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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (50 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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Sí. Apta. Poéticamente aceptable.
Esperaba que Athaclena siguiese su consejo y estudiara esta forma terrestre de contemplar el mundo.

En su interior profundo, a nivel de
nahakieri
, la pasada noche había soñado con su hija. El sueño la representaba con la corona desplegada, captando la teatral y aterrorizante belleza de una visita de
tutsunucann
.

Uthacalthing se despertó temblando en contra de su voluntad, como si un instinto lo llevase a ahuyentar aquel glifo. Sólo a través del
tutsunucann
podría haberse enterado de más cosas referentes a su hija, de cómo viajaba y qué hacía, pero
tutsunucann
sólo destelló… la esencia de la expectación temerosa. Por ese centelleo supo que aún vivía. Nada más.

Por ahora me tendré que conformar con esto.

Kault llevaba casi todos los suministros. El gran
thenanio
caminaba a un paso regular, no demasiado difícil de seguir. Uthacalthing reprimió los cambios corporales que le hubieran facilitado la caminata por un breve período pero que, a la larga, le hubieran resultado costosos. Se permitió sin embargo aplastar sus fosas nasales y ensancharlas para que entrase más aire, a la vez que evitaba el omnipresente polvo.

Frente a ellos se alzaban unos pequeños cerros coronados por árboles y, algo alejado del camino que seguían hacia las distantes y rosadas montañas, el cauce de un arroyo. Uthacalthing consultó la brújula y se preguntó si las colinas serían conocidas. Lamentaba haber perdido su registrador inercial de dirección en el choque.

Si pudiera estar seguro…

Ahí
, parpadeó. ¿Había imaginado ese tenue destello azul?

—Kault.

El
thenanio
se detuvo y se dio media vuelta hacia Uthacalthing.

—¿Ha dicho algo, colega?

—Kault, creo que tenemos que tomar esa dirección. Podemos llegar a las colinas a tiempo de instalar el campamento y comer antes del anochecer.

—Hum, está un poco alejado de nuestro camino —Kault jadeó—. Muy bien, le haré caso. —Y sin pensarlo más enfiló hacia las tres colinas cubiertas de vegetación.

Faltaba como una hora para la puesta de sol cuando llegaron al arroyo y empezaron a montar el campamento. Mientras Kault levantaba el refugio camuflado que llevaban, Uthacalthing analizó unos frutos rojos, oblongos y pulposos que colgaban de las ramas de unos árboles cercanos. Su medidor portátil los declaró nutritivos. Tenían un sabor dulce y penetrante.

En cambio, las semillas de su interior eran duras y fuertes. Era evidente que habían evolucionado para poder soportar los jugos gástricos, atravesar el sistema digestivo de un animal y esparcirse en la tierra con sus heces. Era una adaptación muy frecuente de los árboles frutales en una gran variedad de mundos.

Seguramente, algún gran omnívoro había dependido de esta fruta como fuente alimenticia y devolvía el favor al árbol dispersando sus semillas aquí y allá. Si tenía que encaramarse para procurarse el alimento lo más probable es que tuviera unas manos rudimentarias. Tal vez hasta poseía Potencial. Tales criaturas podrían haberse convertido en presensitivas, entrar en el ciclo de la Elevación y llegar a ser una refinada raza.

Pero todo eso había desaparecido con los
bururalli
. Y no sólo habían muerto los grandes animales. Los frutos del árbol estaban ahora demasiado próximos a los que les precedieron. Pocos embriones habían conseguido romper las semillas endurecidas tras pasar por los estómagos de los desaparecidos simbiontes. Pero esos árboles jóvenes que habían conseguido germinar, languidecían ahora como sombras de sus antecesores.

Allí tendría que haber habido un gran bosque en lugar de esos escasos y miserables árboles.

Me pregunto si éste es el lugar
, pensó Uthacalthing. Había tan pocas señales en aquella sinuosa llanura…

Miró a su alrededor pero no divisó más destellos azules.

Kault estaba sentado a la entrada de su refugio y silbaba graves y átonas melodías a través de sus ranuras respiratorias. Uthacalthing dejó caer delante de él un puñado de frutos y luego se dirigió hacia el rumoroso arroyo.

La corriente discurría sobre un banco de piedras semitransparentes que reflejaban los rojos matices del ocaso.

Ahí fue donde Uthacalthing encontró el artefacto.

Se inclinó y lo recogió para examinarlo.

Cuarzo local, descantillado y pulido, con bordes cortantes y un extremo romo y redondeado para poder asirlo… La corona de Uthacalthing se onduló. El
lurrunanu
tomó forma de nuevo, fluctuando entre sus zarcillos plateados. El glifo giró despacio al tiempo que Uthacalthing volvía en su mano el hacha de piedra para contemplar la primitiva herramienta.

