Authors: Leopoldo Alas Clarin
—«Es decir, que estoy casi en la miseria».
Sus derechos de orfandad, que le dijeron que serían una ayuda irrisoria, poco más que nada, tardaría en cobrarlos; no tenía quien le explicase cómo y dónde se pedían. Estaba sola, completamente sola; ¿qué iba a ser de ella? Los amigos del filósofo no le sirvieron de nada. No sabían más que discutir. El capellán no apareció por allí; la muerte repentina de don Carlos olía un poco a azufre.
Un día, tres o cuatro después de enterrado su padre, Ana quiso levantarse y no pudo. El lecho la sujetaba con brazos invisibles. La noche anterior se había dormido con los dientes apretados y temblando de frío. Había querido escribir a sus tías de Vetusta y no había podido coordinar las palabras; hasta dudaba de su ortografía.
Tuvo pesadillas, y aunque hizo esfuerzos para no declararse enferma, el mal pudo más, la rindió. El médico habló de fiebre, de grandes cuidados necesarios; le hizo preguntas a que ella no sabía ni quería contestar. Estaba sola y era absurdo. El doctor dijo que no tenía con quien entenderse; añadió pestes de la incuria de los criados.
—«La dejarán a usted morir, hija mía».
Ana dio gritos, se asustó mucho, se sintió muy cobarde; llorando y con las manos en cruz pidió que llamaran a sus tías, unas hermanas de su padre que vivían en Vetusta y que tenía entendido que eran muy buenas cristianas.
Las tías sentían un vago remordimiento por la compra del caserón. Comprendían que valía más, mucho más de lo que habían pagado por él, abusando de la situación apurada de don Carlos, que además era un aturdido en materia de intereses. ¡Él, que había renegado de la fe de los Ozores!—«Por no ser víctima de una mixtificación».
Se presentaba ocasión de tranquilizar la conciencia amparando a la desventurada hija del hermano de sus pecados.
Doña Anuncia pudo apreciar mejor la grandeza de su buena obra cuando vio que Ana «estaba en la calle» o poco menos. La quinta que ellas habían imaginado digna de un Ozores, aunque fuese extraviado, era una casa de aldea muy pintada, pero sin valor, con una huerta de medianas utilidades. Y además estaba sujeta a una deuda que mal se podría enjugar con lo que ella valía. Estaba fresca Anita. Ni rico había sabido hacerse el infeliz ateo. ¡Perder el alma y el cuerpo, el cielo y la tierra! Negocio redondo. Pero, en fin, a lo hecho pecho.
Había echado sobre sus hombros una carga bien pesada: mas ¿quién no tiene su cruz?
Ana tardó un mes en dejar el lecho.
Pero doña Anuncia se aburría en Loreto, donde no había sociedad; y el viaje, la vuelta a Vetusta, se precipitó contra los consejos del mediquillo grosero, que prodigaba los términos técnicos más transparentes.
En cuanto llegaron a Vetusta, la huérfana tuvo «un retraso en su convalecencia», según el médico de la casa, que era comedido y no llamaba las cosas por su nombre.
El retraso fue otra fiebre en que la vida de Ana peligró de nuevo.
Las señoritas de Ozores y la nobleza de Vetusta suspendieron el juicio que iba a merecerles la hija de don Carlos y de la modista italiana hasta poder reunir datos suficientes. Mientras la joven estuvo entre la vida y la muerte, doña Anuncia encontró irreprochable su conducta.
En honor de la verdad, nada había que decir contra su educación ni contra su carácter: hacía muy buena enferma. No pedía nada; tomaba todo lo que le daban, y si se le preguntaba:
—¿Cómo estás, Anita?
—Algo mejor, señora—contestaba la joven siempre que podía.
Otras veces no contestaba porque le faltaban fuerzas para hablar. Y a veces no oía siquiera.
Durante la nueva convalecencia no fue impertinente.
No se quejaba; todo estaba bien; no se permitía excesos.
En el círculo aristocrático de Vetusta, a que pertenecían naturalmente las señoritas de Ozores, no se hablaba más que de la abnegación de estas santas mujeres.
Glocester, o sea don Restituto Mourelo, canónigo raso a la sazón, decía con voz meliflua y misteriosa en la tertulia del marqués de Vegallana:
—Señores, esta es la virtud antigua; no esa falsa y gárrula filantropía moderna. Las señoritas de Ozores están llevando a cabo una obra de caridad que, si quisiéramos analizarla detenidamente, nos daría por resultado una larga serie de buenas acciones. No sólo se trata de echar sobre sí la enorme carga de mantener, y creo que hasta vestir y calzar, a una persona que las sobrevivirá, según todas las probabilidades, carga que es de por vida o vitalicia por consiguiente; sino que además esa joven representa una abdicación, que me abstengo de calificar, una abdicación de su señor padre....
—Una abdicación abominable—se atrevió a decir un barón tronado.
—Abominable—añadió Glocester inclinándose—. Representa una alianza nefasta en que la sangre, a todas luces azul, de los Ozores, se mezcló en mal hora con sangre plebeya; y lo que es lo peor... según todos sabemos, representa esa niña la poco meticulosa moralidad de su madre, de su infausta....
