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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (86 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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—No puedo soportarlo —gimió Benjamín.

Elayne Soo murmuró con impotencia mientras seguía la retransmisión:

—Es denigrante.

La chima tenía razón, ya que el receptor holo mostraba lo que quedaba del enrejado muro que los invasores habían construido en torno a Puerto Helenia, ahora literalmente derribado y reducido a chatarra. Los asombrados chimps de la ciudad se arremolinaban junto a lo que parecía ser obra del paso de un ciclón. Miraban pasmados a su alrededor, escarbando entre los fragmentos de la verja. Unos pocos, en los que el regocijo primaba sobre la sensatez, lanzaban al aire los fragmentos con alegría. Algunos se golpearon el pecho en honor de la oleada imparable que había alcanzado su clímax hacía unos minutos, y luego se volvieron en dirección al interior de la ciudad. En la mayoría de las emisoras la voz provenía de un ordenador, pero en el canal dos un locutor chimp era aún capaz de hablar a pesar de su excitación.


Al… al principio todos creímos que se trataba de una pesadilla hecha realidad. Como un arquetipo sacado de una vieja película del siglo veinte. ¡Nada podía detenerlos! Se precipitaron contra la verja gubru como si ésta fuera de papel de seda. Yo no sé nada, pero creo que en cualquier momento los más grandes agarrarán a nuestras chimas más bonitas y las llevarán a rastras hasta lo alto de la torre de Terragens…

Athaclena se apretó la mano contra la boca para que no se le escapara la risa. Luchaba con su autocontrol, y no era ella la única, porque uno de los chimps, Sylvie, la amiga de Fiben, soltó una aguda carcajada. Los demás la miraron con el ceño fruncido en señal de desaprobación. ¡Aquello era muy serio! Pero Athaclena miró a la chima y vio un brillo especial en sus ojos.


Pero parece que, después de todo, estas criaturas no son completamente salvajes. Después… después de demoler la verja, no parecen haber causado más daños en su inesperada invasión de Puerto Helenia. La mayoría se limita ahora a abrir puertas, comer fruta y hacer lo que les viene en gana. Además, un ejemplar de ciento sesenta kilos de gor… bueno no importa.

Esta vez otro chimp se unió a Sylvie. La visión de Athaclena se hizo borrosa y sacudió la cabeza. El locutor continuaba.


Las sondas psi de los gubru no parecen afectarles en absoluto porque, al parecer, no están programadas para su estructura cerebral…

En realidad, Athaclena y los guerrilleros de las montañas ya sabían desde dos días antes adonde habían ido los gorilas. Después de sus frenéticos primeros esfuerzos para desviar a los poderosos presensitivos, renunciaron al darse cuenta de que era inútil. Los gorilas se apartaban cortésmente o pasaban por encima de cualquiera que se pusiera en su camino. No pudieron detenerlos.

Ni tampoco a Abril Wu. Al parecer, la niña rubia había decidido ir en busca de sus padres y, sin correr riesgo de hacerle daño, no hubo nadie capaz de bajarla de los hombros de uno de los gigantes machos de torso plateado.

Y además, Abril les dijo a los chimps muy realistamente que alguien tenía que ir con los gorilas y vigilarlos para que no se metieran en líos.

Athaclena recordó las palabras de la pequeña Abril mientras contemplaba lo que habían organizado los presensitivos con el muro
gubru. Sería horrible ver los líos en que podrían meterse si nadie los vigilara.

Por otro lado, ahora que el secreto ya era de dominio público, no había ninguna razón para que la niña humana no se reuniese con su familia. Nada de lo que ella dijera podía causar ya daño a nadie.

En lo referente al último proyecto secreto del centro Howletts, Athaclena podía ya tirar todas las pruebas que había recogido con tanto cuidado aquella primera y fatídica noche tantos meses atrás. Pronto, las Cinco Galaxias conocerían la existencia de esas criaturas. Y en cierto modo, aquello era una tragedia. Sin embargo…

Athaclena recordó aquel día de principios de primavera cuando se quedó tan asombrada y furiosa al descubrir los experimentos de Elevación ilegales que se desarrollaban a escondidas en la jungla. Ahora apenas podía creer que hubiera reaccionado de aquel modo.
¿Era yo realmente tan meticulosa y legalista?

En aquellos momentos, el
syulff-kuonn
era el glifo más simple y al mismo tiempo serio que podía formar, casual y cansadamente, para celebrar la alegría de una broma maravillosa. Ni los chimps pudieron evitar verse afectados por su licenciosa aura. Dos más rieron cuando uno de los canales mostró un vehículo alienígena tripulado por unos
kwackoo
que gritaban airados porque los gorilas los estaban desplumando, al parecer apasionadamente interesados en saber cómo era su sabor. Entonces otro chimp rió y las carcajadas se hicieron generales.


