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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (23 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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—El señor Komori ha encontrado al señor Iida y ahora están de vuelta.

Shigeru trató de imaginarse el drama que estaba ocurriendo bajo tierra: la oscuridad, el estrecho pasadizo. ¿Qué clase de seres habitarían aquellas cavernas? Murciélagos, arañas; probablemente serpientes y, tal vez, duendes o demonios. La valentía de Komori era verdaderamente excepcional. Shigeru preferiría enfrentarse a un centenar de guerreros antes que adentrarse en aquel mundo subterráneo.

El sol se había puesto y las llamas al fondo de la cueva parecían brillar con más intensidad. El humo de la hoguera se veía azulado bajo la luz del ocaso; las siluetas de los hombres que rodeaban la caverna se tornaron oscuras e indistinguibles, y daba la impresión de que flotaran por encima del suelo, como si de fantasmas se tratara.

De repente, se produjo un movimiento y se escucharon gritos de alivio. Komori salió arrastrándose por la estrecha abertura, se dio la vuelta y tiró de otra figura que le seguía.

El heredero del clan de los Tohan se encontraba desnudo, empapado de agua y de aceite, y su piel estaba plagada de magulladuras y sangraba a través de una infinidad de cortes y rozaduras. Con la ayuda de las cuerdas le sacaron a la superficie, donde Shigeru le entregó las ropas de Komori para que se vistiese, desviando la mirada con el fin de evitar que la humillación de su adversario fuera aún mayor, para no dar la impresión de que se vanagloriaba de las circunstancias.

Sadamu se acercó al manantial, se agachó junto al agua y se lavó el cuerpo cuidadosamente; daba un respingo de vez en cuando, pero no emitía sonido alguno. A continuación, se vistió con las ropas que le habían prestado. Era un hombre más corpulento que Komori, por lo que las prendas no se le adaptaban bien.

Shigeru dio órdenes para que trajeran comida. Se encendieron nogueras y se puso agua a hervir. Sadamu bebió té, tomó sopa y comió con voracidad todo cuanto le ofrecieron mientras paseaba la mirada fugazmente por los hombres y los caballos. Shigeru le dejó rodeado de guardias y llevó a Komori a un aparte.

—¿Qué hay de los otros? ¿Es Sadamu el único superviviente?

—El caballo de Iida debió de amortiguar la caída de su amo; estaba muerto debajo de él. Dos de los hombres a los que vimos saltar murieron en el acto. El otro estaba sano y salvo, pero el señor Iida le ordenó quitarse la vida. Me hizo sujetar una lámpara para poder observar, lo que pareció mitigar en parte su furia... —Komori se quedó en silencio unos instantes y luego añadió:— Pensé que también me mataría a mí. Sacó su sable y su puñal, pero tuvo que abandonarlos porque no podía atravesar el estrecho pasadizo cargado con ellos. No soportaba que nadie pudiera verle indefenso. No quería testigos. Le hemos salvado la vida, pero nos odiará por ello. Deberíamos haberle dejado allí, abandonado.

"No, tengo que hacer uso de él", pensó Shigeru. Regresó junto a Iida e hizo una ligera reverencia.

—Confío en que no estéis herido.

Iida le clavó la mirada durante unos segundos.

—Estoy en deuda con vos. Os doy las gracias. Os pido que mañana me entreguéis un caballo y me acompañéis a la frontera.

—Considero que es preferible que regresemos a Chigawa por si el señor Iida no se encontrase completamente recuperado.

—Entonces, sabéis quién soy.

—Uno de vuestros hombres os vio caer y nos lo contó.

—Son unos necios y unos cobardes, todos ellos —espetó Iida.

Shigeru le examinó bajo la luz de la hoguera y se dio cuenta de que tenía ante sí a un hombre que jamás se dejaría llevar por ningún tipo de compasión, remordimiento o temor, lo que le aportaba una insólita determinación.

Lucía bigote y una barba corta y pulcra; era de estatura ligeramente inferior a la media, pero de constitución recia. Aún rondaba los veinte años y era fácil predecir que ensancharía y engordaría con el paso del tiempo. Sus rasgos faciales no tenían nada de particular, pero sus ojos llamaban poderosamente la atención. Inteligentes y llenos de fuerza, ahora estaban abiertos de par en par a causa de la rabia; eran los ojos de un hombre que no temía a nada ni a nadie en la tierra o en el cielo. A Shigeru le pasó por la mente que ahora entendía la feroz persecución de los Ocultos por parte de Iida. Aquel hombre se consideraba por encima de cualquier juicio de los dioses o los hombres.

—Decidme, ¿quién sois? —preguntó Iida desviando la mirada, al parecer irritado por la inspección de Shigeru.

—Soy Otori Shigeru.

—¿De veras? —Iida soltó una risa de amargura—. No me extraña que queráis llevarme a Chigawa. Y luego, ¿qué?

—Hay varios asuntos entre nuestros clanes que deben solucionarse —respondió Shigeru—. Nuestro encuentro casual nos ofrece una excelente oportunidad para la negociación. Una vez que las conversaciones hayan concluido para satisfacción de ambas partes, seréis escoltado hasta la frontera.

