La Red del Cielo es Amplia (8 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Varios de los hombres se quedaron en la posada, con los caballos. Permanecerían allí durante todo el año, por si Shigeru los pudiera necesitar. Los demás soldados regresaron con Irie a Yamagata y luego, cuando el estado del tiempo lo permitiera, continuarían hacia Hagi. No podían demorarse con largas despedidas, pues las lluvias amenazaban. Dos monjes llegaron desde el templo para recibir a Shigeru. Éste miró por última vez a Irie y a sus hombres mientras se alejaban cabalgando por el sendero de montaña; los estandartes con la garza de los Otori ondeaban por encima del último de los caballos. A continuación siguió a los monjes, que empezaban a ascender la escalinata de piedra. Los sirvientes iban tras ellos cargados de cestas y cajas que contenían la ropa de Shigeru y los regalos para el templo, los escritos de Eijiro y los pergaminos de Yamagata.

Los monjes no le dirigieron la palabra y Shigeru se encontró a solas con sus sentimientos: por una parte, la expectación ante aquel nuevo período de su vida y, por otra, la aprensión que le provocaba el saber que la disciplina y el entrenamiento serían enormemente severos. Le asustaba pensar que, debido a la dureza de la vida en el templo, él pudiera no cumplir las expectativas o acaso fracasar, consciente —quizá en exceso— de quién era, temeroso de deshonrar el nombre de su padre y el suyo propio. No tenía intención de compartir estos recelos con nadie, pero cuando cruzó las puertas del templo y vio que Matsuda le esperaba en el primer patio, tuvo la impresión de que los ojos de su futuro maestro eran capaces de atravesarle el pecho y leer lo que estaba escrito en su corazón.

—Bienvenido, señor Shigeru. Es para mí un gran honor que tu padre te haya encomendado a mi cuidado. Te llevaré a conocer a nuestro abad y te enseñaré tu dormitorio.

Mientras se descalzaban las sandalias en el entarimado del claustro, Matsuda añadió:

—Aparte de recibir mis enseñanzas, vas a seguir la vida de un novicio. Por lo tanto, dormirás y tomarás las comidas con los monjes, y también te unirás a ellos en el rezo y la meditación. Durante tu estancia, no gozarás de ningún privilegio. Dado que vas a entrenarte en el dominio de ti mismo, cuanto más humilde de espíritu consigas ser, mejor.

Shigeru no respondió, al no saber a ciencia cierta hasta qué punto semejante humildad encajaría con su percepción de su propio estatus como heredero. No estaba acostumbrado a pensar en otros como superiores, ni siquiera como iguales. Su rango le había sido inculcado de muchas y sutiles maneras desde su nacimiento. Confiaba en no ser arrogante, si bien sabía que no era humilde.

Pasaron junto a la nave principal, donde numerosas lámparas brillaban alrededor de la estatua dorada del Iluminado. El aroma a incienso envolvía el ambiente y Shigeru se percató de la presencia de un gran número de monjes semiocultos en la penumbra; percibió la intensidad de la concentración de los hombres y algo en su interior se despertó en respuesta, como si su espíritu hubiera sido sacudido.

—Sí, tu padre supo juzgarte adecuadamente. Estás preparado —murmuró Matsuda. En ese momento, Shigeru notó que su aprensión se evaporaba.

El abad era un hombre menudo y lleno de arrugas; Shigeru nunca había conocido a nadie tan anciano. Debía de tener ochenta años, por lo menos. Generalmente, se consideraba que los hombres alcanzaban la edad adulta a los dieciséis años y las mujeres, a los quince. El período comprendido entre los veinticinco y los treinta conformaba la mejor etapa de la vida, y al cumplir los cuarenta empezaba a vislumbrarse la vejez. Pocos vivían más allá de los sesenta años; Matsuda rondaba los cincuenta, la misma edad que el padre de Shigeru, y al lado del abad parecía un hombre joven.

