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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (53 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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Abril y el bebé gorila flanqueaban a Robert, con los codos apoyados sobre las rodillas. Elsie también se sentó junto a ellos. Fue una breve y apacible escena. Si por arte de magia hubiera aparecido un neodelfín en el agua, mirándolos de reojo con una amplia sonrisa, aquella imagen hubiera podido ser una buena foto familiar.

—¡Eh! ¿Qué tienes en la boca? —alargó las manos para coger al pequeño gorila pero éste se puso en seguida fuera de su alcance. Lo miraba con ojos grandes y curiosos.

—¿Qué es eso que masca? —le preguntó a Elsie.

—Es como una tira de plástico. Pero… ¿de dónde ha salido? Se supone que no puede haber nada aquí que no esté manufacturado en Garth.

—No está hecho en Garth —dijo alguien, y todos levantaron la cabeza. Era la chima que les había servido la sopa. Sonrió y se secó las manos en el delantal antes de agacharse a coger al bebé gorila. Éste soltó el plástico sin protestar—. Todos los pequeños mascan estas tiras. Son inocuas y estamos completamente seguros de que no hay nada en ellas que grite «terráqueo» a los detectores
gubru
.

—¿Cómo podéis estar tan seguros? —Robert y Elsie intercambiaron una mirada de perplejidad—. ¿Qué material es ése?

Ella jugaba con el pequeño simio moviendo la tira ante su cara hasta que él se la quitó y volvió a metérsela en la boca.

—Sus padres trajeron fragmentos de eso cuando regresaron de nuestra primera emboscada con éxito, en el centro Howletts. Dicen que «huele bien» y ahora todos los críos se dedican a mascarlo. Es superfibra de plástico de los vehículos de guerra
gubru
—sonrió a Elsie y a Robert—. Ya saben, ese material que impide el paso de las balas.

Robert y Elsie estaban asombrados.

—Eh, Kongie, a ver qué te parece esto —la chima acariciaba al pequeño gorila—. Tú, cosita inteligente, sí, tú. Ya que te gusta mascar planchas de blindaje, ¿qué te parecería enfrentarte la próxima vez con algo realmente sabroso? Digamos una ciudad, una cosa sencillita, como Nueva York, por ejemplo.

El bebé se quitó de la boca el desgarrado y mojado trozo de plástico y bostezó, mostrando una serie de afilados y brillantes dientes.

—¿Saben? —sonrió la chima—. Creo que a Kongie le ha gustado la idea.

Capítulo
54
FIBEN

—Ahora estate quieta —le dijo Fiben a Gailet mientras le desenredaba el pelo con los dedos.

Las palabras sobraban porque, aunque Gailet estaba de espaldas a él, Fiben podía imaginar la momentánea expresión de regocijo beatífico de su rostro mientras él la acicalaba. Cuando estaba así, tranquila, relajada, feliz y disfrutando del sencillo placer táctil, su semblante austero se llenaba de un brillo que transformaba por completo sus rasgos un tanto vulgares.

Por desgracia, la paz no duró más que un minuto. Fiben vislumbró algo que se movía velozmente y se apresuró a cogerlo antes de que desapareciese entre su fino pelo.

—¡Ay! —gritó ella cuando Fiben le pellizcó la piel para asir al piojo que se retorcía. Sus cadenas tintinearon cuando golpeó el suelo con un pie—. ¿Qué haces?

—Estoy comiendo —murmuró al tiempo que aplastaba al bicho que trataba de escapar entre los dientes.

—Es mentira —dijo ella con un tono de voz poco convencido.

—¿Quieres que te lo enseñe?

—No importa —se estremeció—. Continúa con lo que estabas haciendo.

Escupió contrariado el piojo muerto porque, aunque sus capturadores ya los habían alimentado, probablemente podría haber sacado provecho de aquella proteína. En los cientos de veces que había practicado el acicalamiento mutuo con otros chimps —amigos, compañeros de clase, la familia Throop en la isla Cilmar— nunca había sido tan consciente de los objetivos originales de aquel ritual de librar a otro chimp de parásitos, heredado de la jungla hacía tanto tiempo. Esperaba que Gailet no fuera demasiado remilgada y se lo hiciera también a él.