—Los Tohan son mucho más fuertes que los Otori. Os someteremos en cuestión de meses. Os ordeno que me llevéis a la frontera de inmediato, tan pronto como se haga de día.

—Considero que somos iguales por nacimiento y por sangre —replicó Shigeru—. Ignoro por qué razón atravesasteis la frontera, pero ahora os encontráis en el País Medio, donde carecéis de autoridad. No veo alternativa a que el señor Iida obedezca mis deseos. Podéis hacerlo voluntariamente o bien os sujetaremos con cuerdas y os transportaremos en calidad de prisionero. El señor Iida es libre para elegir.

—Juro por el Cielo que antes de morir os veré a vos atado con cuerdas —respondió Iida—. ¿Cómo osáis hablarme de semejante manera?

—Estoy en mi propio país; soy el heredero de mi clan. Puedo hablar de la manera que me plazca.

—¿Qué edad tenéis? —exigió Iida.

—Ya soy adulto. Este año he celebrado mi mayoría de edad.

—Sí, he oído hablar de vos. Luchasteis contra Miura...

—¡Fue una pelea limpia! —interrumpió Shigeru.

—Ah, no me cabe duda; aunque a nosotros nos conviene presentarla como lo contrario. Estoy convencido de que Otori Shigeru nunca llevaría a cabo ninguna acción innoble.

El sarcasmo de su tono provocó que las mejillas de Shigeru se encendieran. Luchó por controlar su temperamento, al darse cuenta instintivamente de que la única manera de tratar con Iida era a través del autocontrol, la calma y la cortesía.

—Había oído que erais apuesto —prosiguió Sadamu—, pero los chicos guapos se convierten en hombres débiles. Se estropean por la excesiva atención que reciben en la juventud. Si sois lo mejor que los Otori pueden producir, no creo que tengamos nada que temer.

Shigeru no podía evitar sorprenderse por el atrevimiento de aquel hombre. Solo, desarmado y rodeado de enemigos, Sadamu tenía la suficiente seguridad en sí mismo para mostrarse insultante de forma deliberada.

—¿Habéis apresado también al hombre que me vio caer en la cueva?

Shigeru hizo un gesto de asentimiento.

—Traed le ante mí.

—Sigue en el lugar donde cayó el señor Iida. Mañana se reunirá con nosotros.

Shigeru escuchó un murmullo de disgusto procedente de los hombres que los rodeaban; se percató del desagrado que sentían ante el insultante tono del heredero de los Tohan y de su contrariedad por la furia de Iida. Shigeru era consciente de que una palabra suya —menos aún, un simple gesto— bastaría para acabar con la vida de su enemigo. Sin embargo, no estaba dispuesto a matar a un hombre desarmado, ni tampoco emprendería acción alguna que pudiese conducir a la guerra antes de que el clan Otori estuviera completamente preparado para el combate.

Si Iida era consciente de su propia vulnerabilidad, no daba muestras de ello. Parecía aceptar la situación y no malgastaba tiempo o energías en luchar en contra de ella. Se acostó junto a la hoguera, ajustó una roca bajo su cabeza a modo de almohada y pareció quedarse dormido al instante.

Shigeru no pudo evitar cierta admiración por la serenidad de su adversario: no había duda de que Iida Sadamu era un hombre valiente, un enemigo formidable. Shigeru ya había tenido pruebas de su inclemencia y su crueldad.

Se mantuvo en vela junto a los soldados que montaban guardia. Ninguno de sus hombres durmió mucho, con la excepción de Komori, exhausto a causa del rescate. Compartían la intranquilidad de Shigeru, como si hubieran capturado a un tigre o a un oso que de pronto pudiera atacarlos y hacerles pedazos. Era una noche cálida y suave, las constelaciones resplandecían en la bóveda del cielo. Justo antes del amanecer se produjo una lluvia de estrellas fugaces y los hombres ahogaron un grito al unísono; los más supersticiosos se aferraron a sus amuletos. Shigeru meditó sobre el Cielo, y sobre los dioses y los espíritus que gobernaban las vidas de los humanos. Le habían enseñado que la prueba definitiva de un gobierno era la satisfacción de su pueblo. Si el gobernante era justo, la tierra recibía la bendición del Cielo. Él mismo deseaba establecer la justicia por todo el territorio del País Medio, hacer realidad la visión de su feudo como una granja. Sin embargo, los hombres como Iida se aferraban al poder y dominaban por la fuerza a cuantos les rodeaban; su sed de poder no se veía impedida por la compasión, por el deseo de justicia. O bien uno compartía su punto de vista y se sometía a cambio de protección, o se oponía a ellos enfrentándose a su voluntad y mostrándose más fuerte. Shigeru se sentía agradecido por aquel extraño encuentro. Nunca olvidaría que había visto a Iida Sadamu desnudo y despojado de autoridad.

Se levantaron al amanecer, cuando las alondras entonaban su canto matinal. Prepararon los caballos, tomaron un frugal desayuno frío y se pusieron en marcha, Iida montaba el caballo de Komori, a cuyo bocado habían atado cuerdas que sujetaban soldados a ambos lados para que el prisionero no pudiera escapar, mientras que el propio Komori iba corriendo junto al estribo de Shigeru, guiándolos de regreso por el peligroso terreno.