El anciano estaba sujeto con apoyabrazos, pero se sentaba con el cuerpo erguido y con las piernas dobladas bajo él. Al igual que Matsuda, vestía un sencillo hábito de monje, confeccionado de cáñamo y teñido de marrón. Llevaba la cabeza afeitada. Alrededor del cuello le colgaba una hilera de cuentas de marfil para la oración, de la que pendía un amuleto de plata con un extraño grabado que contenía una plegaria escrita en algún templo distante del continente —en el mismo Tenjiku, probablemente—. Shigeru se postró ante él hasta tocar el suelo con la frente. El anciano no habló, sino que exhaló un profundo suspiro.

—Incorpórate —murmuró Matsuda—. El señor abad desea verte la cara.

Shigeru se incorporó, manteniendo la mirada baja, mientras los brillantes ojos negros del abad le examinaban. El anciano seguía sin pronunciar palabra.

Al levantar la vista, Shigeru vio que el superior asentía dos veces y luego cerraba los ojos con lentitud.

Matsuda tocó al joven en el hombro y ambos apoyaron la frente en el suelo. Una extraña fragancia emanaba del abad; no se trataba del olor acre que pudiera esperarse de alguien de tan avanzada edad, sino de un rico aroma que sugería una vida infinita. Sin embargo, el anciano parecía rondar la muerte.

Matsuda lo confirmó cuando se marcharon.

—El señor abad nos abandonará en poco tiempo. Ha estado esperando tu llegada; quería aconsejarte respecto a tus estudios. Una vez cumplido su objetivo, quedará libre para partir de nuestro lado.

—¿Habla alguna vez? —preguntó Shigeru.

—Últimamente, en escasas ocasiones; pero quienes hemos estado a su servicio durante muchos años le entendemos muy bien.

—Imagino que el señor Matsuda le sustituirá como abad.

—Si el templo y el clan así lo deciden, no me puedo negar —respondió Matsuda—; pero por el momento no soy más que un humilde monje, uno de tantos, sin nada que me diferencie de los demás salvo el honor de ser tu maestro —al decir esto, esbozó una radiante sonrisa—. ¡Lo estoy deseando! Éste es tu dormitorio.

La estancia era enorme y estaba desierta; las delgadas esterillas sobre las que dormían los monjes se encontraban dobladas y guardadas en los armarios situados tras las puertas correderas. En el suelo había una pila de ropa.

—Tus efectos personales permanecerán recogidos durante tu estancia en el templo —anunció Matsuda.

Shigeru, que se había vestido con su atuendo más ceremonioso en honor del abad y del templo, procedió a quitarse la túnica de seda de color ciruela, tejida con un estampado en un púrpura intenso y adornada en la espalda con la garza de los Otori. La dobló cuidadosamente y la guardó junto con el resto de su ropa. Entonces, se enfundó un sencillo hábito marrón como el de los monjes; la única diferencia con ellos consistía en que el cabello de Shigeru no había sido afeitado. El tejido del hábito, limpio pero en ningún caso nuevo, resultaba áspero, al contrario de la seda a la que el heredero del clan estaba acostumbrado; le irritaba la piel y desprendía un olor un tanto peculiar.

Se escuchó un trueno en lo alto, e instantes después llegó el sonido de la lluvia, que bajó en torrentes por los tejados y cayó en cascada desde los aleros.

9

La lluvia continuó sin descanso durante una semana. Cada día, Shigeru esperaba que comenzasen sus lecciones con Matsuda; pero no vio a su maestro, ni nadie le dirigía la palabra más que para instruirle, junto a los otros novicios, en las enseñanzas del Iluminado. Los monjes se levantaban a medianoche, oraban y meditaban hasta el amanecer, tomaban la primera comida del día —un poco de arroz hervido mezclado con cebada— y luego se dedicaban a las tareas cotidianas del templo: barrían, lavaban y atendían los jardines y los huertos, aunque tales actividades al aire libre quedaban restringidas por la lluvia. Los novicios pasaban tres horas estudiando, leyendo textos sagrados y escuchando las explicaciones de sus preceptores. Volvían a comer durante la primera mitad de la hora del Caballo y luego regresaban a la nave principal del templo con objeto de rezar y meditar.

