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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (48 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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Sintió una débil excitación. El Suzerano de la Idoneidad notó un cosquilleo interior. ¿Era una señal anticipada del cambio de estado sexual? No debería empezar aún, con las cosas tan poco asentadas y el dominio entre sus compañeros tan poco definido. La Muda tenía que esperar hasta que se hubiera servido a la idoneidad y hasta que se hubiera alcanzado el consenso, de forma que quedase claro quién era el más fuerte.

El Suzerano gorjeó una plegaria a los desaparecidos Progenitores y los demás cantaron en respuesta.

Si hubiese una forma de saber qué cariz estaban tomando las batallas en la espiral galáctica… ¿Había sido ya encontrada la nave de los delfines? ¿Estaba la flota de alguna alianza trayendo de regreso a los Antiguos para que proclamasen el final de todas las cosas? ¿Había empezado ya el tiempo del Cambio?

Si el sacerdote hubiera sabido con seguridad que la Ley Galáctica se había roto, habría podido ignorar libremente esa inaceptable palabra dada y el reconocimiento de la sapiencia de los neochimpancés que se derivaba de ella. Aunque había cierto consuelo. Incluso con los humanos a su lado para guiarlos, los casi-animales nunca sabrían la manera adecuada de aprovecharse de ese reconocimiento. Así funcionaban las especies de tipo lobezno: ignoraban las sutilezas de la antigua cultura galáctica, atacaban por la vía directa y casi siempre morían.

Consuelo
, pió.
Si, consuelo y victoria.

Había otro asunto que requería atención, potencialmente el más importante de todos. El sacerdote se dirigió de nuevo al jefe de la expedición.

—Habéis dado palabra de evitar, renunciar, rechazar una nueva visita a ese enclave —los científicos danzaron su asentimiento. Una pequeña parte de la superficie de Garth estaba prohibida a los
gubru
hasta que las estrellas cayesen o las reglas cambiasen—. Y, sin embargo, antes del ataque, ¿descubristeis, sacasteis a la luz, encontrasteis indicios de actividad misteriosa, de manipulación genética, de Elevación secreta?

Eso también constaría en el informe. El Suzerano los interrogó escrupulosamente sobre los detalles. Apenas habían tenido tiempo para un examen previo, pero los rastros eran incuestionables y las implicaciones asombrosas.

¡Los chimpancés escondían una raza presapiente en esas montañas! Antes de la invasión, ellos y sus tutores se habían estado dedicando a la Elevación de una nueva especie de pupilos.

Con que era eso. El Suzerano danzó. Los datos que habían encontrado en la reserva diplomática
tymbrimi
no eran falsos. De alguna forma, casi por milagro, ese mundo catastrófico les ofrecía un tesoro. Y ahora, a pesar del dominio
gubru
sobre la superficie y los cielos, los terrestres continuaban ocultando su descubrimiento.

No era raro que los archivos sobre Elevación de la Biblioteca hubieran sido saqueados. Habían intentado esconder las evidencias.

Pero ahora, se regocijó el Suzerano,
hemos tenido noticia de esa maravilla.

—Estáis despedidos, licenciados, conminados a tomar las naves de regreso a casa —dijo a los mancillados científicos. Luego el Suzerano se dirigió a los
kwackoo
reunidos bajo su percha.

»Contactad con el Suzerano de Rayo y Garra —ordenó con desacostumbrada brevedad—. Decidle a mi compañero que quiero entrevistarme con él de inmediato —uno de los plumosos cuadrúpedos se inclinó y salió a toda prisa a llamar al comandante de las fuerzas armadas.

El Suzerano de la Idoneidad permaneció inmóvil en la percha, negándose por costumbre a poner el pie en el suelo hasta que las ceremonias de protección se hubieran completado.

Se apoyaba alternativamente sobre una u otra pata y su pico descansaba sobre el tórax mientras se sumía en profundos pensamientos.

CUARTA PARTE

TRAIDORES

No acuses a la Naturaleza, ella ha hecho su parte.

Haz tú la tuya.

John Milton
, «El Paraíso Perdido»

Capítulo
50
EL GOBIERNO EN EL EXILIO

El mensajero estaba sentado sobre un sofá, en un rincón de la Sala del Concejo, con una manta sobre los hombros y bebiendo una humeante taza de caldo. De vez en cuando, el joven chimp temblaba, pero más que nada parecía exhausto. Su pelo mojado seguía apelmazado, debido a las heladas aguas que había tenido que cruzar a nado en el último tramo de su peligroso viaje.

Es asombroso que haya conseguido llegar
, pensó Megan Oneagle observándolo.
Todos los espías y equipos de reconocimiento que hemos mandado a tierra con los mejores equipos nunca regresaron. En cambio, este pequeño chimp lo ha logrado a bordo de una pequeña balsa hecha con troncos de árbol y velas de hilado casero.

Con un mensaje de mi hijo.

