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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (21 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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"En verdad, la red del Cielo es amplia, pero estrecha es su malla", dijo para sí.

—Si esta secta huyó del Este, allí debería regresar —afirmó Kiyoshige, pues nadie era libre para abandonar su propio territorio.

—Es cierto que algunos de los Ocultos proceden del Este —repuso el jefe de la aldea—; pero casi todos han vivido siempre aquí, en el País Medio, y pertenecen al clan Otori. Los Tohan no hacen sino mentir sobre ellos, al igual que mienten sobre todo lo demás.

—¿Viven entre vosotros, pacíficamente?

—Sí, lo han hecho desde hace siglos. En apariencia actúan de la misma forma que cualquiera de nosotros, por eso se les da el nombre de Ocultos. Existen pocas diferencias: nosotros veneramos y honramos a muchos dioses; sabemos que podemos salvarnos por la gracia del Iluminado. Ellos veneran al que llaman "el Secreto", y les está prohibido matar: no pueden acabar con la vida de nadie, ni con la suya propia.

—Y sin embargo, parecen valientes —observó Kiyoshige.

El aldeano asintió en señal de acuerdo. Shigeru tuvo la impresión de que el hombre tenía más que decir sobre el asunto; pero algo le frenaba, alguna clase de atadura o de lealtad.

—¿Conoces a Nesutoro, el hombre que sobrevivió?

—Claro que sí. Crecimos juntos. —Tras una pausa, el jefe de la aldea tragó saliva y añadió:— Mi mujer es hermana suya.

—¿Acaso eres uno de ellos? —preguntó Kiyoshige, sorprendido.

—No, señor; nunca lo he sido. ¿Cómo podría? Mis familiares han sido jefes de esta aldea durante generaciones. Siempre hemos seguido la doctrina del Iluminado y honramos a los dioses del bosque, el río y la cosecha. Mi esposa hace lo mismo, pero en su fuero interno rinde culto al Secreto. Le prohibí declarar la verdad abiertamente, como hacían los que han muerto. Tuvo que pisotear las imágenes sagradas de la secta...

—¿Qué imágenes son ésas? —preguntó Shigeru.

El hombre se rebulló, incómodo, y fijó la vista en el suelo.

—No soy yo quien debe decirlo —contestó por fin—. Hablad con Nesutoro. Él sabrá si puedo explicároslo o no.

—De modo que salvaste la vida a tu mujer —concluyó Irie, que había guardado silencio hasta entonces; se había limitado a observar y a escuchar atentamente.

—Ella no ha muerto, ni tampoco nuestros hijos; pero no me lo agradece. Me obedeció, como era su deber de esposa, pero siente que ha desobedecido la doctrina de su dios. Los que han muerto se han convertido en mártires, en santos, y ahora habitan en el Paraíso. Ella teme ser condenada al Infierno.

* * *

—Ésta es la razón por la que los Tohan odian tanto esta secta —comentó Irie más tarde, después de que el jefe de la aldea hubiera sido despedido y hubieran tomado una comida frugal—. Las esposas deben obedecer a sus maridos y los vasallos, a sus señores; pero la lealtad de los Ocultos va por otro lado, se la ofrecen a un poder que no se ve.

—Que no se ve y que no existe —observó Kiyoshige escuetamente.

—Sin embargo, hemos visto pruebas tangibles de lo firme de sus creencias —comentó Shigeru.

—Pruebas de sus creencias, sí; pero no de la existencia de su dios.

—¿Qué prueba hay de la existencia de cualquier espíritu? —preguntó Shigeru, si bien luego recordó cómo él mismo se había encontrado y había hablado con el espíritu de un zorro que aparecía y desaparecía a voluntad.

Kiyoshige esbozó una amplia sonrisa.

—Es mejor no cuestionarse demasiado el asunto. Los monjes y los sacerdotes podrían discutirlo durante años.

