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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (5 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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Athaclena asintió, otro gesto que podía ser o no originariamente
tymbrimi
. Con cuidado volvió a dejar en su sintió la flor que había estado examinando y se puso en pie con un grácil y fluido movimiento.

El cuerpo de la muchacha alienígena era esbelto. Las proporciones de sus brazos y piernas, distintas de las humanas; las pantorrillas más largas y los muslos más cortos, por ejemplo. Su pelvis fina y articulada se ensanchaba a partir de una estrechísima cintura. Para Robert, la chica se movía con un aire felino que lo había cautivado desde que ella llegó a Garth, hacía medio año.

Que los
tymbrimi
eran mamíferos, podía saberlo por el contorno de sus pechos superiores, provocadoramente visibles incluso bajo su suave traje de campaña. Por sus estudios sabía que Athaclena tenía dos pares más y también una bolsa como la de los marsupiales. Pero en aquel momento éstos no se veían. Parecía mucho más humana, o élfica, que alienígena.

—Muy bien, Robert. Le prometí a mi padre que sacaría el máximo provecho de este exilio forzoso. Muéstrame más maravillas de este pequeño planeta.

El tono de su voz era tan grave, tan resignado, que Robert decidió que tenía que estar exagerando. El toque teatral la hacía parecer una adolescente humana, y esto, de por sí, era un poco irritante. Él abrió el camino hacia el grupo de enredaderas.

—Es por aquí, donde convergen con el suelo del bosque.

La corona de Athaclena, el casco de pelo castaño que empezaba en un estrecho trazo de vello en la base de la columna y ascendía por la nuca para terminar en pico sobre el caballete de su fuerte nariz, estaba ahora encrespada en sus extremos. Sobre las lisas y suavemente redondeadas orejas, los cilios de su corona
tymbrimi
se ondulaban como si ella estuviera tratando de discernir en el claro del bosque cualquier indicio de conciencia que no fuera la de ellos.

Robert se recomendó a sí mismo no sobrestimar los poderes mentales de los
tymbrimi
como hacían los humanos tan a menudo. Los esbeltos galácticos tenían una habilidad impresionante para detectar las emociones fuertes y se les atribuía un talento especial para crear una forma de arte a partir de la propia empatía. Sin embargo, la verdadera telepatía no era más común entre los
tymbrimi
que entre los terrestres.

Robert tuvo que imaginar en qué estaría pensando ella. ¿Podía saber que, desde que habían partido juntos de puerto Helenia, la fascinación que le causaba había aumentado? Esperaba que no. Era un sentimiento que ni siquiera él mismo estaba seguro de querer admitir que existiera.

Las enredaderas estaban formadas por ramas gruesas y fibrosas, con unas protuberancias nudosas aproximadamente cada medio metro. Procedentes de diversas direcciones, convergían en este claro del bosque.

Robert apartó un grupo de ramas multicolores para mostrar a Athaclena que todas ellas terminaban en una única y pequeña charca de agua turbia.

—Estas charcas —explicó—, se encuentran en todo este continente, conectadas entre sí por esta vasta red de enredaderas. Juegan un papel vital en el ecosistema pluvial del bosque. En las proximidades de los estanques, donde las enredaderas cumplen su cometido, no crecen otros arbustos.

Athaclena se arrodilló para poder verlo mejor. Su corona seguía moviéndose y parecía interesada.

—¿Por qué la charca tiene ese color? ¿Hay alguna impureza en el agua?

—Sí, exactamente eso. Si tuviéramos un equipo de análisis podría llevarte de una charca a otra y demostrarte que cada una de ellas posee una ligera sobreabundancia de un elemento transmisor o químico distinto. Las enredaderas parecen formar una red entre los árboles gigantes, que transporta los elementos nutritivos abundantes en una zona, a otras en las que no existen.

—¡Un tratado de intercambio! —El pelo de Athaclena se expandió en una de las pocas expresiones puramente
tymbrimi
que Robert conocía sin temor a equivocarse, era la primera vez desde que salieran juntos de la ciudad que la veía verdaderamente excitada por algo.

Se preguntó si en ese momento estaría formando un «empato-glifo», esa extraña forma de arte que algunos humanos juraban percibir y hasta ser capaces de aprender a comprender un poco. Robert sabía que los livianos zarcillos de la corona
tymbrimi
estaban de alguna forma implicados en el proceso. Una vez, al acompañar a su madre a una recepción diplomática, notó algo que tuvo que ser un glifo flotando, al parecer, por encima del pelo de Uthacalthing, el embajador
tymbrimi
.

Había sido una extraña y fugaz sensación… como si hubiera captado algo que sólo pudiera verse con el punto ciego de la retina y que desaparecía cada vez que intentaba enfocarlo. Luego, con la misma rapidez que la había percibido, la visión se desvaneció. Al final se quedó con la duda de no saber si sólo había sido su imaginación.