Megan sintió los ojos húmedos al recordar las primeras palabras que le había dirigido el emisario, después de nadar la última parte del recorrido hasta su profundo reducto subterráneo bajo la isla.


El capitán Oneagle le manda sus para… sus parabienes, señora.

Había sacado un paquete, impermeabilizado con savia de un árbol
oli
, y se lo había ofrecido, para dejarse caer luego en los brazos de los técnicos sanitarios.

Un mensaje de Robert
, pensó maravillada.
Está vivo, está libre. Ayuda a dirigir un ejército.
No sabía si regocijarse o temblar ante tal idea.

Era algo de lo que debía enorgullecerse, por supuesto. Robert podría ser el único adulto humano libre en la superficie de Garth. Y si su «ejército» era algo más que una guerrilla de zarrapastrosos simios, bueno, al menos habían conseguido más que su cuidadosamente escondido remanente de la milicia planetaria oficial.

Bien es verdad que la había enorgullecido, pero también la había dejado asombrada. ¿Era el muchacho más sólido de lo que había pensado? ¿O tal vez había adquirido ese valor a fuerza de adversidad?

Tal vez tenga más de su padre de lo que he querido ver.

Sam Tennace era un piloto espacial que se detenía en Garth cada cinco años aproximadamente, uno de los tres maridos astronautas de Megan. Ellos permanecían en casa unos pocos meses solamente, sin coincidir por lo general con los otros, para volver a marcharse después. Otras fems no hubieran sido capaces de salir airosas de aquella situación, pero lo que era apropiado para los astronautas también satisfacía sus necesidades como política y diplomática. De los tres, sólo Sam Tennace le había dado un hijo.

Y nunca quise que mi hijo fuese un héroe
, advirtió.
Con todo lo crítica que he llegado a ser con él, creo que nunca he deseado que se pareciese en absoluto a Sam.

Si Robert no hubiera tenido tantos recursos, ahora estaría a salvo, internado en las islas con el resto de la población humana, donde podría continuar sus aficiones de playboy entre sus amigos, en vez de estar comprometido en una desesperada e inútil batalla contra un omnipotente enemigo.

Bueno
, se tranquilizó,
en la carta tal vez exagera.

A su izquierda, el gobierno en el exilio examinaba el mensaje, impreso sobre la corteza de un árbol con tinta casera, y sus murmullos de asombro iban en aumento.

—¡Hijos de puta! —oyó que renegaba el coronel Millchamp—. Así es como saben siempre dónde estamos y lo que pretendemos antes de que ni siquiera nos movamos.

—Por favor, resuma coronel —Megan se acercó a la mesa.

Millchamp la miró. El corpulento oficial del ejército, con el rostro enrojecido, agitó varias hojas hasta que alguien lo agarró del brazo y se las quitó de la mano.

—¡Fibras ópticas! —gritó.

—¿Cómo dice? —le preguntó Megan, incrédula.

—¡Lo sintonizan! Todos los cables, hilos de teléfono, tubos de comunicaciones… casi todas las piezas electrónicas del planeta. Están todas ajustadas para resonar en una banda de probabilidad que los malditos pájaros pueden sintonizar —la voz del coronel Millchamp se entrecortaba a causa del enojo. Giró sobre sus talones y se alejó.

Megan estaba perpleja.

—Tal vez yo pueda explicarlo, señora Coordinadora —intervino John Kylie, un hombre alto con la amarillenta tez del astronauta perpetuo. Durante los tiempos de paz, su ocupación era la de capitán de una nave de carga en el interior del sistema. Su carguero había participado en la parodia de batalla espacial y había sido uno de los pocos supervivientes, si es que éste era el término adecuado. Vencido y destrozado, finalmente había conseguido reducir a polvo los planetoides de lucha
gubru
con su láser y había logrado regresar con su nave, la
Esperanza
, a Puerto Helenia gracias a la lentitud con que actuaba el enemigo para consolidar el sistema de Gimelhai. El piloto se había convertido ahora en el asesor naval de Megan.

—Señora Coordinadora —Kylie tenía una expresión afligida—, ¿se acuerda de aquella excelente transacción que hicimos, oh, veinte años atrás con respecto a un control electrónico y una fábrica de fotones? Eran una obra de arte a pequeña escala, ideales para un diminuto mundo colonial como el nuestro.

—Tu tío era entonces el Coordinador —asintió Megan—. Me parece que tu primera misión en el carguero fue la de terminar las negociaciones y traer la fábrica a Garth.

—Uno de sus principales productos —asintió Kylie cabizbajo— eran las fibras ópticas. Algunos dijeron que el negocio que habíamos hecho con los
kwackoo
era demasiado bueno para ser verdad. Pero ¿quién iba a imaginar que ya tenían algo así en la mente? ¿Con tantos años de anticipación? Sólo por la remota posibilidad de que algún día quisieran…

—¡Los
kwackoo
! —Megan ahogó un grito—. Son pupilos de…

—Los
gubru
—asintió Kylie—. Esos malditos pájaros ya debieron pensar entonces que algún día podía ocurrir algo así.