—Estoy de acuerdo —convino Irie—. Las prácticas religiosas deben mantener el tejido de la sociedad en buen estado, y no desenmarañarlo.

—En fin... —Shigeru estiró las piernas y luego las cruzó bajo el cuerpo y se acomodó, dispuesto a cambiar de tema—. A partir de mañana cabalgaremos a lo largo de la frontera, de mar a mar. Debemos enterarnos de la completa magnitud de la incursión por parte de los Tohan. Tenemos nueve semanas, quizá tres meses, antes de los primeros tifones.

—Contamos con pocos hombres para una campaña prolongada —indicó Irie—, y los Tohan estarán buscando venganza por la derrota de hoy.

—Esta noche escribiré a Yamagata y a Kushimoto. Pueden enviar un par de centenares de hombres. Tú y Kiyoshige os dirigiréis al norte con la mitad de los soldados. Yo iré hacia el sur con el resto.

—Mi deber es acompañar al señor Shigeru —protestó Irie— y, si me perdonáis, el señor Kiyoshige es demasiado joven para acometer semejante misión.

—Eso es cuestión de opiniones —masculló Kiyoshige.

Shigeru esbozó una sonrisa.

—Kiyoshige, como todos nosotros, necesita cuanta experiencia podamos ofrecerle, por eso irás con él. No vamos a enzarzarnos en ninguna batalla importante; sencillamente, nos proponemos demostrar a la familia Iida que no toleraremos la intrusión en nuestras fronteras. Pero confío en que estas escaramuzas conduzcan a la guerra total. Podéis esperar la llegada de los soldados en Chigawa. Cabalgaremos hasta allí mañana. Esta noche enviaré a Harada con las cartas. Luego deseo hablar con el hombre que rescatamos.

* * *

Como de costumbre, Shigeru había traído en las alforjas material de escritura y su propio sello, y pidió que le trajeran más lámparas y agua para el bloque de tinta. Mezcló la tinta y a toda velocidad escribió a Nagai, en Yamagata, y al señor Yanagi, en Kushimoto, ordenándoles que enviaran soldados directamente a Chigawa. A continuación, entregó las cartas a Harada, al tiempo que le decía:

—Es preferible no ponerse en contacto con los señores de Hagi ni con nadie más. Por encima de todo, Kitano no debe enterarse. Tienes que dejarles claro a ambos que deben obedecer de inmediato.

—Señor Otori —se despidió Harada, y a continuación se subió a la silla de montar sin muestra alguna de fatiga. Acompañado por dos soldados que portaban antorchas, se alejó cabalgando bajo la noche.

Shigeru observó cómo las llamas de las antorchas se iban encogiendo hasta que no pudieron distinguirse de la luz de las luciérnagas o del resplandor de las estrellas que apenas iluminaban las tinieblas de la llanura de Yaegahara.

—Confío en que me des tu aprobación —le dijo a Irie, quien se encontraba de pie, a su lado—. ¿Estoy actuando bien?

—Has actuado con decisión —respondió Irie—. Es lo correcto, sean cuales fueren las consecuencias.

"Y con ellas tendré que vivir", reflexionó Shigeru, aunque se guardó su pensamiento. Notaba la sensación de liberación que el paso a la acción traía consigo. Irie tenía razón: era mejor actuar con decisión que permanecer sentado, enredado en interminables discusiones y consultas, paralizado por el miedo y la superstición.

—Ahora hablaré con Nesutoro —dijo—. No hace falta que me acompañes.

Irie hizo una reverencia y regresó al santuario. Mientras Shigeru se dirigía a la casa donde vivía el jefe de la aldea y donde el herido estaba siendo atendido, Kiyoshige salió de las sombras y se unió a él.

—Los caballos han comido y están amarrados. Hay guardias apostados por todo el contorno de la aldea. No hay gran cosa con la que alimentarse, pero los hombres no protestan; lo cierto es que están contentos. No ven el momento de volver a enfrentarse a los Tohan.