, pensó ella.
Es una broma maravillosa.
Para un
tymbrimi
, las mejores bromas eran las que sorprendían tanto a los demás como al mismo bromista. Y aquélla constituía un ejemplo perfecto. En verdad, una experiencia religiosa, ya que su pueblo creía en un Universo que era algo más que un mecanismo de relojería, más incluso que el caprichoso flujo de azar y casualidad de Ifni.

Cuando ocurría algo así, decían los sabios
tymbrimi
, uno podía saber qué era Dios. Él mismo se encargaba de todo.
¿Era antes, pues, una agnóstica? ¡Qué estupidez por mi parte! Gracias, Dios mío, y gracias a ti, padre, por este milagro.

La escena cambió y aparecieron los muelles, donde una multitud de chimps bailaban y acariciaban el pelo de sus gigantes y pacientes primos. A pesar de las consecuencias probablemente trágicas de todo aquello, Athaclena y sus guerrilleros no pudieron evitar una sonrisa ante lo bien que se aceptaban las dos especies de pelo marrón. Al menos de momento, su orgullo era compartido por todos los chimps de Puerto Helenia.

Incluso la teniente McCue y su circunspecto asistente no pudieron reprimir una sonrisa al ver a un bebé gorila bailando ante las cámaras, con un collar hecho de fragmentos de globos psi de los
gubru
. Por unos instantes se vio a la pequeña Abril, montada con aire triunfante en los hombros de un gorila. La aparición de una niña humana pareció infundir ánimos a la multitud.

En aquellos momentos, todo el claro estaba saturado de sus glifos. Athaclena se volvió y alejó, dejando que los otros gozaran con aquella alegre ironía. Ascendió por un sendero del bosque hasta que llegó a un lugar que ofrecía una magnífica vista de las montañas, al oeste. Allí se detuvo y desplegó sus zarcillos para captar.

Así la encontró un mensajero chimp. Llegó a toda prisa y la saludó antes de tenderle un papel. Athaclena le dio las gracias y lo leyó, aunque creía saber de antemano lo que decía.


With'tanna Uthacalthing
—susurró. Su padre volvía a estar en contacto con el mundo. A pesar de todos los acontecimientos de los últimos meses, la parte materialista y práctica que había en ella se sintió aliviada por aquella confirmación recibida por radio.

Había confiado en que Robert lograría su objetivo, por supuesto. Ése fue el motivo de que no hubiera ido con Fiben o con los gorilas a Puerto Helenia. ¿Qué iba a conseguir allí, con su escasa experiencia, que su padre no pudiera hacer mil veces mejor? Si había alguien capaz de convertir sus escasas esperanzas en milagros reales, ése era Uthacalthing.

No, su tarea consistía en quedarse allí. Porque incluso cuando ocurre un milagro, el Infinito espera que los mortales tomen sus propias precauciones.

Se protegió los ojos de la luz. Aunque no tenía esperanzas de ver personalmente la pequeña nave recortándose contra las brillantes nubes, siguió buscando un pequeño punto en el que iban todo su amor y sus plegarias.

Capítulo
86
GALÁCTICOS

Unos alegres pabellones tachonaban la ladera del ajardinado cerro, y de vez en cuando se hinchaban y ondeaban bajo las ráfagas de brisa. Unos veloces robots se apresuraban a recoger las brozas arrastradas por el viento. Otros iban de un lado a otro sirviendo un refrigerio a los dignatarios reunidos.

Galácticos de distintas formas y colores se congregaban en pequeños grupos que se unían y se separaban en una elegante exhibición de diplomacia. Las reverencias, los halagos y el ondear de los tentáculos significaban complejos matices de rango y protocolo. Un observador bien informado hubiera podido contar muchas cosas sobre tales sutilezas, y aquel día había allí reunidos una buena cantidad de observadores informados.

Abundaban también los intercambios informales. Aquí, un rechoncho
pila
parecido a un oso conversaba en entrecortados tonos ultrasónicos con un larguirucho jardinero
Unten
. Un poco más arriba, tres anulares sacerdotes
jofur
se quejaban en armonioso lamento a un oficial del Instituto de la Guerra sobre una supuesta violación en las rutas estelares.

Se decía que en estas ceremonias de Elevación se conseguían resultados diplomáticos más prácticos que durante las conferencias formales de negociación. Aquel día podría establecerse más de una nueva alianza y más de una también podría romperse.

La mayoría de visitantes galácticos apenas dedicaban una atención superficial a los que iban a ser honrados durante aquella jornada: una comitiva de pequeñas formas marrones que habían necesitado toda la mañana para recorrer la mitad del ascenso al montículo, pues habían tenido que rodearlo cuatro veces durante el recorrido.

En aquellos momentos, casi una tercera parte de los candidatos neochimpancés había suspendido una u otra prueba. Los eliminados regresaban un poco deprimidos montaña abajo, solos o por parejas.

Los aproximadamente cuarenta que quedaban continuaban su ascensión reiterando simbólicamente el proceso de Elevación que había llevado a su raza a aquella fase de su historia, aunque eran ignorados por la mayor parte de brillantes personajes reunidos en la ladera del montículo.