Después de dormir durante dos semanas en un colchón de paja empezaba a sentir horribles picores.

Le dolían los brazos. Para llegar a Gailet tenía que estirarse ya que estaban encadenados en dos puntos distintos de la habitación y apenas lograba acercarse lo suficiente.

—Bueno —dijo—. Ya casi he terminado, al menos con las partes que estás dispuesta a mostrarme. No puedo creer que la chima que me dijo rosa hace un par de meses sea tan púdica en lo que respecta a la desnudez.

Gailet hizo un gesto de desdén y ni siquiera se dignó contestar. El día anterior había mostrado gran alegría al verlo, cuando los chimps traidores lo habían trasladado desde su primitivo lugar de confinamiento. Tantos días de soledad en la cárcel habían hecho que se sintieran como dos hermanos que se reencontraban después de mucho tiempo. Ahora, sin embargo, ella parecía volver a reprochar a Fiben todo lo que decía.

—Un poquito más —le instó ella—. Hacia la izquierda.

—Siempre quejándote —murmuró Fiben entre dientes, pero obedeciéndola.

Los chimps necesitaban tocar y ser tocados mucho más que los tutores humanos, que a veces se cogían en público de las manos, pero nada más. A Fiben le parecía agradable tener a alguien a quien acicalar después de tanto tiempo, y hacerlo era casi tan placentero como que se lo hicieran a uno.

En sus épocas de estudiante había leído que antiguamente los humanos limitaban las caricias de persona a persona a sus compañeros sexuales. En épocas oscuras había padres que incluso evitaban abrazar a sus hijos. Esos primitivos nunca se dedicaban a nada que se pareciese al acicalamiento mutuo: rascarse, peinarse o darse masajes uno al otro, sólo por el placer del contacto, sin ninguna implicación sexual.

Para su asombro, una breve visita a la Biblioteca había confirmado aquellos calumniosos rumores. Ninguna anécdota histórica había hecho comprender a Fiben tan bien la ignorancia y demencia que los pobres mascs y fems humanos habían sufrido. En cierta manera, le ayudó a perdonarlos cuando más tarde vio fotos de zoológicos, circos y trofeos de «caza» de las viejas épocas.

El tintineo de unas llaves lo distrajo de sus pensamientos. La anticuada puerta de madera se abrió. Alguien dio un golpe y entró en la celda.

Era la chima que les había llevado la cena. Desde que lo habían trasladado a aquella celda, Fiben no le había preguntado aún cómo se llamaba, pero su rostro en forma de corazón era sorprendente y, en cierto modo, familiar.

Vestía un traje con cremallera como los de la banda de marginales que trabajaban para los
gubru
. El traje estaba sujeto por bandas elásticas a las muñecas y a los tobillos, y llevaba además un brazal con una holo-imagen de las garras de un pájaro que penetraban varios centímetros en el espacio.

—Va a venir alguien a veros a ambos —les dijo la hembra margi en voz baja y suave—. Pensé que os gustaría saberlo con tiempo para prepararos.

—Gracias —asintió Gailet con frialdad y casi sin mirar a la chima.

Pero Fiben, a pesar de las circunstancias, contempló el contoneo de su carcelera cuando ésta se dio vuelta y salió de la reída.

—¡Malditos traidores! —murmuró Gailet tirando de sus delgadas cadenas hasta hacerlas tintinear—. Oh, hay veces en que me gustaría ser un chimp. Yo… yo… —Fiben levantó la vista al techo y suspiró—. ¿Qué? —Gailet se volvió con esfuerzo para mirarlo—. ¿Tienes algo que decir?

—Sí —Fiben se encogió de hombros—. Si fueras un chimp podrías romper esa fina cadenita. Pero claro, si fueras un chimp macho no hubieran utilizado algo así, ¿verdad?

