo-tutor
, pensó Athaclena. De todas maneras no le importaba. Prefería desplegar sus propios sentidos.

En el valle detectó tres especies distintas de bípedos que se movían alrededor de la expedición
gubru
. Si Benjamín había podido verlos, significaba que estaban dentro del alcance de las sensibles sondas de vigilancia del enemigo.

Y, sin embargo, los robots no hicieron nada. Los segundos pasaban y las sondas giratorias no disparaban contra las sombras que se les aproximaban entre los árboles, ni tampoco habían avisado a sus dueños que dormían.

Suspiró con creciente esperanza. Las limitaciones de las máquinas era una información crucial. El hecho de que girasen en silencio le decía muchas cosas acerca de lo que estaba ocurriendo, no sólo en Garth sino en todas partes, más allá del tachonado campo estelar que relucía sobre su cabeza. Le decía algo sobre el estado de la totalidad de las Cinco Galaxias.

La ley todavía existe
, pensó Athaclena.
Los gubru están obligados.

Como muchos otros clanes fanáticos, la alianza
gubru
no era prístina en su adherencia a las normas de los códigos planetario-ecológicos. Conociendo la obstinada paranoia de las criaturas pajariles, ella había previsto que habrían programado sus robots de defensa de una forma si las leyes estaban aún vigentes, y de otra totalmente distinta si éstas ya no eran válidas.

Si el caos se había apoderado por completo de las Cinco Galaxias, los
gubru
habrían programado sus máquinas para que esterilizasen cientos de hectáreas antes de permitir que cualquier riesgo los amenazara.

Pero si los códigos se mantenían, el enemigo no se habría atrevido aún a romperlos, ya que esas mismas normas podrían protegerlos si las olas de la guerra se volvían contra ellos.

Regla novecientos dice:
Siempre que sea posible debe respetarse a los no combatientes.
Eso se refería más a las especies no combatientes que a los individuos, especialmente en mundos considerados en estado catastrófico, como Garth. Las formas nativas eran protegidas por una tradición de mil millones de años.

—Estáis atrapados en vuestras propias premisas, viles criaturas —murmuró en galáctico-Siete.

Era obvio que los
gubru
habían programado sus máquinas para que vigilasen los objetos creados por la sapiencia (armas de fabricación industrial, ropa, maquinaria) sin imaginar que el enemigo podía asaltar desnudo su campamento, confundiéndose con los animales de la selva.

Pensó en Robert y sonrió. Eso había sido idea suya.

Una translucidez gris de alborada se extendía por el cielo, borrando gradualmente las estrellas más débiles. A la izquierda de Athaclena, la anciana doctora chima, Elayne Soo, consultaba su reloj de metal. Golpeó la lente significativamente y Athaclena, asintiendo. Dio la orden para que empezaran las acciones.

La doctora Soo emitió un agudo trino: la llamada del pájaro
fyuallu
. Athaclena alcanzó a oír el crujiente restallido de los treinta arcos que dispararon al unísono. Se sentía tensa. Si los
gubru
habían invertido en sondas verdaderamente eficientes…

—¡Lo conseguimos! —gritó alborozado Benjamín—. ¡Seis pequeñas sondas hechas añicos! ¡Todos los robots han caído!

Athaclena suspiró de nuevo. Robert estaba allí abajo. Tal vez ahora podía confiar en que él y los demás tendrían éxito. Tocó el hombro de Benjamín y éste, a desgana, le prestó los binoculares.

Alguien debía de haber notado que las pantallas monitoras se habían quedado sin imagen. Se oyó un débil zumbido y luego la escotilla superior de uno de los tanques flotadores que se abría. Una figura con casco escudriñó la tranquila pradera y, al ver abatido el robot de vigilancia más próximo, empezó a mover su pico en señal de alarma. Algo se movió en las ramas cercanas. El soldado giró sobre sus talones apuntando con su láser a la oscura sombra que saltó desde uno de los árboles contiguos y disparó un rayo azul.

El disparo falló. El aturdido soldado
gubru
no lograba acertar a aquella sombría figura que ni volaba ni caía, sino que atravesaba el angosto claro columpiándose en el extremo de una larga liana. Dos veces más intentó alcanzarlo con sus brillantes rayos antes de que su suerte lo abandonara. La negra silueta rodeó con sus piernas al delgaducho pájaro y éste cayó con un golpe sordo.