—Pues no tendrán que esperar mucho —respondió Shigeru—. Las noticias del enfrentamiento llegarán a Inuyama en unos días, y los Tohan responderán. Pero para entonces contaremos con refuerzos. A partir de ahora, nuestras fronteras serán patrulladas y custodiadas como es debido.

Llegaron a la humilde vivienda del jefe de la aldea. El suelo era de tierra, con una pequeña plataforma elevada para dormir, cubierta de estera. Allí yacía Nesutoro, junto a quien estaba arrodillada una mujer. Cuando ésta vio a los recién llegados hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente, y permaneció en esa posición hasta que su marido le habló en voz baja. Entonces se levantó, trajo almohadones y los colocó en el escalón cercano al convaleciente. Ayudó a su hermano a sentarse, y apoyó la cabeza de éste sobre su propio cuerpo, con la intención de servir de soporte. Bajo la macilenta luz de la lámpara el rostro de la mujer se veía taciturno, deformado por las lágrimas y el sufrimiento, pero Shigeru percibía el parecido con su hermano en los pómulos aplastados y los ojos de forma triangular.

Los ojos de Nesutoro brillaban como ascuas a causa del dolor y de la fiebre, pero sus pronunciadas facciones se suavizaron con una sonrisa sincera ante la presencia de Shigeru.

—¿Puedes hablar?

El hombre asintió con un gesto.

—Me interesan tus creencias y deseo saber más sobre ellas.

Nesutoro adquirió una expresión de angustia. Su hermana le enjugó el sudor del rostro.

—Responde al señor Otori —suplicó el jefe de la aldea. Luego, con tono de disculpa, añadió—: Están acostumbrados a mantener oculto todo lo relativo a su fe.

—Conmigo no corres peligro —repuso Shigeru con impaciencia—, pero para protegeros de los Tohan tengo que saber a quién estoy defendiendo. Me marcho al amanecer. No estás en condiciones de acompañarme, así que, si te es posible, debemos conversar ahora.

—¿Qué desea saber el señor Otori?

—Para empezar, háblame de esas imágenes que os obligan a profanar.

La mujer emitió un ligero sonido, como si fuera a romper en sollozos.

Nesutoro alargó la mano y trazó un signo caligráfico en la estera: dos líneas que se entrecruzaban, la representación del número diez.

—¿Qué significa?

—Creemos que el Secreto envió a su hijo a la Tierra. El hijo nació de una mujer del pueblo y vivió como un hombre corriente. Le mataron de la forma más cruel, clavado a una cruz; pero regresó de entre los muertos y ahora se encuentra en el Cielo. Nos juzgará a todos cuando hayamos muerto. Quienes le conocen y creen en su existencia se reunirán con él en el Cielo.

—Todos los demás van al Infierno —añadió el jefe de la aldea, con un tono curiosamente animado. Su esposa lloraba en silencio.

—¿De dónde procede esta doctrina? —preguntó Shigeru.

—De un lugar muy lejano, en el Oeste. Nuestro fundador, el santo cuyo nombre comparto, la llevó de Tenjiku a Shin hace más de mil años, y desde allí acudieron maestros a las Ocho Islas varios cientos de años atrás.

A Shigeru le sonaba como otra leyenda más, posiblemente basada en la verdad pero modificada por siglos enteros de imaginación, buenos deseos y falsas ilusiones.

—Tal vez penséis que estamos locos —dijo Nesutoro, quien sudaba profusamente—, pero nosotros conocemos la presencia de nuestro dios: habita en nuestro interior...

—Celebran una comida ritual —explicó su cuñado—. Cuando comparten el alimento y el vino, creen que están comiendo a su dios —se rió como para demostrar que no participaba de semejantes creencias estrafalarias.

