La Regenta (17 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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En los insomnios, en las exaltaciones nerviosas, que tocaban en el delirio, las visiones místicas, las intuiciones poderosas de la fe, los enternecimientos repentinos le habían servido de consuelo unas veces y de tormento otras. Había notado con tristeza que aquella fe suya era demasiado vaga; creía mucho y no sabía a punto fijo en qué; su desgracia más grande, la muerte de su padre, no había tenido consuelo tan fuerte como ella lo esperaba en la piedad que había creído tan firme y tan honda, aunque tan nueva. Para aquella ausencia, para la necesidad que sentía de creer que vería a su padre en otro mundo, servíale sin embargo la religión; pero muy poco para consuelo de los propios males, para remediar las angustias del egoísmo asustado, de los apuros del momento que nacían de la soledad y la pobreza. El pánico de su abandono, que fue el sentimiento que venció a todos, no lo curaba la fe.

—«La Virgen está conmigo»—pensaba Ana en el lecho, allá en Loreto, y acababa por llorar, por rezar fervorosamente y sentir sobre su cabeza las caricias de la mano invisible de Dios; pero sobrevenía un ataque nervioso, sentía la congoja de la soledad, de la frialdad ambiente, del abandono sordo y mudo, y entonces las imágenes místicas no acudían. Hacía falta un amparo visible. Por eso pensó en sus tías a quien no conocía, de las que sabía poco bueno, y deseó su presencia, creyó firmemente en la fuerza de la sangre, en los lazos de la familia.

Durante la convalecencia de la primera fiebre, las primeras fuerzas que tuvo las gastó el cerebro imaginando poemas, novelas, dramas y poesías sueltas. Comenzaba este componer constante, este imaginar sin tregua por ser agradable entretenimiento y además halagaba su vanidad; pero al fin era un tormento. Todo lo que imaginaba le parecía excelente, y al contemplar la belleza que acababa de crear, la admiraba tanto que lloraba enternecida, lloraba lo mismo que cuando pensaba en el amor del Niño Jesús y de su Santa Madre. En algunos momentos de reflexión serena examinaba con disgusto la semejanza de aquellas dos emociones. Tan profunda y sinceramente enternecida se sentía al contemplar la belleza artística que ella creaba, como contemplando la hermosura de la idea de Dios. ¿Sería que uno y otro sentimiento eran religiosos? ¿O era que en la vanidad, en el egoísmo estaba la causa de aquel enternecimiento? De todas suertes ella padecía mucho. Se le figuraba que toda la vida se le había subido a la cabeza; que el estómago era una máquina parada, y el cerebro un horno en que ardía todo lo que ella era por dentro. El pensar sin querer, contra su voluntad, algo complicado, original, delicado, exquisito, llegó a causarle náuseas, y se le antojó envidiar a los animales, a las plantas, a las piedras.

En la convalecencia de la segunda fiebre, en Vetusta, volvió esta actividad indomable del pensamiento a molestarla; pero poco después de comenzar a comer bien, mediante aquellos esfuerzos supremos, notó que unas ruedas que le daban vueltas dentro del cráneo se movían más despacio y con armónico movimiento. Ya no imaginaba tantos héroes y heroínas, y los que le quedaban en la cabeza eran menos fantásticos, sus sentimientos menos alambicados, y se complacía en describir su belleza exterior; los colocaba en parajes deliciosos y pintorescos y acababan todas las aventuras en batallas o en escenas de amor.

Al despertar todas las mañanas se sorprendía Anita con una sonrisa en el alma y una plácida pereza en el cuerpo. Las tías le permitían levantarse tarde, y gozaba con delicia de aquellas horas. Para ella su lecho no estaba ya en aquel caserón de sus mayores, ni en Vetusta, ni en la tierra; estaba flotando en el aire, no sabía dónde. Ella se dejaba columpiar dentro de la blanda barquilla en aquel navegar aéreo de sus ensueños.... Y mientras los personajes de su fantasía se decían ternezas, ella les preparaba un suculento almuerzo en un jardín de fragancias purísimas y penetrantes. Ana aspiraba con placer voluptuoso los aromas ideales de sus visiones turgentes.

Algunas veces, por desgracia, el príncipe ruso vestido con pieles finas o el noble escocés que lucía torneada y robusta pantorrilla con media de cuadros brillantes, se convertían de repente en un caballero enfermo del hígado, pálido, delgado, tocado con sombrero de jipijapa, que se despedía de la señora de sus pensamientos diciendo:

—«Adiosito. Ahorita vuelvo»,—con un balanceo de hamaca en los diminutivos. Era el indiano que veían en lontananza ella y las tías.

