—Por parte de los náufragos, ¿verdad?
—Sí, señor Yáñez.
—¿Y quién manda mi yate?
—Padar.
—¿Nadie lo amenaza?
—No lo sé, señor, porque el otro día arribaron a la bahía tres cañoneras, dos inglesas y una holandesa, y echaron el ancla de tal modo que cierran el paso.
—¡Se han vuelto todos locos en Varauni, durante mi ausencia! —exclamó Yáñez.
—Así lo creo, señor, porque nuestra tripulación no puede ir a los muelles sin ser molestada por bandas de malayos llegados no sé de dónde.
—¿Han atacado a mis hombres?
—Aún no, pero creo que no tardarán en hacerlo. El sultán os abandona a vuestra suerte y seguro que no intervendrá en vuestros asuntos, señor Yáñez.
—¿Qué me aconsejas que haga?
—Permanecer aquí, capitán —dijo un marinero del yate, que llegaba en aquel momento completamente sudado y embarrado hasta los cabellos.
—¡También tú aquí! —exclamó Yáñez—. ¿Traes tú también alguna noticia grave?
—Sí. Desde ayer por la mañana vuestro yate ha sido secuestrado por orden de los comandantes de las cañoneras —respondió el marino.
—¿Así que se derrumba todo a nuestro alrededor? Después de haber trabajado tanto, ¿veremos desvanecerse este bello sueño? ¿Qué hacemos?
—También yo os aconsejo que permanezcáis en estos lugares hasta la llegada de las tropas de Sandokán —dijo Mati.
—En Varauni estaríais menos seguro —añadió el otro.
—¿Y qué ha hecho Padar? ¿No ha protestado por la requisa de mi yate?
—Decid mejor del yate y del pequeño velero, pues también ha sido puesto en cuarentena. Ha hecho cubrir los puentes con la bandera inglesa, después de advertir que cualquier persona que subiera a bordo sería arrojada al mar.
—¡No podía hacer otra cosa! —murmuró Yáñez—. O luchar en condiciones desastrosas o ceder por el momento. Vamos a ver al sultán.
—Guardaos de él, señor Yáñez —dijo Mati—. Porque el chino me ha advertido que intentará arrancaros la piel.
Aunque la isla de Borneo sea más bien escasa en elefantes y, en cambio, abunden extraordinariamente los carnívoros, la batida organizada por el séquito del sultán había obtenido muy buenos resultados.
Una gran manada de elefantes, que bajaba de los montes de Cristal, había sido sorprendida a tiempo, un poco antes de la caza de las panteras, y los pobres paquidermos, asustados por los disparos y por las balas de cáñamo empapadas en resina ardiendo, se habían dirigido poco a poco hacia la trampa preparada en el corazón de la selva.
Durante la batida, los paquidermos, que se habían enfurecido al oír los tiros y los
gongs
que eran golpeados violentamente, corrieron alocados a través del bosque, antes de dejarse encauzar entre los palos que debían conducirlos a la enorme jaula.
Algunos consiguieron escapar, pero una treintena de ellos, todos muy bellos y vigorosos, después de haberse extenuado inútilmente entre los árboles, abatiendo muchísimos de ellos, no habían tenido más remedio que dejarse aprisionar en la gran trampa. Y de ésta no saldrían hasta ser bien amansados por los
cornacs
y por media docena de elefantes hembras que se prestaban bastante dócilmente a calmar a los más reacios, golpeándoles a trompazo limpio e incluso tirándoles al suelo.
El sultán, advertido del feliz éxito de la gigantesca cacería, había renunciado a las panteras, sin ocuparse más de su huésped, y había regresado prontamente al campamento. Bajo una amplia y cómoda tienda consiguió Yáñez encontrarle, finalmente, entre un pandemónium de batidores, cortesanos, soldados y bayaderas, las cuales se desgañitaban al menos tanto como los hombres.
Viéndole aparecer ante él con la nueva escolta, el sultán se levantó, yendo a su encuentro.
—¡Ah, milord! —exclamó—. ¿De dónde venís? Espero que traigáis la piel de las dos panteras negras que dejasteis huir.
—He matado algo mejor, alteza —respondió Yáñez secamente—. Si deseáis la piel de dos orangutanes, enviad a vuestros
slkkarls
al bosque vecino, aquél en el que estábamos cazando.
—¡Vaya! Y yo que creía que vos, milord, al ver irrumpir a los elefantes en el bosque, habríais corrido a refugiaros en algún lugar seguro. Seguís siendo un maravilloso tirador.
—Hablaremos más tarde de la cacería, alteza, si queréis. He venido aquí para exigiros algunas explicaciones.
—¿Ya no sois mi buen milord? —dijo el sultán, con un leve acento irónico.
—Al contrario, lo seré siempre, ya que he recibido el encargo de mi país de protegeros con todas mis fuerzas de los enemigos internos y externos.
Selim-Bargani-Arpalang, afectado por la gravedad de aquellas palabras, había hecho un gesto de asombro.