—La relación es simbiótica, por supuesto —afirmó Athaclena, y Robert parpadeó. Se estaba refiriendo a las enredaderas, por supuesto.

—Sí, has acertado de nuevo. Las enredaderas toman sus alimentos de los grandes árboles y a cambio transportan las sustancias nutritivas que las raíces de los árboles no pueden obtener debido a la pobreza del suelo. Además, se llevan las toxinas y se deshacen de ellas muy lejos Las charcas como ésta sirven de bancos en los que se reúnen las enredaderas para abastecerse e intercambiar importantes sustancias químicas.

—Increíble —Athaclena examinaba las radículas—. Imitan el modelo de intercambio movido por el propio interés, típico de los seres sensitivos. Supongo que es lógico que las plantas hayan desarrollado esta técnica en algún lugar, en algún momento. Creo que los
kanten
debieron de haber empezado de esa manera antes de que los jardineros
linten
los elevaran y los convirtieran en viajeros del espacio.

»¿Está catalogado este fenómeno? —Alzó la vista para mirar a Robert—. Se supone que los
Z'Tang
estudiaron Garth para los Institutos antes de que el planeta os fuera cedido a vosotros, los humanos. Me sorprende que nunca hayas oído hablar de esto.

—Seguro, el informe
Z'Tang
—Robert se permitió un amago de sonrisa— a la Gran Biblioteca menciona las propiedades de transferencia química de las enredaderas. Una parte de la tragedia de Garth residió en que la red parecía estar al borde del colapso total antes de que le fuese concedido a la Tierra el derecho de arrendamiento. Y si eso llega a ocurrir realmente, la mitad de este continente se convertirá en un desierto.

»Pero los
Z'Tang
omitieron algo crucial. Al parecer, nunca se dieron cuenta de que las enredaderas se mueven por el bosque muy despacio, a la búsqueda de nuevos minerales para sus árboles anfitriones. El bosque, como comunidad activa de intercambio, se adapta. Cambia. Existe la esperanza fundada de que con un pequeño y adecuado toque de ayuda aquí y allá, la red pueda convertirse en la pieza clave para el restablecimiento de la ecósfera del planeta. Si ocurre así, tal vez podamos conseguir un beneficio sustancial vendiendo la técnica a grupos de otros lugares.

Él esperaba verla complacida pero cuando Athaclena dejó caer de nuevo las radículas en el agua oscura le habló con frialdad:

—Pareces muy orgulloso de haber pillado en falta a una raza antigua tan intelectual y escrupulosa como los
Z'Tang
, Robert. Como diría una de vuestras teledramas: «Se ha visto una vez más a los ETs y a su Biblioteca sumidos en el error» ¿No?

—Espera un momento. Yo…

—Dime una cosa, ¿pretendéis los humanos acaparar esta información regocijándoos de vuestra inteligencia cada vez que repartáis beneficios? ¿U os vais a pavonear proclamando a los cuatro vientos lo que toda raza sensitiva ya sabe, que la Gran Biblioteca no es ni ha sido nunca perfecta?

Robert frunció el ceño. El estereotipo de
tymbrimi
, tal como lo describían los terrestres, era adaptable, sabio y travieso. Pero en aquellos momentos Athaclena parecía más una joven fem irritable y discutidora de armas tomar. Era cierto que los terrestres habían ido demasiado lejos con sus críticas de la civilización galáctica. Al ser la primera raza «lobezna» conocida en los últimos cincuenta megaaños, muchas veces los humanos alardeaban demasiado de ser la única raza viviente que se había lanzado al espacio sin la ayuda de nadie. ¿Qué necesidad tenían de dar por seguro todo lo que se hallaba en la Gran Biblioteca de las Cinco Galaxias? Los medios de comunicación populares de la Tierra tendían a fomentar una actitud de desdén hacia los alienígenas que preferían consultar las informaciones antes que descubrirlas por sí mismos.

Había motivos para fomentar esta postura. La alternativa según los científicos psicólogos de Terragens, sería un aplastante complejo de inferioridad. El orgullo era algo vital para el único clan «en retroceso» del universo conocido. Era una posición que estaba a mitad de camino entre la Humanidad y el desespero.

Por desgracia, esta actitud había también alejado a algunas especies que de otro modo serían amigas de los humanos.

Pero al fin y al cabo ¿eran las gentes de Athaclena tan inocentes? También los
tymbrimi
tenían fama de encontrar pretextos para no seguir la tradición y de no estar satisfechos con lo que habían heredado del pasado.

—¿Cuándo aprenderéis los humanos que el universo es peligroso, que hay muchos clanes antiguos y poderosos que detestan a los advenedizos, especialmente a los recién llegados que con brusquedad provocan cambios sin comprender las posibles consecuencias?

Ahora Robert sabía a qué se estaba refiriendo Athaclena, cuál era la verdadera causa de su enojo. Se puso de pie sacudiéndose el polvo de las manos.