El
lurrunanu
vigilaba a Kault que seguía silbando en la ladera del cerro. De pronto el glifo se tensó y se lanzó hacia el voluminoso
thenanio
.

Herramientas de piedra, uno de los distintivos de la presensitividad
, pensó Uthacalthing. Le había pedido a Athaclena que estuviese atenta ya que existían rumores… historias que hablaban de cosas que se habían visto en las zonas deshabitadas de Garth.

—¡Uthacalthing!

Se volvió, escondiendo el artefacto tras la espalda, y respondió al
thenanio:

—¿Sí, Kault?

—Yo… —Kault parecía inseguro—.
Metoh kanmi, b'twuü'ph… yo…
—Kault sacudió la cabeza. Cerró los ojos y los abrió de nuevo—. Me pregunto si al analizar estas frutas ha considerado también si son adecuadas a mis necesidades.

Uthacalthing suspiró.
¿Qué le pasa? ¿Acaso los thenanios son curiosos?

Dejó caer el objeto de entre sus manos y éste fue a parar al barro del río, donde lo había encontrado.

—Claro, colega. Son nutritivos siempre y cuando no se olvide de tomar sus suplementos.

Regresó a reunirse con su compañero para una cena sin hoguera bajo el creciente brillo de las luces de las galaxias.

Capítulo
52
ATHACLENA

Los gorilas bajaban por las dos escarpadas márgenes del angosto cañón, sujetándose a las desgarradas enredaderas de la jungla. Se deslizaban con cautela junto a las humeantes grietas abiertas en el acantilado por las recientes explosiones. Los corrimientos de tierra aún eran un peligro, pero ellos avanzaban a toda prisa.

Al bajar pasaron a través de brillantes arcos iris. Su pelaje resplandecía bajo las diminutas gotas de agua.

Un terrible ruido acompañaba su descenso, resonando en las paredes del precipicio y no dejando oír sus jadeantes respiraciones. El estruendo había ocultado el sonido de la batalla y sofocado los bramidos de la muerte que había rugido allí hacía pocos minutos. La ruidosa catarata había tenido un competidor, aunque no por mucho tiempo. El torrente que antes caía sobre brillantes y pulidas piedras lo hacía ahora sobre polímeros y trozos rotos de metal. Los peñascos desprendidos de las paredes del precipicio habían arrastrado esos residuos a los pies de la catarata, donde el agua se ocuparía de pulirlos.

—No queremos que averigüen cómo hemos manejado todo esto —le dijo Athaclena a Benjamín desde lo alto del cañón.

—El filamento que tendimos detrás de la catarata tenía un tratamiento previo para desintegrarse en seguida. Dentro de pocas horas ya no existirá. Cuando llegue el equipo de socorro del enemigo no podrá saber cómo nos las apañamos para atrapar a esta cuadrilla.

Vieron cómo los gorilas se unían a un grupo de luchadores chimps y se ponían a husmear entre los restos de los tres tanques flotadores de los
gubru
. Satisfechos de que todo hubiera terminado al fin, los chimps se colgaron los arcos a la espalda y empezaron a recoger fragmentos de las naves, mientras ordenaban a los gorilas que quitasen de en medio alguna piedra o algún pedazo de plancha acorazada.

El enemigo había llegado muy deprisa, siguiendo el olor de las presas escondidas. Sus instrumentos indicaban que había alguien oculto detrás de la cascada. Y, como escondrijo, resultaba un sitio perfectamente lógico, protegido por una barrera que dificultaba la penetración de sus detectores. Sólo sus escáners especiales de resonancia habían logrado detectar a los terrestres, que habían ocultado allí piezas de tecnología.

Para pescar por sorpresa a los que estaban escondidos, los tanques se habían situado justo encima del cañón, cubiertos en su parte superior por un enjambre de sondas de guerra de la mejor calidad, listas para el combate.

Pero no habían encontrado una batalla a la que hacer frente. De hecho, no había ningún terrestre detrás de la cascada; únicamente unos haces de fibra delgada como hilos de una telaraña.

Y un cable disparador.

Y, a lo largo de las paredes del acantilado, varios cientos de kilos de nitroglicerina de fabricación casera.

El agua, al caer, había dispersado el polvo, y las corrientes arremolinadas se habían llevado miríadas de fragmentos diminutos. Sin embargo, la mayor parte de la fuerza de choque
gubru
todavía se hallaba en el mismo sitio en que la había sorprendido la explosión que hizo temblar las paredes del cañón y llenó el cielo de una lluvia de oscura piedra volcánica.

Athaclena vio a un chimp salir de entre los restos de las naves. Dio un salto con un misil mortal en la mano.

Pronto las mochilas de los gorilas estaban repletas de municiones alienígenas. Los grandes presensitivos empezaron otra vez a trepar a través de la cascada multicolor.

