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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (82 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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Estaba seguro de que el ser ya se había dado cuenta de su presencia. Robert hizo un alto. Cerró los ojos y proyectó un sencillo glifo que se movió a izquierda y a derecha y luego se precipitó entre las matas. Oyó movimientos.

Cuando abrió los ojos vio dos estanques oscuros y brillantes que parpadeaban ante él.

—Muy bien —dijo con suavidad—. Sal, por favor, es mejor que hablemos.

Hubo otro momento de indecisión. Entonces apareció, arrastrando los pies, un chimp de largos brazos, más peludo de lo normal, con espesas cejas y una ancha mandíbula. Iba sucio y totalmente desnudo.

Tenía varias manchas que Robert atribuyó a sangre coagulada, y no precisamente proveniente de sus pequeños rasguños.
Bueno, después de todo, somos primos. Y los vegetarianos no sobreviven mucho tiempo en las estepas.

Al notar que el peludo chimp no quería mirarle a los ojos, Robert no insistió.

—Hola, Jo-jo —le dijo suavemente, con verdadera dulzura—. He recorrido un largo camino para traer un mensaje para tu jefe.

Capítulo
81
ATHACLENA

La jaula estaba construida con gruesos tablones de madera unidos con alambre. Colgaba de un árbol en un resguardado valle, en la vertiente de sotavento de un humeante volcán. Los cables que la sujetaban en su sitio temblaban bajo ocasionales ráfagas de viento y hacían que la jaula se moviera.

Su ocupante, desnudo, sin afeitar y con auténtico aspecto de lobezno, miraba a Athaclena con una expresión que hubiera quemado incluso sin la aversión que irradiaba. Athaclena sintió que el pequeño claro del valle estaba saturado del odio del hombre. Había planeado que su visita fuera lo más corta posible.

—Pensé que le gustaría saber que el Triunvirato
gubru
ha decretado una tregua de protocolo bajo las Normas de Guerra —le dijo al mayor Prathachulthorn—. El monte ceremonial es ahora sacrosanto y ninguna fuerza armada de Garth puede actuar, excepto en autodefensa, mientras dure dicha tregua.

—Si hubiéramos atacado cuando yo lo planeé, no se hubiera producido esta tregua. —Prathachulthorn escupió entre los barrotes.

—Me parece dudoso. Ni siquiera los planes mejor trazados se ejecutan siempre a la perfección. Y si nos hubiéramos visto obligados a suspender la misión en el último momento, habríamos revelado todos nuestros secretos a cambio de nada.

—Ésa es tu opinión —bufó Prathachulthorn.

—Pero ése no es el único motivo ni el más importante —Athaclena sacudió la cabeza. Estaba cansada de explicar inútilmente los matices del puntillo galáctico al oficial de los terrestres, pero encontró fuerzas para hacerlo una vez más—. Ya se lo he dicho antes, mayor. Es sabido que las guerras traen consigo ciclos de lo que ustedes, los humanos, llaman «devolver la pelota», cuando uno de los bandos castiga al otro por su último insulto y el otro bando a su vez toma represalias. Si eso no se limita, puede convertirse en una escalada que dure siempre. Desde las épocas de los Progenitores se han establecido unas normas para evitar que esos intercambios crezcan fuera de toda proporción.

—¡Demonios, admites que nuestra incursión habría sido legal si la hubiéramos hecho a tiempo! —renegó Prathachulthorn.

—Legal quizá sí —asintió ella—. Pero también habría servido a los propósitos del enemigo, porque hubiera sido la última acción antes de la tregua.

—¿Y qué diferencia hay?

—Los
gubru
—intentó explicar ella con paciencia— han declarado la tregua mientras todavía ostentan una posición de dominio. Eso está considerado como algo honorable. Se puede decir que «ganan puntos» al hacerlo. Pero su ganancia se multiplica si lo hacen inmediatamente después de ser golpeados. Si se controlan y no toman represalias, los
gubru
muestran una actitud de indulgencia y eso les hace ganar la confianza de…

—¡Ja! —rió Prathachulthorn—. ¿Y de qué les serviría con todo el monte ceremonial en ruinas?

Athaclena inclinó la cabeza. No tenía tiempo de discutir. Si se quedaba allí demasiado rato, la teniente McCue podría sospechar que su comandante estaba escondido en ese lugar. Los infantes de marina habían peinado ya varios posibles lugares escondite.

—Eso daría como resultado que la Tierra tuviera que financiar un nuevo enclave ceremonial.

—Pero… pero ¡si estamos en guerra! —Prathachulthorn la miraba con fijeza.