Megan recordó lo que Uthacalthing había intentado enseñarle, que los caminos de los galácticos son caminos largos y pacientes como los planetas en sus órbitas. Alguien más se aclaró la garganta. Era el mayor Prathachulthorn, el bajo y corpulento oficial de los marinos de Terragens. Él y su pequeño destacamento eran los únicos soldados oficiales que habían quedado después de la batalla espacial y del inútil gesto de desafío en el cosmódromo de Puerto Helenia. Junto con Kylie se encargaba de las misiones secretas.

—Esto es muy grave, señora Coordinadora —comentó Prathachulthorn—. Las fibras ópticas producidas por esa factoría han sido incorporadas a casi todos los componentes de equipamiento civil y militar manufacturados en el planeta. Están presentes en todos los edificios. ¿Podemos tener confianza en los descubrimientos de su hijo?

Megan estuvo a punto de encogerse de hombros pero su instinto de diplomática la hizo detenerse a tiempo.

¿Cómo demonios puedo saberlo?
, pensó.
Ese chico es un desconocido para mí.
Miró al pequeño chimp que casi había muerto para traerle el mensaje de Robert. Nunca hubiera imaginado que su hijo pudiera inspirar tanta lealtad. Se preguntó si lo envidiaba.

—El informe está firmado también por la
tymbrimi
Athaclena —dijo la teniente Lydia McCue. La joven oficial frunció los labios—. Eso es una segunda fuente de verificación —sugirió.

—Con todos mis respetos, Lydia —intervino el mayor Prathachulthorn—. La
tym
es poco más que una niña.

—¡Es la hija del embajador Uthacalthing! —espetó Kylie—. Y los técnicos chimps ayudaron a realizar el experimento.

—Entonces no disponemos de testigos verdaderamente cualificados —Prathachulthorn sacudió la cabeza.

Varios consejeros lo miraron boquiabiertos. El único miembro neochimpancé, la doctora Suzinn Benirshke, se sonrojó y bajó la mirada, pero Prathachulthorn ni siquiera advirtió que había dicho algo insultante. El mayor no destacaba por su tacto.
Y además, es marino
, pensó Megan. Su cuerpo era la élite de las fuerzas armadas de Terragens, con el menor número de miembros delfines y chimps. Por ello, los marinos prácticamente sólo reclutaban hombres: un último bastión del antiguo sexismo.

—Sin embargo, debe admitir, mayor, que la idea es razonable —el comandante Kylie hojeaba las toscas páginas del informe de Robert—. Explicaría nuestros reveses y el fracaso total en establecer contacto, tanto con las islas como con el continente.

—Razonable, sí —admitió el mayor Prathachulthorn al cabo de unos instantes—. De todas formas, debemos realizar nuestras propias investigaciones antes de iniciar una actuación basándonos en la veracidad del informe.

—¿Qué pasa, mayor? —preguntó Kylie—. ¿No le gusta la idea de dejar de lado su rifle quemador y agarrar un arco y unas flechas?

—En absoluto, señor —la respuesta de Prathachulthorn fue sorprendentemente apacible—, siempre que el enemigo vaya equipado de una forma similar. El problema reside en el hecho de que no es así.

El silencio reinó unos instantes. Nadie parecía tener nada que decir. La pausa terminó cuando el coronel Millchamp regresó a la mesa. Dio un manotazo sobre ésta y espetó:

—De todos modos ¿qué ganamos con esperar?

—¿Qué quiere decir, coronel? —Megan frunció el ceño.

—Lo que quiero decir es ¿qué hacen de útil nuestras fuerzas aquí abajo? —preguntó—. Poco a poco nos estamos volviendo locos. Mientras, en este preciso instante, la Tierra tal vez esté luchando por su existencia.

—En este preciso instante es algo que no existe en el espacio interestelar —comentó el comandante Kylie—. La simultaneidad es un mito. El concepto está arraigado en el ánglico y en otras lenguas terrestres pero…

—Oh, déjense de metafísica —gritó Millchamp—. Lo importante es que podamos dañar a los enemigos de la Tierra —tomó los pliegos de corteza de árbol—. Gracias a las guerrillas sabemos dónde han situado los
gubru
la mayoría de sus instalaciones en el planeta. No importa cuántos trucos divulgados por la Biblioteca hayan estudiado los
gubru
porque no pueden evitar que lancemos contra ellos nuestras naves de oscilación.

—Pero…

—Tenemos tres escondidas que no han intervenido en la batalla espacial y los
gubru
no conocen su existencia. Si esos misiles son lo bastante buenos para los
tandu
, malditos sean sus corazones de siete cámaras, ¡seguro que bastarán para los objetivos de superficie
gubru
!

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