—Sí, señor—interrumpió la marquesa de Vegallana, que no toleraba los discursos de Glocester—; sí señor, su madre era una perdida, corriente; pero la chica se presenta bien, según dicen sus tías; es muy dócil y muy callada.
—Ya lo creo que calla; como que no puede hablar aún de pura debilidad.
Esto lo dijo el médico de la aristocracia, don Robustiano, que asistía a Anita.
Aquella noche se acordó en la tertulia acoger a la hija de don Carlos como una Ozores, descendiente de la mejor nobleza. No se hablaría para nada de su madre; esto quedaba prohibido, pero ella sería considerada como sobrina de quien tantos elogios merecía.
Gran consuelo recibieron doña Anuncia y doña Águeda al saber por el médico esta resolución de la nobleza vetustense.
Ana estaba muchas horas sola. Sus tías tenían costumbre de trabajar—hacer calceta y colcha—en el comedor; la alcoba de la sobrina estaba al otro extremo de la casa.
Además, las ilustres damas pasaban mucho tiempo fuera del triste caserón de sus mayores. Visitaban a lo mejor de Vetusta, sin contar la visita al Santísimo y la Vela, que les tocaba una vez por semana. Asistían a todas las novenas, a todos los sermones, a todas las cofradías, y a todas las tertulias de buen tono. Comían dos o tres veces por semana fuera de casa. Lo más del tiempo lo empleaban en pagar visitas. Esta era la ocupación a que daban más importancia entre todas las de su atareada existencia. No pagar una visita
de clase
, les parecía el mayor crimen que se podía cometer en una sociedad civilizada. Amaban la religión, porque éste era un timbre de su nobleza, pero no eran muy devotas; en su corazón el culto principal era el de la clase, y si hubieran sido incompatibles la Visita a la Corte de María y la tertulia de Vegallana, María Santísima, en su inmensa bondad, hubiera perdonado, pero ellas hubieran asistido a la tertulia.
La etiqueta, según se entendía en Vetusta, era la ley por que se gobernaba el mundo; a ella se debía la armonía celeste.
Suprimida la etiqueta, las estrellas chocarían y se aplastarían probablemente. ¿Qué sabía de estas cosas la sobrinita? Esta era la cuestión. Las miradas de doña Águeda, algo más gruesa, más joven y más bondadosa que su hermana, iban cargadas de estas preguntas cuando se clavaban en Anita al darle un caldo.
La huérfana sonreía siempre; daba las gracias siempre. Estaba conforme con todo. Las tías veían con impaciencia que se prolongaba aquel estado. La niña no acababa de sanar, ni recaía; no se presentaba ninguna solución. Además, así no se podía conocer su verdadero carácter. Aquella sumisión absoluta podía ser efecto de la enfermedad. Don Robustiano dijo que eso era.
Una tarde, tal vez creyendo que dormía la sobrinilla o sin recordar que estaba cerca, en el gabinete contiguo a su alcoba hablaron las dos hermanas de un asunto muy importante.
—Estoy temblando, ¿a qué no sabes por qué?—decía doña Anuncia.
—¿Si será por lo mismo que a mí me preocupa?
—¿Qué es?—Si esa chica...—Si aquella vergüenza...—¡Eso!—¿Te acuerdas de la carta del aya?
—Como que yo la conservo.—Tenía la chiquilla doce o catorce años, ¿verdad?
—Algo menos, pero peor todavía.
—Y tú crees... que...—¡Bah! Pues claro.—¿Si será una Obdulita?
—O una Tarsilita. ¿Te acuerdas de Tarsila que tuvo aquel lance con aquel cadete, y después con Alvarito Mesía no sé qué amoríos?
—Todo era inocencia—decían los bobalicones de aquí.
—Pues mira la inocencia; creo que en Madrid tiene así los amantes (juntando y separando los dedos.)
—Si es claro, si genio y figura...—Cuando falta una base firme... —¡Si sabrá una!...—¿Pues, Obdulita? Ya ves lo que se dijo el año pasado; después se negó, se aseguró que era una calumnia...—¡A mí, que soy tambor de marina!
—¡Si sabrá una!—¡Si una hubiera querido! Y suspiró esta señorita de Ozores. Suspiró su hermana también.
Ana que descansaba, vestida, sobre su pobre lecho, saltó de él a las primeras palabras de aquella conversación. Pálida como una muerta, con dos lágrimas heladas en los párpados, con las manos flacas en cruz, oyó todo el diálogo de sus tías.