De pronto, la mujer tomó la palabra:

—Dio su vida por la humanidad. Soportó el sufrimiento para que pudiéramos vivir todos y cada uno de nosotros, incluso yo, una mujer. A sus ojos tengo tanto valor como un hombre, como mi marido, incluso como...

El jefe de la aldea golpeó la estera con el puño.

—¡Silencio! —Hizo una profunda reverencia a Shigeru—. Perdonadla, señor Shigeru. Su dolor le hace olvidar su posición.

Shigeru se quedó atónito ante las palabras de la mujer, y también por el hecho de que se hubiera atrevido a tomar la palabra en su presencia. No podía recordar que ninguna campesina se hubiera dirigido a él directamente. Se sentía ultrajado e intrigado al mismo tiempo. Notó que Kiyoshige, sentado a su lado, se ponía en tensión y levantó una mano para reprimir a su amigo. Pensó que Kiyoshige era capaz de sacar el sable y matar a la mujer; en cualquier otro lugar habría sido castigada por su insolencia, pero allí, en aquella casa pobre y desnuda, junto al hombre torturado, era como si se hubieran trasladado a un mundo diferente, donde los rígidos códigos de la sociedad que Shigeru conocía no tuvieran cabida. Notó una oleada de compasión. Al fin y al cabo, él mismo había preguntado sobre las creencias de aquellas personas conocidas con el nombre de Ocultos. Ahora estaba adquiriendo información acerca de ellas, no sólo a través de las palabras, sino directamente a través de la mujer que tenía frente a sí, quien se consideraba su igual.

—Hay otra imagen —espetó ella—. El señor Otori debería saber... —de nuevo le miró directamente, pero después volvió a bajar los ojos. Su voz se tornó más suave. Shigeru tenía que esforzarse para oír, y tuvo que inclinarse hacia la mujer—. Es la de la madre y el niño —susurró—. Ella es la madre de Dios; el niño es el hijo de Dios. Nuestra costumbre es honrar a las madres y a sus hijos, y protegerlos contra la crueldad de los hombres. Dios castigará a quienes nos persigan, incluso a los señores Iida.

17

Cuando partieron a primera hora de la mañana siguiente, el humo seguía elevándose por encima de las techumbres de paja y las vigas chamuscadas; Shigeru notaba el amargo sabor en la garganta. El olor a quemado ponía nerviosos a los caballos jóvenes, que daban respingos y agitaban el hocico mientras los jinetes seguían una estrecha senda que atravesaba los arrozales y luego ascendían por una cadena de colinas de poca altura donde los campos secos de hortalizas —calabazas, judías, cebollas y zanahorias— daban paso a plantaciones de bambú y, a continuación, a un bosque de montaña formado por hayas y cedros. Avanzaban en fila india, sin oportunidad de conversar, pero cuando se detuvieron en lo alto de la cordillera para que los caballos bebiesen en una charca poco profunda, surtida por un manantial, Kiyoshige comentó:

—Entonces, ¿esta secta extraña va a contar con tu protección?

—Si te digo la verdad —respondió Shigeru—, la secta no me afecta ni en un sentido ni en otro; parece inofensiva. Pero mientras sus miembros pertenezcan al clan de los Otori, los protegeré contra los Tohan. Si hay que erradicarla, lo decretaremos nosotros. No consentiremos que los Tohan tomen esa clase de decisiones en nuestro lugar.

Irie observó:

—Es una actitud más que razonable. Nadie podría ponerle inconvenientes.

—He estado pensando en Kitano —prosiguió Shigeru—; nos encontramos en su dominio. Mi primer instinto fue tratar de ocultarle nuestros planes, pero en cuanto lleguemos a Chigawa se enterará. Por lo tanto, creo que es mejor plantarle cara de frente y enviar mensajeros exigiendo que haga regresar a sus hijos de Inuyama y que él mismo acuda a Chigawa a reafirmar sus votos de lealtad a mi padre y a mí.

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