—Sí, alteza —respondió el portugués—, mientras yo intento defenderos, vos escondéis en vuestro campamento a unos sicarios que han estado a punto de matarnos a la señora holandesa y a mí.
—¿Es que los piratas han llegado hasta aquí? Yo sólo veo en torno mío gente perteneciente a mi corte, y bien conocida.
—Sin embargo, alteza, es casi un milagro que haya podido escapar a los tiros de esos hombres, que estaban emboscados en la orilla del bosque batido por las panteras.
—¿Y no sabréis decirme quiénes son esos bribones que se atreven a disparar contra un embajador inglés para crearme más quebraderos de cabeza?
—Si no me equivoco, son esos individuos que siguen proclamando a los cuatro vientos que fueron hundidos por mí.
—Empiezan a volverse molestos esos señores y os doy carta blanca para fusilarlos como perros en cualquier lugar en que los encontréis. Estoy dispuesto a protegeros.
—¿Sabéis lo que ha sucedido en la bahía?
—Mis correos, cuando cazan dejan aparte incluso los acontecimientos más importantes para correr detrás de una simple babirusa. ¿Qué noticias, pues, habéis recibido, milord?
—Que mi yate ha sido secuestrado.
—¿Por quién? —preguntó Selim-Bargani, alzando la voz y echando una amenazadora mirada sobre sus ministros.
—Por el hombre que desde hace tiempo va gritando por todas partes que yo he hundido su buque.
—¿Y se ha atrevido a tanto? ¿Quién le ha ayudado en la empresa?
—Unas cañoneras que, al parecer, han venido de Labuán.
—Así, pues, ¿se hace caso omiso de que solamente yo mando en las aguas de mi bahía y que nadie puede emprender acción alguna sin mi permiso?
—Parece ser así, alteza —respondió Yáñez—, porque si mañana tuviera el deseo de retornar a la India o…
—Pero, milord, en este país, cuando un hombre proporciona demasiadas molestias, se le envía a un mundo mejor con una bala dentro del cuerpo. Ese hombre me ha fastidiado demasiado y acabará por comprometerme con los ingleses de Labuán y hasta es posible que con los holandeses de Pontianak.
—¿Qué creéis que debería hacer?
—Esperarlo en medio del bosque, tomarle por un orangután y fusilarle sin piedad —respondió el sultán—. Esta noche os brindo la ocasión de desembarazaros para siempre de esa sanguijuela.
—Explicaos mejor, alteza —dijo Yáñez, apretando los puños y echando miradas terribles a los cortesanos, que sonreían irónicamente.
—Digo que debéis matarle: y yo no querría estar en lugar de ese hombre cuando vos disparéis vuestra carabina o vuestras pistolas. Ya me parece ver sus carnes abiertas por el plomo.
—Lo que me aconsejáis es un asesinato, alteza —dijo Yáñez.
—Un hombre que cae en nuestras inmensas selvas se queda allí para siempre, pues nadie se ha preocupado, en mis estados, de ir a buscar a los cazadores desgraciados. Yo os declaro inocente desde ahora. No os faltará la ocasión, milord, para que no falléis el tiro. Mis batidores, entre tanto, han descubierto el lecho de un elefante solitario que seguía a la gran manada, e iremos a sorprenderlo.
Cuando me entra la furia de la caza, no me detengo. Tranquilizaos, milord, y cenad conmigo una trompa asada. Y dos patas. Nunca habréis comido nada tan apetitoso.
El sultán había hecho una señal a su cocinero y al momento fueron extendidas ante la tienda unas bellísimas y abigarradas esteras, cubiertas por gigantescas hojas de banano.
Justamente delante de la tienda ardía, a la vista de todos, una hoguera, esparciendo por todo alrededor un delicioso aroma.
—¿Qué hay en ese fuego? —preguntó la bella holandesa a Yáñez, quien, a pesar de sus muchas preocupaciones, aún se sentía dispuesto a atacar el enorme asado.
—Hay una cabeza entera de elefante, señora —respondió el portugués—. Un auténtico bocado de sultán, os lo aseguro.
—¿No habéis observado en Selim-Bargani-Arpalang algo distinto a la última vez en que le vimos?
—Desde luego, señora. Pero ya es demasiado tarde para hacer marcha atrás y sería peligroso para todos nosotros regresar a Varauni. Aunque es muy probable que traten de matarme, los grandes bosques son más seguros, por ahora, que la costa.
—¿No os hace sospechar algo, esta cacería?
—Sí y no —respondió Yáñez—. Además, no iremos solos. Y si intentan suprimirnos, daremos una batalla desesperada.
—Esperáis que los hombres del Tigre de Malasia hayan descendido de los montes de Cristal —dijo Kammamuri, que asistía a la conversación—. Sin el rajah del lago no podremos conducir a buen fin nuestra gran empresa.
—Ya he enviado dos correos hacia los bosques de la montaña para que hagan apresurar la marcha al Tigre de Malasia y a Tremal-Naik. Los malayos y los dayaks son buenos andarines y las hordas del rey del lago podrían llegar aquí en muy poco tiempo.