Doña Águeda era muy buena cocinera; conocía el empirismo del arte, y además lo profesaba por principios. Sabía de memoria «
El Cocinero Europeo
», un libro que contiene el arte de confeccionar todos los platos de las cocinas inglesa, francesa, italiana, española y otras. Pero salía por un ojo de la cara el guisar como el
Europeo
, según doña Águeda. Cuando se trataba de una gran comida o merienda de la aristocracia, ella dirigía las operaciones en la cocina del marqués de Vegallana y entonces recurría al
Europeo
. En su casa había muy poco dinero y allí se contentaba con las recetas que heredara de sus mayores. Maravillas y primores de la cocina casera comió Anita en cuanto el estómago pudo tolerarlas. Doña Águeda con unos ojos dulzones, inútilmente grandes, que nadie había querido para sí, miraba extasiada a la convaleciente que iba engordando a ojos vistas, según las de Ozores. Mientras la joven saboreaba aquellos manjares tributando un elogio a la cocinera a cada bocado, doña Águeda, satisfecha en lo más profundo de su vanidad, pasaba la mano pequeña y regordeta con dedos como chorizos llenos de sortijas, por el cabello ondeado entre rubio y castaño de la sobrinita de sus pecados, como ella decía. El artista y su obra se dedicaban mutuas sonrisas entre plato y plato.

Doña Anuncia no cocinaba, pero iba a la compra con la criada y traía lo mejor de lo más barato. Ayudábala a comprar bien un antiguo catedrático de psicología, lógica y ética, gran partidario de la escuela escocesa y de los embutidos caseros. No se fiaba mucho ni del testimonio de sus sentidos ni de las longanizas de la plaza. Era muy amigo de doña Anuncia y la ayudaba a regatear.

La solterona después del mercado recorría las casas de la nobleza para pregonar aquel exceso de caridad con que ella y su hermana daban ejemplo al mundo.

—Si ustedes la vieran—decía—está desconocida; se la ve engordar. Parece un globo que se va hinchando poco a poco. Verdad es que aquella Águeda tiene unas manos.... En fin, ustedes saben por experiencia cómo guisa mi hermanita. Yo me desvivo por la niña. En casa no entendemos la caridad a medias. Todos los días se ve recoger a un pariente pobre, ¿para qué? para ahorrar un criado o una doncella; se le arroja un mendrugo y no se le paga soldada. Pero nosotras entendemos la caridad de otro modo. En fin, ustedes verán a la niña. Y que va a ser guapa. Ya verán ustedes.

En efecto, la nobleza iba en romería a ver el prodigio, a ver engordar a la niña.

El elemento masculino notó mucho antes que el femenino la extraordinaria belleza de Anita. Pocos meses después de la fiebre, Ana había crecido milagrosamente, sus formas habían tomado una amplitud armónica que tenía orgullosa a la nobleza vetustense. La verdad era que el tipo aristocrático no se perdía, pese a la chusma que no quiere clases. Aquella niña en cuanto la habían separado de una vida vulgar, en poder de un padre extraviado y liberalote, y la habían alimentado bien, había recobrado el tipo de la raza. Se votó por unanimidad que era hermosísima. La plebe opinaba lo mismo que la nobleza, y la clase media era de igual parecer. En poco tiempo se consolidó la fama de aquella hermosura y Anita Ozores fue por aclamación la muchacha más bonita del pueblo. Cuando llegaba un forastero, se le enseñaba la torre de la catedral, el Paseo de Verano, y, si era posible, la sobrina de las de Ozores. Eran las tres maravillas de la población.

Doña Águeda agradecía este triunfo como Fidias pudiera haber agradecido la admiración que el mundo tributó a su Minerva.

—¡Es una estatua griega!—había dicho la marquesa de Vegallana, que se figuraba las estatuas griegas según la idea que le había dado un adorador suyo, amante de las formas abultadas.

—¡Es la Venus
del Nilo
!—decía con embeleso un pollastre llamado Ronzal, alias el Estudiante.

—Más bien que la de Milo la de Médicis—rectificaba el joven y ya sabio Saturnino Bermúdez, que sabía lo que quería decir, o poco menos.

—¡Es
un
Fidias!—exclamaba el marqués de Vegallana, que había viajado y recordaba que se decía: «un Zurbarán», «un Murillo», etc., etc., tratándose de cuadros.

Y Bermúdez se atrevía a rectificar también:

—En mi opinión más parece de Praxíteles.

El marqués se encogía de hombros.

—Sea Praxíteles. Las señoras eran las que podían juzgar mejor, porque muchas de ellas habían conseguido ver a Anita como se ven las estatuas. No sabían si era
un
Fidias o
un
Praxíteles, pero sí que era una real moza; un
bijou
, decía la baronesa tronada que había estado ocho días en la Exposición de París.