Cuando vio la silueta de Robert, erguido en la torreta del tanque con el soldado de Garra a sus pies, el triple pulso de Athaclena se aceleró. Levantó un brazo como señal y de inmediato el claro se llenó de sombras que corrían. Los chimps se movían a toda prisa entre los tanques y demás vehículos con botellas de barro en las manos.

Tras ellos, unas figuras más grandes que arrastraban los pies cargaban unas grandes mochilas. Athaclena oyó que Benjamín murmuraba por lo bajo, ocultando su enojo. Había sido ella quien decidiera incluir gorilas en la operación y la idea no había sido demasiado bien recibida.

—… treinta y cinco… treinta y seis… —Elayne Soo contaba los segundos. Cuando la luz del amanecer se intensificó pudieron ver a los chimps que se encaramaban en los vehículos alienígenas. ¿Podría la sorpresa retrasar lo suficiente la inevitable reacción?

Pero la suerte desapareció al cabo de treinta y ocho segundos. Empezaron a aullar las sirenas; primero en el tanque de cabeza y después en el de la retaguardia.

—¡Cuidado! —gritó alguien.

Los peludos guerrilleros corrieron hacia los árboles justo en el momento en que los soldados de Garra salían de sus vehículos flotadores y disparaban ardientes rayos con sus rifles sable. Algunos chimps cayeron chillando mientras intentaban apagar a golpes el fuego de su pelo, o fueron derribados en silencio entre la maleza, completamente cubiertos de agujeros. Athaclena controló su corona para evitar desmayarse debido al dolor de los pupilos. Éste fue su primer encuentro con una verdadera guerra. En aquellos momentos no se trataba ya de una broma sino de una muerte espantosa, llena de sufrimientos e inútil.

Los soldados de Garra empezaron a caer. Los pájaros saltaban persiguiendo a las sombras que habían desaparecido entre los árboles. Los guerreros ajustaban sus armas esperando encontrar fuentes de energía, pero allí no había láseres para abastecerlas, ni proyectores de pulsación ni balas de goma cargadas con productos químicos. Mientras, las flechas de los arcos zumbaban como mosquitos. Uno a uno los soldados
gubru
se convulsionaban y caían.

Primero un tanque y luego el otro empezaron a elevarse con rugientes chorros de gas. El vehículo de cabeza giró bruscamente y empezó a disparar sus triples cañones hacia el bosque, con unos impactos que parecían golpes de guadaña.

Las copas de los árboles más altos quedaron suspendidas en el aire unos instantes mientras sus centros explotaban, antes de caer verticalmente en una nube de humo y astillas de madera. Las rígidas enredaderas se agitaban hacia adelante y hacia atrás como serpientes agonizantes, esparciendo en todas direcciones sus jugos ganados a costa de mucho esfuerzo. Los chimps chillaban mientras saltaban de las ramas destrozadas.

¿Merece la pena? ¿Hay algo por lo que esto merezca la pena?

La corona de Athaclena se había expandido con la emoción del momento y un glifo empezaba a cobrar forma. Enojada, rechazó la imagen sensitiva no formada, la respuesta a su pregunta. Ahora no quería reír de las mordacidades
tymbrimi
; deseaba llorar al estilo humano, pero no sabía cómo hacerlo.

La jungla estaba dominada por el miedo y los animales nativos huían de la devastación. Algunos tropezaron en su huida con Athaclena y Benjamín, chillando en su desesperado intento de escapar. El radio de la destrucción crecía a medida que los fatídicos vehículos abrían fuego contra todo lo que encontraban. Había explosiones y llamas en todas partes.

Entonces el tanque de cabeza dejó de disparar tan inesperadamente como había empezado a hacerlo.

Primero uno y luego otro de los cañones adquirió un brillo blanco rojizo y se acallaron sus disparos. La intensidad del ruido se redujo a la mitad.

El otro acorazado parecía sufrir problemas similares pero, aun así, intentó seguir disparando a pesar de sus resquebrajados y balanceantes cañones.

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