No hablaban a solas como delante de los señores
de clase
; no eran prudentes, no eran comedidas, no rebuscaban las frases. Doña Anuncia decía palabras que la hubieran escandalizado en labios ajenos. La conversación tardó en volver al pecado de Ana, a la vergüenza de que les hablaba la carta de doña Camila. La huérfana oía, desde su alcoba, historias que sublevaban su pudor, que le enseñaban mil desnudeces que no había visto en los libros de Mitología. Pero aquellas mujeres ya se habían olvidado de ella. Tarsila, Obdulia, Visitación, otro pimpollo que se escapaba por el balcón en compañía de su novio, la misma marquesa de Vegallana, sus hijas, sus sobrinas de la aldea, todo Vetusta, la de clase inclusive, salía allí a la vergüenza, en aquella venganza solitaria de las dos señoritas incasables de Ozores. En aquel mundo de flaquezas, de escándalos, ¿quién recordaba ya la aventura, poco conocida al cabo, de la sobrinilla enferma?
Volvieron sin embargo las solteronas al punto de partida; según ellas, se trataba de un marinero que había abusado de la inocencia o de la precocidad de la niña. Se discutió, como en el casino de Loreto, la verosimilitud del delito desde el punto de vista fisiológico. Hablaron aquellas señoritas como dos comadronas matriculadas. ¡Qué riqueza de datos! ¡Qué empirismo tan provisto de documentos! Doña Anuncia tenía la boca llena de agua. Buscaba a cada momento el recipiente de porcelana que estaba a los pies de su butaca.
«En cuanto a la moral, tampoco era el caso grave, porque en Vetusta nadie debía de saber nada. Lo malo sería que aquella muchacha hubiera seguido con vida tan disoluta. Pero no había motivo para creerlo. Nada más habían sabido que la condenase. Sobre todo, pronto se había de ver».
Ana, que tuvo valor para sufrir hasta la última palabra, comprendió que sus tías lo perdonaban todo menos las apariencias: que con tal de ser en adelante como ellas, se olvidaba lo pasado, fuese como fuese. Cómo eran ellas ya lo iba conociendo. Pero estudiaría más.
Había habido algunos minutos de silencio.
Doña Águeda lo rompió diciendo:
—Y yo creo que la chica, si se repone, va a ser guapa.
—Creo que era algo raquítica, por lo menos estaba poco desarrollada....
—Eso no importa; así fuí yo, y después que...—Ana sintió brasas en las mejillas—empecé a engordar, a comer bien y me puse como un rollo de manteca.
Y suspiró otra vez doña Águeda, acordándose del rollo que había sido.
Doña Anuncia había tenido sus motivos para no engordar: unos amores románticos rabiosos. De aquellos amores le habían quedado varias canciones a la luna, en una especie de canto llano que ella misma acompañaba con la guitarra. Una de las canciones comenzaba diciendo:
Esa luna que brilla en el cielo melancólicamente me inspira: es el último son de mi lira que por última vez resonó.
Se trataba de un condenado a muerte.
El bello ideal de doña Anuncia había sido siempre un viaje a Venecia con un amante; pero una vez que el siglo estaba
metalizado
y las muchachas no sabían enamorarse, ella quería utilizar, si era posible, la hermosura de Ana, que si se alimentaba bien sería guapa como su padre y todos los Ozores, pues lo traían de raza. Sí, era preciso darle bien de comer, engordarla. Después se le buscaba un novio. Empresa difícil, pero no imposible. En un noble no había que pensar. Estos eran muy finos, muy galantes con las de su clase, pero si no tenían dote se casaban con las hijas de los americanos y de los pasiegos ricos. Lo sabían ellas por una dolorosa experiencia. Los chicos
innobles
, que pudiera decirse, de Vetusta, no eran grandes proporciones; pero aunque se quisiera apencar—apencar decía doña Águeda en el seno de la confianza—, con algún abogadote, ninguno de aquellos bobalicones se atrevería a enamorar a una Ozores, aunque se muriese por ella. La única esperanza era un americano. Los indianos deseaban más la nobleza y se atrevían más, confiaban en el prestigio de su dinero. Se buscaría por consiguiente un americano. Lo primero era que la chica sanase y engordase.
Ana comprendió su obligación inmediata; sanar pronto.
La convalecencia iba siendo impertinente. Toda su voluntad la empleó en procurar cuanto antes la salud.
Desde el día en que el médico dijo que el comer bien era ya oportuno, ella, con lágrimas en los ojos, comió cuanto pudo. A no haber oído aquella conversación de las tías, la pobre huérfana no se hubiera atrevido a comer mucho, aunque tuviera apetito, por no aumentar el peso de aquella carga: ella. Pero ya sabía a qué atenerse. Querían engordarla como una vaca que ha de ir al mercado. Era preciso devorar, aunque costase un poco de llanto al principio el pasar los bocados.
La naturaleza vino pronto en ayuda de aquel esfuerzo terrible de la voluntad. Ana quería fuerzas, salud, colores, carne, hermosura, quería poder librar pronto a sus tías de su presencia. El cuidarse mucho, el alimentarse bien le pareció entonces el deber supremo. El estado de su ánimo no contradecía estos propósitos.
Aquellos accesos de religiosidad que ella había creído revelación providencial de una vocación verdadera, habían desaparecido. Ellos determinaron la crisis violenta que puso en peligro la vida de Ana, pero al volver la salud no volvieron con ella: la sangre nueva no los traía.