Levantó los brazos todo lo que pudo, apenas lo suficiente para que ella pudiera verlos. Los eslabones rechinaron. Su muñeca herida acusó el rozamiento y dejó caer las manos.

—Supongo que hay otras razones por las que desearía ser un macho —apuntó una voz desde la puerta.

Fiben miró allí y vio al marginal llamado Puño de Hierro, el líder de los desertores. El chimp sonrió de modo teatral, curvando una de las puntas de su engominado bigote, una afectación de la que Fiben empezaba a estar harto.

—Lo siento, tíos, no pude evitar oír lo último que dijisteis.

—¿Así que estabas escuchando? —Gailet frunció el labio superior con desdén—. No me extraña. Eso sólo significa que además de ser un traidor te dedicas a escuchar detrás de las puertas.

—Tal vez también me gustaría ser
voyeur
—el musculoso chimp sonrió—. ¿Por qué no os encadeno juntos? Eso sería sumamente divertido, con lo mucho que os gustáis. Gailet soltó un bufido y se alejó significativamente de Fiben, arrastrando los pies hacia el otro muro. Fiben se negó a darle a aquel tipo el placer de una respuesta, pero le sostuvo la mirada con firmeza.

—En realidad —continuó el marginal en un tono abstraído—, es bastante comprensible que una chima como tú quiera ser un chimp. En especial, con ese carnet blanco que tienes. Demonios, un carnet blanco en una chica es casi un desperdicio. Lo que me parece difícil de entender —Puño de Hierro se dirigía ahora a Fiben—, es por qué vosotros dos habéis hecho lo que habéis hecho: corretear por ahí jugando a los soldados para ayudar a los humanos. Es difícil de entender. Tú con carnet azul, ella con carnet blanco. ¡Vaya! Cuando podríais hacerlo cada vez que ella estuviera rosa, sin píldoras, sin preguntar a los guardianes, sin el visto bueno del Cuadro de Elevación. Todos los niños que quisierais y cuando quisierais.

—Eres asqueroso —Gailet le dedicó una gélida mirada.

Puño de Hierro se sonrojó, algo muy evidente en sus pálidas y afeitadas mejillas.

—¿Por qué? ¿Porque me fascina lo que me ha sido negado, lo que no puedo tener?

—Más bien lo que no puedes hacer —gruñó Fiben.

El rubor de su rostro se intensificó. Puño de Hierro sabía que sus sentimientos lo traicionaban. Se inclinó para que su cara estuviera al mismo nivel que la de Fiben.

—No cedas, amigo estudiante. Quién sabe lo que serás capaz de hacer después de que hayamos decidido tu destino —sonrió.

—¿Sabes? —Fiben arrugó la nariz—. En un chimp, el color del carnet no lo es todo. Tu, por ejemplo, podrías conseguir más chicas si te acostumbraras a lavarte los dientes de vez en…

Un puño le golpeó el abdomen y se dobló gruñendo.
Tú te lo has buscado
, se dijo Fiben al tiempo que su estómago se convulsionaba y luchaba por recobrar el aliento. Sin embargo, por el rostro del traidor supo que había dado en el blanco. La expresión de Puño de Hierro no dejaba lugar a dudas.

Fiben buscó los ojos de Gailet y vio la preocupación reflejada en ellos, pero en seguida se convirtió en enojo.

—¿Queréis parar? Sois como niños, como presensitivos.

—¿Y tú qué sabes de esto? ¿Eh? ¿Eres acaso una experta? ¿Miembro tal vez del maldito Cuadro de Elevación? ¿Ya has sido madre?

—Soy estudiante de sociología galáctica —dijo Gailet muy digna.