Athaclena escudriñó los pequeños retazos de cielo azul visibles entre la bóveda de follaje. En pocos minutos llegarían los refuerzos del invasor. Las fuerzas irregulares de la colonia tenían que marcharse de inmediato o correrían el mismo destino que los pobres chimps que habían organizado la insurrección en el Valle del Sind la semana anterior.

Después de aquel desastre, unos pocos fugitivos habían conseguido llegar a las montañas. Fiben no se encontraba con ellos y ningún mensajero se había presentado con las prometidas notas de Gailet Jones. Debido a la falta de información, el grupo de Athaclena sólo podía hacer suposiciones sobre lo que tardarían los
gubru
en responder a esta última emboscada.

—En marcha, Benjamín —Athaclena dirigió una significativa mirada a su reloj.

—Voy a darles prisa, ser —asintió el ayudante. Se movió furtivamente hacia la chima encargada de las señales y ésta empezó a ondear sus banderas.

En el borde del acantilado aparecieron más chimps y gorilas, que corrían por la mojada y reluciente hierba.

Cuando los chimps chatarreros llegaron a lo alto del abismo tallado por el agua, sonrieron a Athaclena y se marcharon a toda prisa, llevando a sus grandes primos en dirección a los caminos secretos de la jungla.

Ahora ella ya no necesitaba coaccionarlos o persuadirlos porque se había convertido en una terrestre honoraria. Incluso aquellos que antes se quejaban de recibir órdenes de una ET, ahora la obedecían con rapidez y alegría. Era irónico. Al firmar los artículos que los convertían en consortes, ella y Robert lo habían dispuesto de tal modo que ahora se veían menos que nunca. Ella ya no necesitaba su autoridad como único humano adulto en libertad, así que él se había marchado a promover la insurrección en otra parte.

Desearía haber estudiado mejor esas cosas
, meditó. Estaba insegura de lo que legalmente implicaba firmar un documento así en presencia de testigos. Los matrimonios entre individuos de distintas especies solían ser una conveniencia oficial más que otra cosa. Los compañeros asociados en cualquier empresa podían «casarse» aunque sus líneas genéticas fueran muy diferentes. Un reptiloide
bigle
podía casarse con una quitinosa
f'ruthian
. Nadie esperaba que de esas uniones naciera descendencia, pero se suponía que entre la pareja había un aprecio mutuo.

Toda aquella historia le parecía divertida. En cierto modo, ahora tenía «marido».

Y no estaba allí.

Lo mismo le ocurrió a Mathicluanna, durante todos esos largos y solitarios años
, pensó acariciando el relicario que pendía de una cadena sobre su pecho. La hebra del mensaje de Uthacalthing también estaba allí ahora. Tal vez sus espíritus
laylacllap't
estaban juntos, tal como lo habían estado en la vida.

Tal vez empiezo a comprender algo que nunca entendí acerca de ellos
, reflexionó.

—¿Ser?… ¿Señora?

Athaclena parpadeó y levantó la vista. Benjamín se aproximaba a ella desde el camino, donde un grupo de las sempiternas enredaderas se agrupaba en torno a una pequeña charca de aguas rosadas. Una técnica chima estaba agachada junto a un claro entre las apretadas enredaderas, ajustando un delicado instrumento.

—¿Se ha sabido algo de Robert? —preguntó acercándose a ella.

—Sí… señora —respondió la chima—. Estoy detectando uno de los productos químicos que se llevó consigo.

—¿Cuál de ellos? —le preguntó nerviosa.

—El que tiene la espiral de adenina hacia la izquierda —sonrió la chima—. Es el que acordamos que significaba victoria.

Athaclena respiró tranquila. Así que el grupo de Robert también había tenido éxito. Su equipo se había dirigido a atacar un pequeño puesto de observación enemigo, al norte del paso Lorne, y debían de haber tomado contacto con el enemigo el día anterior. Dos pequeños éxitos en poco tiempo. A aquel ritmo podrían vencer a los
gubru
en un millón de años.

—Respóndele que también nosotros hemos conseguido nuestros objetivos.

Benjamín sonrió y le tendió a la encargada de señales una ampolla de un líquido claro que ella vertió en la charca. Al cabo de unas horas las moléculas serían detectables a muchas millas de distancia. Mañana, probablemente, el encargado de señales de Robert le comunicaría el mensaje.

E! sistema era lento, pero esperaba que los
gubru
no tuvieran la menor idea de ello, al menos de momento.

—Han terminado las tareas de recuperación, general. Será mejor que pongamos pies en polvorosa.

—Sí —asintió ella—. Es lo que hay que hacer, Benjamín.

Inmediatamente se pusieron en marcha por el verde sendero en dirección al paso y a casa.

Un poco más adelante, los árboles se bambolearon cuando un trueno sacudió los cielos. Se oía el repicar de estruendosas explosiones y, durante un tiempo, el rugido de la catarata se vio acallado por un frustrado grito de venganza.

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