Transcurrida una hora llegaron al Almacén del Ogro. Los soldados que habían pasado allí la noche estaban preparados para partir. El hombre de los Tohan se encontraba de pie junto a los caballos, sujetando la percha en la que seguían posados los halcones. Hambrientos, los pájaros de presa levantaron las alas y emitieron agudos chillidos.

Cuando el hombre vio a Iida, trató de hacer una reverencia para tocar el suelo con la frente sin soltar las aves; sus movimientos resultaban torpes a causa del miedo.

—Trae los pájaros —ordenó Iida desde su caballo.

El hombre se levantó y se acercó a él, sujetando la percha de manera que quedase a la altura del pecho de su señor, Iida agarró uno de los halcones con sus manos desnudas. El pájaro chilló y se revolvió, tratando de atacar con el pico y las garras, Iida le partió el cuello y lo arrojó al suelo; de la misma forma mató luego al segundo, y lo arrojó directamente a la cara de su lacayo.

Nadie pronunció palabra, nadie suplicó por la vida del hombre. Era un Tohan: Iida podía hacer con él lo que le viniera en gana. El lacayo colocó la percha sobre la hierba; sus movimientos ya no eran torpes, sino deliberados, con lo que habían adquirido una cierta distinción. Se desabrochó sus ropas —ya se había desprendido de la armadura— y, con voz serena, dijo:

—Os pido que me devolváis mi sable.

Los guerreros Otori le apartaron de Iida y le condujeron hasta el borde de la hondonada. Después arrojaron al vacío su cuerpo.

—Desayuno para el Ogro —comentó uno de los hombres.

Las aves de presa yacían tumbadas sobre el polvo. El brillo iba desapareciendo de su plumaje y ya tenían los ojos cubiertos de hormigas.

* * *

Irie y Kiyoshige se sorprendieron al verlos regresar tan pronto, y se quedaron más atónitos aún cuando se enteraron de la identidad de quien los acompañaba.

—El señor Iida Sadamu ha sufrido una experiencia terrible —explicó Shigeru—. Tuvo la suerte de escapar de la muerte. Será nuestro invitado mientras se recupera.

Explicó brevemente lo que había sucedido y acompañó a Iida a la mejor alcoba de la posada, tratándole con exagerada cortesía e insistiendo en que se le proporcionaran las ropas y los alimentos de mejor calidad. Se aseguró de que Sadamu estuviese bien custodiado y, luego, el propio Shigeru se dio un baño y se cambió de ropa. Se vistió cuidadosamente con túnicas formales e hizo llamar a un barbero, que le afeitó la barba y las sienes y le arregló el cabello.

A continuación, se reunió para deliberar con Irie y Kiyoshige.

—Ya que el señor Kitano se encuentra en camino hacia aquí, imagino que le gustaría ver a sus hijos. Tengo la intención de pedir a Sadamu que envíe cartas a Inuyama solicitando la presencia de ambos. Una vez que hayan llegado a Chigawa y Kitano haya reafirmado su lealtad formalmente, escoltaremos al señor Iida hasta la frontera.

—Deberíamos exigirle el compromiso de que cesarán las incursiones en nuestros territorios —comentó Kiyoshige—. ¡Me cuesta creer que cayera en tus manos de esta manera! Ha sido un auténtico golpe de suerte.

—Exigiremos ese compromiso, pero no existen garantías de que mantenga su palabra, y tampoco podemos retenerle mucho tiempo. Irie, consigue un médico para que le atienda. Puede testificar que Sadamu se encuentra demasiado débil para viajar.

—"Débil" no es el término más exacto para describirle —apuntó Kiyoshige mientras esbozaba una amplia sonrisa.

Tras otra explosión de furia, Sadamu cedió y escribió a Inuyama. En menos de una semana Tadao y Masaji llegaron a Chigawa, y al día siguiente se reunieron con su padre, el señor Kitano. Los tres pronunciaron solemnes declaraciones de lealtad en presencia de Sadamu, y este mismo se comprometió a respetar la frontera y evitar posteriores incursiones en el territorio Otori. El médico dictaminó que Sadamu estaba en condiciones de viajar y Shigeru le acompañó a la frontera, donde fue recibido por un nutrido ejército de guerreros Tohan. Los rostros de los soldados se veían sombríos bajo los yelmos, y no dirigieron la palabra al contingente Otori, ni siquiera se dieron por enterados de su presencia. Los cabecillas se bajaron de un salto de sus monturas y se postraron ante Sadamu, expresando su alegría y su alivio ante el regreso de su señor, Iida se dirigió a ellos con brusquedad; les ordenó que volvieran a subirse a los caballos de inmediato y que no retrasaran la partida ni un momento más.

Una vez que los jinetes hubieron cruzado el río que marcaba la frontera, varios de ellos se giraron y agitaron sus sables mofándose de los Otori. En respuesta, los arqueros se prepararon para disparar, pero Shigeru emitió órdenes para prohibir la represalia.

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