A media tarde, realizaban ejercicios diseñados para entrenarlos en el control de la fuerza vital y para fortalecer y flexibilizar los músculos. Shigeru se daba cuenta de que los ejercicios guardaban cierta relación con el arte de la esgrima en cuanto a la postura y los movimientos, aunque no así en lo tocante a la velocidad; pero los jóvenes nunca empuñaban un sable. A la misma hora, los hombres de más edad practicaban con espadas de madera; el choque de los palos y los gritos repentinos rompían el silencio del templo y provocaban que las palomas remontasen el vuelo.

Shigeru oyó por casualidad a uno de los novicios susurrar que algún día les permitirían utilizar espadas de madera, y se encontró anhelando que llegara ese momento. Practicaba los ejercicios con tanta diligencia como los demás, si bien consideraba que no le aportaban más de lo que ya sabía. Cuando terminaba el entrenamiento físico, volvían a comer —verduras y un poco de sopa— y luego, a la caída de la tarde, se retiraban a dormir unas cuantas horas hasta la medianoche.

Los demás muchachos, de once años para arriba, parecían un tanto intimidados por Shigeru. A veces hablaban en susurros, arriesgándose a una reprimenda por parte de sus maestros, de expresión severa; pero ninguno le dirigía la palabra. Sus cabezas ya habían sido afeitadas; a menos que se escaparan, como ocasionalmente hacían los novicios, el templo sería su hogar durante el resto de sus vidas. ¿Adónde irían los que huían? No podían regresar con sus familias, a las que traerían la desgracia y el deshonor; ni tampoco, al quedar apartados de sus parientes y de su clan, podían entrar al servicio de ningún otro. En el mejor de los casos, se convertirían en vasallos sin señor; en el peor, en bandoleros o mendigos. Los muchachos parecían satisfechos con su suerte: estudiaban con ahínco y nunca se quejaban. Algunos de ellos entablaban una cercana amistad con monjes de más edad, realizaban para ellos pequeños servicios, posiblemente compartían sus lechos y, sin duda, estrechaban lazos de afecto y lealtad.

Shigeru se preguntó cómo podían soportar la vida sin mujeres. Hasta entonces, no se había dado cuenta de lo atentamente que había observado a las muchachas en el castillo de Hagi, siempre consciente de su silenciosa presencia, sus suaves pisadas, el olor que emanaban al arrodillarse con las bandejas de comida, los cuencos de té, las garrafas de vino... siempre ofrecían alguna cosa. Entonces, sus pensamientos derivaron hacia la chica que se había entregado a él, hasta que le pareció que el deseo por ella le iba a volver loco. Por las noches apenas conseguía conciliar el sueño, al estar siempre hambriento y poco familiarizado con la estricta rutina del templo. También añoraba a Kiyoshige, y se preocupaba por Takeshi: ¿quién se encargaría de que su hermano no se matara, al no estar Shigeru en Hagi?

Todos los novicios sufrían de agotamiento y sus cuerpos, en proceso de crecimiento, suspiraban por dormir. El peor momento era justo después del mediodía. Permanecían sentados con las piernas cruzadas —mientras daban cabezadas y los ojos se les cerraban— sobre rígidos almohadones negros en la nave sombría y mal ventilada donde reinaba un potente olor a incienso, cera y aceite. A menudo, los sacerdotes que conducían la meditación caminaban en silencio entre las figuras sentadas y una mano caía con repentina fuerza sobre un cuello o una oreja. Entonces, el culpable se despertaba sobresaltado, con los ojos cuajados de lágrimas y las mejillas sonrojadas.