Pero no todos los observadores, por supuesto, permanecían desatentos. Cerca del pináculo, los comisarios del Instituto Galáctico de Elevación prestaban atención a los resultados que transmitía cada una de las estaciones donde tenían lugar los exámenes. Y cerca, debajo de su propio pabellón, un grupo de humanos, tutores de los neochimpancés, observaban todo con tristeza.

Mantenían una expresión entre perdida e impotente. La delegación, formada por varios alcaldes, profesores y un miembro del Cuadro de Elevación local, había sido traído aquella misma mañana desde la isla Cilmar. Habían formulado una protesta por los cauces legales sobre el modo irregular en que había sido convocada la ceremonia.

Pero, al ser presionados, ninguno de ellos reivindicó el derecho a que se cancelara el acto de inmediato. Las posibles consecuencias eran potencialmente demasiado drásticas.

Por otro lado, ¿y si el acto era auténtico? La Tierra había estado presionando durante doscientos años para que se le permitiera celebrar una ceremonia como aquélla para los neochimpancés.

Los observadores humanos parecían verdaderamente incómodos porque no sabían qué hacer y pocos de los importantes dignatarios galácticos presentes se dignaban siquiera reconocerlos en medio de aquel frenesí de diplomacia informal.

Frente al pabellón del Tribunal Examinador se encontraba la elegante tienda de los padrinos. Muchos
gubru
y
kwackoo
permanecían fuera. De vez en cuando saltaban de puro nerviosismo, controlando críticamente todo con sus ojos sin párpados.

Hasta hacía pocos minutos, el Triunvirato
gubru
también había estado presente. Dos de ellos hacían alarde de los colores de su Muda que empezaban ya a despuntar mientras que el tercero seguía posado obstinadamente en su percha.

Entonces uno de ellos recibió un mensaje y los tres desaparecieron en el interior de la tienda para una conferencia urgente. De eso ya hacía un buen rato, pero aún no habían salido.

El Suzerano de Costes y Prevención aleteó y, al tiempo que dejaba caer el mensaje al suelo, espetó:

—¡Protesto! ¡Condeno esta interferencia y esta intolerable traición!

El Suzerano de la Idoneidad miró hacia abajo desde su percha, completamente desorientado. El Suzerano de Costes y Prevención había resultado ser un oponente manipulador, pero nunca había sido deliberadamente obtuso.

Era obvio que había ocurrido algo para que estuviese tan trastornado.

Los ayudantes
kwackoo
se agacharon a toda prisa para recoger el arrugado mensaje que había tirado, hicieron duplicados y entregaron sendas copias a los otros
gubru
. Cuando el Suzerano de la Idoneidad vio los datos, apenas pudo dar crédito a sus ojos.

Había un neochimpancé solitario que ascendía las primeras cuestas del imponente Montículo Ceremonial, cruzando a toda prisa las pantallas automáticas de examen de los primeros niveles y reduciendo gradualmente la amplia distancia que lo separaba del grupo oficial de chimps que pasaban las pruebas.

El neochimp avanzaba erguido y con decisión, con un propósito muy claro que podía leerse en su misma postura. Los otros miembros de su especie que ya habían suspendido y descendían por el largo camino en espiral, primero se asombraban al verlo, pero luego alargaban el brazo para tocar la túnica del recién llegado y le dedicaban palabras de aliento.

—¡Esto no fue, no pudo ser ensayado! —exclamó el Suzerano de Rayo y Garra—. ¡Es un intruso —gritó— y voy a hacer que abran fuego sobre él!

—¡No debes, no tienes que hacerlo, no lo harás! —le replicó con un chillido furioso el Suzerano de la Idoneidad—. ¡Todavía no se ha dado la unificación! ¡No ha habido una Muda completa y aún no tienes la sabiduría de una reina! ¡Las ceremonias están dirigidas, gobernadas, regidas por tradiciones de honor! ¡Todos los miembros de una especie pupila pueden tener acceso a ellas y ser probados, examinados, evaluados!

El tercer líder
gubru
abría y cerraba el pico irritado. Finalmente, el Suzerano de Costes y Prevención ahuecó sus alborotadas plumas y admitió:

—Se nos pedirá una indemnización. Los oficiales del Instituto tal vez se vayan, se marchen, nos impongan sanciones… El coste… —desvió la mirada ahuecando más las plumas—. Dejémoslo seguir su curso por ahora. Solo, sin compañía, aislado, no podrá causar ningún daño.

Pero el Suzerano de la Idoneidad no estaba tan seguro. Hubo un tiempo en que había sentido gran aprecio por aquel determinado pupilo. Cuando pareció que lo habían raptado, el Suzerano de la Idoneidad sufrió un serio revés. Ahora, sin embargo, se había dado cuenta de la verdad. El neochimp macho no había sido raptado ni eliminado por sus rivales, los otros Suzeranos. ¡El chimp había escapado realmente!

BOOK: La rebelión de los pupilos
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