—Exactamente —asintió ella interpretando mal sus palabras—. No se puede permitir una guerra sin reglamento, sin que los poderosos clanes neutrales vigilen esa regulación. La alternativa sería la barbarie —la mirada amarga del hombre fue su única respuesta—. Además, la destrucción del enclave hubiera significado que los humanos no quieren que sus pupilos sean examinados y juzgados para posteriores promociones. Pero ahora son los
gubru
los que deben rendir honor a esta regla. El clan de los humanos ha ganado una superioridad parcial por ser la parte agraviada, no vengada. Esta brizna de idoneidad puede convertirse en algo crucial en los días por venir.

Prathachulthorn frunció el ceño. Durante unos instantes pareció concentrarse, como si un hilo de la lógica de la muchacha quedase fuera de su alcance. Athaclena vio que su atención brillaba tenuemente mientras lo intentaba, para desaparecer luego. El mayor hizo una mueca y escupió otra vez.

—Vaya montón de disparates. Muéstrame pájaros muertos. Ésa es la única moneda que soy capaz de contar. Amontónalos hasta que lleguen a la altura de esta jaula, señorita hija del embajador, y tal vez, sólo tal vez, te deje seguir con vida cuando por fin salga de aquí.

Athaclena se estremeció. Sabía lo inútil que resultaba mantener prisionero a un hombre como aquél.

Tendría que haberlo drogado. O tendría que haberlo matado. Pero ella no podía decidirse a hacer ninguna de ambas cosas, y menos aún a perjudicar más el destino de los chimps comprometiéndolos en tales delitos.

—Que tenga un buen día, mayor —se volvió dispuesta a marcharse.

Él no gritó al ver que se alejaba. En cierto modo, la parsimoniosa manera con que había formulado sus amenazas las hacían mucho más creíbles y peligrosas.

Ella tomó un camino escondido que salía del valle secreto por la ladera de la montaña y pasó junto a manantiales calientes que silbaban y humeaban de un modo intermitente. En la cima, Athaclena tuvo que replegar su corona para que no la golpearan los vientos otoñales. El cielo mostraba algunas nubes, pero el aire estaba lleno de bruma debido al polvo que llegaba de los distantes desiertos.

Colgada de la rama de un árbol encontró una de las vainas de esporas en forma de paracaídas, llevada seguramente por el viento desde algún campo de hiedra en placas. La dispersión otoñal ya estaba en marcha. Por fortuna había empezado hacía dos días, antes de que los
gubru
anunciasen la tregua. Ese hecho podía llegar a ser muy importante.

Era un día extraño, mucho más que cualquier otro desde la noche de los terribles sueños, poco antes de que ascendiera a la montaña para enfrentarse con el cruel legado de sus padres.

Tal vez los gubru están probando de nuevo su derivación hiperespacial.

Había sabido que el ataque de sueños de aquella fatídica noche había coincidido con las primeras pruebas de la nueva instalación de los invasores. Sus experimentos habían provocado la expansión de oleadas de probabilidad incontrolada en todas direcciones, y los psíquicamente sensibles habían experimentado extrañas combinaciones de terror mortal e hilaridad.

Ese tipo de error no parecía propio de los siempre meticulosos
gubru
, y podía ser, en cambio, la confirmación del informe de Fiben Bolger acerca de los serios problemas de liderazgo en el enemigo.

¿Había sido ésa la causa de que
tutsunucann
cayera aquella noche de una forma tan repentina y violenta?

¿Había sido toda esa energía suelta la responsable del terrorífico poder de su relación
s'ustru'thoon
con Uthacalthing?

¿Podía aquello y las siguientes pruebas de esos grandes motores explicar por qué los gorilas habían empezado a comportarse de un modo tan extraño?

De lo único que Athaclena estaba segura era de que se sentía nerviosa y asustada.
Pronto
, pensó.
Pronto llegará el clímax.

Había recorrido ya la mitad del camino de descenso hacia su tienda cuando un par de chimps sin aliento surgieron de la jungla y se dirigieron a toda prisa montaña arriba hacia ella.

—Señorita…, señorita —jadeaba uno de ellos. El otro permanecía a su lado resollando audiblemente.

La lectura inicial de su pánico le provocó una afluencia hormonal, que sólo decreció ligeramente cuando sondeó el miedo de los chimps y captó que no era debido a un ataque enemigo. Era otra cosa lo que los aterrorizaba y parecía haberles hecho perder el juicio.

—Señorita Ath-Athaclena —dijo el primer chimp con voz entrecortada—. Tiene que venir en seguida.

—¿Por qué, Petri? ¿Qué ocurre?

—Los 'rilas —tragó saliva—. ¡No podemos controlarlos!

Con que era eso
, pensó. Hacía más de una semana que la grave y átona música de los gorilas estaba causando ataques de nervios a sus vigilantes chimps.

—¿Qué hacen?

—¡Se marchan! —gimió el segundo mensajero.

—¿Qué has dicho? —Athaclena estaba asombrada.

—Se van —los ojos castaños de Petri estaban llenos de estupefacción—. ¡Se han levantado y se han ido! ¡Van hacia el Sind y no parece haber nada capaz de detenerlos!