—Un título dado como recompensa a un mono inteligente —Puño de Hierro rió con amargura—. ¡Debes de haber hecho maravillas en el gimnasio de la jungla para que te den tu diploma de piel de cordero modelo, real como la vida misma! ¿Todavía no te has dado cuenta, señoritinga? —se inclinó hacia ella—. Permíteme que lo diga por ti: ¡somos todos unos malditos presensitivos! ¡Adelante! Niégalo. Dime que estoy equivocado.

Esta vez le tocó a Gailet sonrojarse. Miró a Fiben y éste supo que ella estaba recordando la tarde en que pasearon por Puerto Helenia y desde lo alto de la torre del reloj divisaron el campus universitario desierto de humanos y ocupado por alumnos y personal docente chimp, que actuaban como si nada hubiera cambiado. Con seguridad recordaría lo amargo que había resultado contemplar aquella escena tal como lo habría hecho un galáctico.

—Soy un ser sapiente —murmuró, intentando que su voz reflejase convicción.

—Sí —se burló Puño de Hierro—. Lo que quieres decir es que estás un poco más cerca que el resto de nosotros de lo que el Cuadro de Elevación define como el ideal de los neochimps. Más cerca de lo que ellos creen que debemos estar. Pero, dime una cosa. ¿Y si te embarcas en un viaje espacial hacia la Tierra y resulta que el capitán da un giro equivocado en el nivel-D del hiperespacio y llegas dentro de doscientos años? ¿Qué crees que le iba a pasar entonces a tu precioso carnet blanco?
Sic transit gloria mundi
—Puño de Hierro chasqueó los dedos y Gailet desvió la mirada.

»Serías una reliquia, algo obsoleto, una fase superada mucho tiempo atrás en el avance implacable de la Elevación —rió y extendió las manos para tomarla de la barbilla y hacer que le mirara a los ojos—. Serías una marginal, muñeca.

Fiben se abalanzó hacia adelante pero las cadenas eran muy cortas y el fuerte tirón le lastimó la muñeca derecha, aunque apenas lo notó debido a su enojo. Estaba tan lleno de ira que no podía hablar. Mientras gruñía al otro chimp se dio cuenta de que a Gailet le ocurría lo mismo. Lo más exasperante de todo era que aquel bastardo tenía razón.

Puño de Hierro miró a Fiben a los ojos unos instantes antes de soltar a Gailet.

—Hace cien años —prosiguió—, yo hubiese sido algo especial. Habrían perdonado e ignorado mis pequeñas «peculiaridades y desventajas». Me hubiesen dado un carnet blanco por mis habilidades y mi fuerza. Es el Tiempo el que decide, mis queridos chimp y chima. Todo depende de la generación en la que se ha nacido. ¿O no? —Puño de Hierro se puso de pie y sonrió—. Quizá dependa también de quiénes sean vuestros tutores. Si cambian las reglas, si cambia la imagen del futuro
Pan sapiens
ideal, bueno… —separó las manos dejando sus conclusiones en el aire. Gailet fue la primera en recobrar el habla.

—En realidad… esperas que… los
gubru

—Los tiempos están cambiando, queridos —Puño de Hierro se encogió de hombros—. Es posible que llegue a tener más nietos que cualquiera de vosotros.

Fiben encontró finalmente el modo de dominar la rabia que lo incapacitaba y de recuperar la voz. Empezó a reírse a carcajadas.

—¿Sí? —le preguntó riendo—. Bueno, primero tendrás que solucionar el otro problema, chico. ¿Cómo quieres transmitir tus genes si ni siquiera se te levanta para…?

Esta vez fue el pie descalzo de Puño de Hierro el que le propinó una patada. Fiben estaba más prevenido y giró hacia un lado para recibir el puntapié de canto. Pero a éste le siguió una monótona lluvia de golpes.

Sin embargo, no hubo más palabras y una rápida mirada le indicó a Fiben que esta vez le tocaba a Puño de Hierro quedarse con la lengua trabada. De su boca repleta de espuma surgían graves sonidos. Por fin, invadido por la frustración, el chimp dejó de patear a Fiben, giró sobre sus talones y salió de estampida.

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