Shigeru temía que le golpearan, y no por miedo al dolor, sino por la infamia que el gesto supondría. No podía olvidar su condición de heredero del clan Otori; su cometido y su posición habían quedado grabados en su naturaleza incluso antes de que aprendiera a hablar. En casa de su madre, a veces le habían pegado a modo de castigo por alguna que otra travesura infantil; pero desde que se instalara en el castillo nadie le había levantado la mano. Nadie se habría atrevido, aunque hubiese existido justificación.

Shigeru había sufrido los contratiempos propios del crecimiento: la conmoción por la caída de un caballo, un pómulo fracturado por un golpe durante el entrenamiento —que le puso la mitad de la cara del color de la grana—, una serie de cardenales y cicatrices... Gracias a ello, había aprendido a hacer caso omiso del dolor. Cuando por fin se sintió incapaz de mantener los párpados abiertos y notó que su cuerpo se entregaba al sueño, el manotazo por parte del sacerdote no fue intenso, tan sólo suficiente para despertarle. No le dolió, pero le enfureció. Sintió tal oleada de rabia en el estómago que le pareció que se desmayaría si no atacaba a alguien en respuesta, de inmediato. Apretó los puños y la mandíbula en un esfuerzo por controlar su ira, intentando someter sus emociones a las palabras serenas y desapasionadas de los cánticos, empeñado en olvidarse de toda lucha, de todo deseo...

Pero le resultaba imposible: aunque permanecía sentado, inmóvil, el corazón se le abrasaba de cólera. Shigeru estallaba de deseo y de pasión, se encontraba pletórico de energía. ¿Qué hacía él en aquel lugar lúgubre, carente de vida? No tenía por qué quedarse allí, era una pérdida de tiempo. Ni siquiera estaba recibiendo las enseñanzas que con tanto afán había esperado. Matsuda le trataba con desprecio, al igual que todos los demás habitantes del templo. No tenía por qué dominar sus deseos: podía satisfacerlos todos, contaba con el poder suficiente para imponerse a quien él quisiera. Estaba en Terayama por expreso deseo de su padre; pero de pronto, con un repentino destello de claridad, vio a su progenitor como un hombre débil, autocomplaciente e indeciso que no merecía ser obedecido. "Yo dirigiría el clan mejor que él. No toleraría la ambición de mis tíos; tomaría medidas en el acto para ocuparme de los Tohan. Los hijos de Kitano no estarían ahora en Inuyama." Entonces, empezó a imaginar que sus tíos habían tenido poder de decisión a la hora de enviarle al templo; que la influencia de ambos sobre su hermano resultaba mayor cuando su sobrino no estaba presente, que en aquel mismo momento estaban maquinando la toma de poder del clan mientras Shigeru se enmohecía en Terayama, bajo la lluvia y la penumbra. La idea le resultaba intolerable.

No sólo tenía la oportunidad de marcharse: era su deber.

Estos pensamientos le mantuvieron ocupado durante el resto del día. Aquella noche yació despierto, a pesar del cansancio, pensando en las mujeres que mandaría llamar cuando llegase a Yamagata, en los baños calientes, en la comida. Partiría por la mañana, bajaría caminando hasta la posada —donde le esperaban sus hombres— y se alejaría cabalgando. Nadie osaría detenerle.

Cuando sonó la campana a medianoche la lluvia había cesado, aunque el ambiente seguía impregnado de humedad. Shigeru se notaba pegajoso a causa del sudor; los ojos le escocían, su cuerpo entero se encontraba inquieto, incómodo. Los mosquitos zumbaban a su alrededor mientras regresaba de las letrinas a toda prisa. Las lechuzas ululaban y las estrellas aparecieron en lo alto mientras las nubes se iban apartando. Aún quedaban horas para el amanecer. Si no llovía, tal vez trabajarían en el exterior; pero a Shigeru igual le daba. No pensaba escabullirse como un ladrón; se limitaría a marcharse por las buenas.

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