Capítulo
82
UTHACALTHING

Su avance hacia las montañas se había hecho considerablemente más lento en los últimos días. Kault dedicaba casi todo su tiempo a trabajar con sus improvisados instrumentos… y a discutir con su compañero
tymbrimi
.

Con qué rapidez cambian las cosas
, pensó Uthacalthing. Se había esforzado mucho para inducir en Kault aquella fiebre de sospechas y excitación. Y ahora descubría que añoraba su anterior y apacible camaradería, los largos y perezosos días de charlas, recuerdos y exilio común, por más frustrante que entonces pareciese.

Eso había sido, por supuesto, cuando Uthacalthing estaba entero, cuando era capaz de observar el mundo con ojos de
tymbrimi
y a través del suavizante velo del capricho.

¿Y ahora? Uthacalthing sabía que otros individuos de su raza lo habían considerado serio y duro. Ahora, en cambio, lo considerarían incapacitado. Quizá sería mejor morir.

Me ha sido arrebatado mucho
, pensó mientras Kault murmuraba entre dientes en un rincón de su refugio.

Fuera soplaban fuertes ráfagas de viento entre la vegetación de la estepa. La luna iluminaba unas largas crestas de colinas que parecían perezosas olas del océano, bloqueadas por una violenta tormenta.

¿Tenía ella que despojarme de tanto?
, se preguntó sin ser realmente capaz de sentirlo o preocuparse demasiado.

Athaclena, desde luego, apenas sabía lo que hacía cuando aquella noche decidió que necesitaba invocar la promesa que sus padres habían hecho.
S'ustru'thoon
no era una cosa para la que alguien pudiera entrenarse. Un recurso tan drástico y que se usaba tan raramente no podía ser bien descrito por la ciencia. Y, por su propia naturaleza,
s'ustru'thoon
era algo que uno sólo podía hacer una vez en la vida.

Además, ahora que lo consideraba retrospectivamente, recordó algo que en su momento no había notado.

Fue una noche de gran tensión. En las horas anteriores había sentido unas perturbadoras oleadas de energía, como si unos semiglifos fantasmagóricos de gran poder vibraran contra las montañas. Quizás eso explicara por qué la llamada de su hija había tenido tanta fuerza. Había utilizado alguna fuente de energía externa.

Y recordó algo más. En la tormenta
s'ustru'thoon
que Athaclena había desencadenado, no todo lo que le había sido arrebatado había ido a parar a ella.

Era extraño que no lo hubiese pensado antes; pero ahora, Uthacalthing recordaba que algunas de aquellas esencias habían volado más allá de ella. Aunque no podía ni imaginar dónde habían ido. Tal vez al origen de esas energías que había notado antes. Tal vez…

Uthacalthing estaba demasiado cansado para encontrar teorías racionales.
¿Quién sabe? Tal vez esas energías fueron a parar a los «garthianos».

¡Qué chiste tan malo! No merecía siquiera una leve sonrisa. Y sin embargo, la ironía resultaba alentadora. Demostraba que no lo había perdido todo.

—Ahora ya estoy seguro de ello, Uthacalthing —la voz de Kault era grave y confiada mientras se volvía para dirigirse a él. Dejó a un lado el instrumento que había construido con viejos objetos recuperados de la colisión.

—¿Seguro de qué, colega?

—Seguro de que nuestras sospechas individuales se concentran en un hecho probable. Mire esto. Los datos que usted me mostró, sus investigaciones privadas con respecto a esas criaturas «
garthianas
», me han permitido sincronizar mi receptor, y ahora estoy seguro de haber encontrado la resonancia que andaba buscando.

—¿La ha encontrado? —Uthacalthing no sabía qué pensar de ello. Nunca había creído que Kault pudiera encontrar una auténtica confirmación de esas míticas bestias.

—Sé lo que le preocupa, amigo mío —dijo Kault alzando una de sus macizas y correosas manos—. El miedo de que mis experimentos hagan caer sobre nosotros la atención de los
gubru
. Pero tranquilícese. Estoy usando una banda muy estrecha y reflectando mi rayo en la luna más cercana. Es muy poco probable que lleguen a localizar la fuente de mi pequeña e insignificante sonda.

—Pero… —Uthacalthing sacudió la cabeza—. ¿Qué es lo que busca?

—Un cierto tipo de resonancia cerebral —las ranuras respiratorias de Kault se inflaron—. Es algo bastante técnico. Tiene relación con unas frases que leí en sus cintas sobre las criaturas
garthianas
. Esos pequeños datos que usted tenía parecían indicar que esos seres presapientes podían tener cerebros no muy distintos de los de los terrestres o los
tymbrimi
.

Uthacalthing estaba asombrado de ver cómo Kault había utilizado sus datos falsos con tanta celeridad y entusiasmo. Su antiguo yo hubiera estado encantado.

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