En aquel momento les envolvió una nube de chispas, obligándoles a refugiarse bajo la tienda, en la que el sultán y sus ministros les esperaban, armados de sendos cuchillos.
Dos fornidos malayos que habían apartado las ramas aromáticas que ardían sobre el horno, dejaron al descubierto la boca de éste, en cuyo fondo, envuelta en hojas de banano, crepitaba una cabeza de elefante entera.
—A comer, señores —dijo el sultán, qué parecía haber recobrado algo de su buen humor—. Saborearemos ésta, en espera de probar la del solitario.
El monumental asado había sido sacado del horno tras laboriosos trabajos y depositado en una capa de hojas de
areca.
Un perfume exquisito se escapaba de aquella masa, cocinada en su punto y guarnecida con aromáticas frutas silvestres.
—Milord, señora: también hay puesto para vos —continuó diciendo el sultán, después de mirar atentamente la cabeza, asada junto con sus inmensas orejas y su trompa—. Necesitamos cobrar fuerzas para ir a cazar al elefante solitario en su dormitorio.
Fueron colocados ante los invitados platos de plata cincelada de manufactura india.
Pero, no era solamente el sultán el que se permitía aquel lujo, pues el campamento estaba iluminado por fuegos en cuyos tizones ardían, crepitando, trompas, patas y cuartos enteros de elefante.
La comida se hizo muy rápidamente, puesto que se acercaba el alba. Luego, el sultán, que desde hacía unos instantes se mostraba inquieto, dijo a Yáñez:
—Milord, ¿queréis formar vos el grupo de caza? Pocos hombres, pero escogidos, porque si los solitarios montan en cólera no hay quien les detenga, ni siquiera un cañón.
—¿Permitís que venga también la señora?
—Si no tiene miedo, que venga también. Yo cuento con tener dentro de un par de horas la cabeza del solitario. Me guardaréis junto al jefe de los
sikkaris,
que también tendrá esta mañana la dirección de la cacería.
—Vamos, pues, a ver la habitación del elefante —respondió Yáñez.
Después de beber, abundantemente
toddy,
el vinillo dulzón y espumoso que se extraía de la
Arenga saccarifera,
se cerró la entrada de la tienda para que nadie pudiera ver lo que sucedía en su interior.
El sultán encendió una antorcha resinosa, esperó unos minutos y luego golpeó ligeramente un
gong
colgado del armazón principal de la tienda.
Un instante después, entraba un hombre. Si Yáñez se hubiera encontrado aún allí, no hubiera tardado en reconocer a John Foster, el terrible capitán que había jurado vengar su nave.
—Estamos solos —dijo Selim-Bargani-Arpalang, moviéndose al encuentro del marinero—. Así que podemos charlar tranquilamente, sin que nadie nos oiga, porque he hecho rodear la tienda.
—¿Me habéis hecho llamar? —preguntó John Foster, quitándose con rabia un jirón ensangrentado que le ceñía el cuello y tirándolo al suelo.
—Decid mejor que os he hecho buscar, porque hasta hace pocas horas ignoraba vuestra presencia en mi campamento.
—Y me habría guardado muy bien de hacerme ver —respondió el irascible inglés—, ya que no he podido encontrar en vos protección alguna.
—¿Qué motivo os ha traído hasta aquí?
—¡La venganza! —respondió el capitán—. No me iré sin acabar antes con ese aventurero que amenaza con desbaratar vuestro Estado.
—¿Así, pues, no le creéis un auténtico embajador inglés?
—No, alteza.
—Sin embargo, sus credenciales están en regla.
—Los ha robado.
—Así lo decís. Pero, ¿y las pruebas? Y yo no querría ofender de esa manera a la poderosa Inglaterra, que podría despojarme del sultanato. ¿Qué pretendéis hacer, señor?
—Quitar de en medio a ese hombre, antes de que os procure otras infinitas molestias y grandes peligros. ¿Conocéis la historia de James Brooke, rajah de Sarawak?
—Perfectamente. Y por eso me guardo de ciertos aventureros que caen sobre Malasia.
—Alteza, ¿sabéis con qué nave arribó aquel terrible aventurero que, tras pocos meses, se había hecho acreedor al brillante título de exterminador de los piratas?
—Con un buque bien armado de la Compañía de las Indias que ametralló inexorablemente a todos los habitantes de la costa.
—Y este embajador —llamémosle así por el momento—, ¿con qué ha llegado? También con un buque muy rápido y fuertemente armado. Además, con una tripulación más numerosa de lo que creíais.
—Vos sabéis alguna cosa más y no queréis decírmela —observó el sultán—. ¿Cuándo habéis dejado la costa?
—Unas horas antes de medianoche, guiado por uno de vuestros
sikkaris.
—¿Es verdad que en mi capital se preparan graves desórdenes?
—Yo sé que los marineros del yate han participado en encarnizadas peleas —respondió el capitán.