—Mira, ninguno de nosotros sabe qué está ocurriendo en realidad ahora mismo en la galaxia. Pero difícilmente puede ser culpa nuestra que una nave estelar tripulada por delfines…

—El
Streaker
.

—… que el
Streaker
haya descubierto algo extraño, algo que ha pasado inadvertido todos estos eones.

»¡Cualquiera hubiese podido tropezarse con ello! Demonios, Athaclena. Ni siquiera sabemos qué han descubierto esos pobres neodelfines. Lo último que se ha sabido es que los están persiguiendo desde el punto de transferencia de Morgran hacia sólo Ifni sabe dónde por veinte flotas diferentes, todas ellas luchando por el derecho de capturar la nave. Robert se dio cuenta de que su corazón latía con fuerza. Los puños apretados eran un indicio de la cantidad de tensión que estaba enraizada en ese tema. Después de todo, siempre resulta frustrante que el universo amenace con caérsete encima, pero lo es mucho más si los acontecimientos que lo han provocado tienen lugar a kilo parsecs de distancia, en medio de tenues estrellas rojas que ni siquiera se ven desde casa.

Los ojos de párpados oscuros de Athaclena se encontraron con los suyos y, por primera vez, pudo notar en ellos un toque de comprensión. Su mano izquierda de largos dedos se movió en sentido rotatorio.

—He oído todo lo que has dicho, Robert, y sé que muchas veces juzgo las cosas demasiado deprisa. Es un defecto que mi padre me insta constantemente a superar. Pero tienes que recordar que nosotros, los
tymbrimi
, hemos sido los protectores y aliados de la Tierra desde que vuestras grandes, viejas y lentas naves entraron en nuestra zona del espacio, hace ochenta y nueve
paktaars
. A veces resulta pesado, y debes perdonar si en alguna ocasión lo demostramos.

—¿Qué es lo que resulta pesado? —Robert estaba confundido.

—Bueno, el que desde el Contacto hayamos tenido que aprender y soportar ese conjunto de chasquidos y gruñidos lobeznos a los que tenéis el descaro de llamar lenguaje.

La expresión de Athaclena era apacible, pero Robert creyó que podía sentir en aquel momento un leve algo que emanaba de sus zarcillos ondulantes. Parecía querer significar lo que una muchacha humana expresaría con una sutil expresión facial. Evidentemente le estaba tomando el pelo.

—Ja, ja. Muy divertido. —Clavó la vista en el suelo.

—Pero, en serio, Robert, ¿no hemos estado, durante las siete generaciones pasadas desde el Contacto, aconsejándoos a los humanos y a vuestros pupilos que vayáis despacio? El
Streaker
no tendría que haber estado curioseando en sitios a los que no pertenecía, al menos mientras vuestro pequeño clan de razas sea tan joven y desvalido. No podéis seguir metiendo las narices en las reglas para ver cuáles son rígidas y cuáles son blandas.

—Más de una vez eso nos ha supuesto una recompensa.

—Sí, pero vuestros, ¿cómo es la palabra adecuada?, vuestros tejados pueden caer sobre vuestras casas.

»Robert, los fanáticos no desistirán ahora que sus pasiones están enaltecidas. Perseguirán la nave de los delfines hasta que la capturen. Y si no pueden conseguir su información de este modo, otros clanes poderosos como los
jofur
y los
soro
buscarán algún medio de alcanzar sus objetivos.

Las motas de polvo centelleaban dentro y fuera de los estrechos haces de luz solar. Unos charcos dispersos de agua de lluvia brillaban cuando los rayos de luz los alcanzaban. En silencio, Robert frotaba con los pies el blando humus sabiendo perfectamente bien a qué se refería Athaclena.

Si los
jofur
, los
soro
, los
gubru
y los
tandu
, esas poderosas razas galácticas que habían demostrado tantas veces su hostilidad a la Humanidad, fracasaban en su intento de capturar al
Streaker
, su siguiente paso sería obvio.

Tarde o temprano, algunos de los clanes dirigirían su atención a Garth, Atlast o Calafia, los destacamentos terrestres más alejados y desprotegidos, en busca de rehenes para apoderarse del misterioso secreto de los delfines. Era una táctica incluso permisible dentro de las flexibles estructuras establecidas por el Instituto Galáctico para las contiendas civilizadas.

¡Vaya civilización!
, pensó Robert con amargura. Lo que resultaba irónico es que los delfines ni siquiera se comportarían tal como los pedantes galácticos esperaban de ellos.

De acuerdo con la tradición, las razas pupilas debían fidelidad y lealtad a sus tutores, las razas de viajeros especiales que los habían elevado a una completa sensitividad. Los humanos lo habían hecho con los chimpancés
pan
y con los delfines
tursiop
, antes incluso del Contacto con otros alienígenas viajeros del espacio. Al hacerlo, la Humanidad había imitado sin saberlo los modelos que habían regido en las Cinco Galaxias al menos durante tres mil millones de años.

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