Su belleza salvó a la huérfana. Se la admitió sin reparo en
la clase
, en la intimidad de la clase por su hermosura. Nadie se acordaba de la modista italiana.—Tampoco Ana debía mentarla siquiera, según orden expresa de las tías—. Se había olvidado todo, incluso el republicanismo del padre, todo: era un perdón general. Ana era de la clase; la honraba con su hermosura, como un caballo de sangre y de piel de seda honra la caballeriza y hasta la casa de un potentado.

Las señoritas nobles no envidiaban mucho a Anita, porque era pobre. Para ellas la hermosura era cosa secundaria; daban más valor a la dote y a los vestidos, y creían que las proporciones—los novios aceptables—harían lo mismo. Sabían a qué atenerse. En las tertulias, en los bailes, en las excursiones campestres no le faltarían a
la sobrina
adoradores; los muchachos de la aristocracia eran casi todos libertinos más o menos disimulados; les atraería la hermosura de Ana, pero no se casarían con ella. Cada niña aristócrata no necesitaba más cuidado que prohibir a su novio formal—el futuro esposo—
hacer el amor
a la huérfana, a lo menos en presencia de su futura. Si Anita se descuidaba, pensaban las herederas, podía verse comprometida sin ninguna utilidad. Dentro de la nobleza no era probable que se casara. Los nobles ricos buscaban a las aristócratas ricas, sus iguales; los nobles pobres buscaban su acomodo en la parte nueva de Vetusta, en la Colonia india, como llamaban al barrio de los americanos los aristócratas. Un indiano plebeyo, un
vespucio
—como también los apellidaban—pagaba caro el placer de verse suegro de un título, o de un caballero linajudo por lo menos.

El cálculo de las tías respecto al matrimonio de Ana no se había modificado a pesar de la gran hermosura de su sobrina. Por guapa no se casaría con un noble; era preciso abdicar, dejarla casarse con un ricacho plebeyo. Entre tanto, se necesitaba mucha vigilancia y tener advertida a la niña.

—En el gran mundo de Vetusta—decía doña Anuncia—es preciso un ten con ten muy difícil de aprender.

Aunque la explicación de este equilibrio o ten con ten era un poco embarazosa, y más para una señorita que oficialmente debía ignorarlo todo, y en este caso estaba doña Anuncia, convinieron las hermanas en que era indispensable dar instrucciones a la chica.

Pocas veces se permitía Ana manifestar deseos, gustos o repugnancias, y menos estas, tratándose de los gustos y predilecciones de sus tías; pero una noche no pudo menos de expresar su opinión al volver sola de la tertulia íntima de Vegallana.

—¿Te has divertido mucho?—preguntó doña Anuncia, que se había quedado en el comedor, junto a la gran chimenea, leyendo el folletín de
Las Novedades
. (Era liberal en materia de folletines.)

—No, señora; no me he divertido. Y no quisiera volver allá sin alguna de ustedes. Cuando voy sola....

—¿Qué?—exclamó doña Anuncia, invitando a su sobrina con el tono áspero de aquel monosílabo a que no profiriese censura de ningún género contra la tertulia de su predilección.

—Cuando voy sola... me aburren demasiado aquellos caballeritos.

No era esto lo que quería decir. Bien lo comprendió su tía; pero quería más claridad y replicó:

—¡Aburren!¡Aburren! Explíquese usted, señorita. ¿Es que le parece poco fina la sociedad de Vetusta?

Por el usted y la ironía comprendió Ana que doña Anuncia se había disgustado.

—No es eso, tía; es que hay algunos... muy atrevidos.... No sé qué se figuran. Ustedes no quieren que yo sea obscura, seria, huraña....

—Claro que no...—Pues que no sean ellos atrevidos. Si Obdulia les consiente ciertas cosas... yo no quiero, yo no quiero.

—Ni yo quiero tampoco que tú te compares con Obdulia. Ella es... una cualquier cosa, que no sé cómo la admiten en la tertulia; y por darse tono, por decir que es íntima de la marquesa y de sus hijas, pasa por todo. Tú eres de la clase.

—Es que no sólo Obdulia es la que tolera... lo que yo no quiero tolerar. Las mismas Emma, Pilar y Lola consienten confianzas....

—¡No me toques a las hijas del marqués!—gritó la tía, poniéndose en pie y dejando caer el Werther sobre la raída alfombra.

—«Soy una bestia, pensó; debí haber callado». Cada vez que faltaba a su propósito de no contradecir a las tías, sentía una especie de remordimiento, como el del artista que se equivoca.

Entró doña Águeda. Había oído la conversación desde el gabinete. Las dos hermanas se miraron. Era llegada la ocasión de explicar lo del ten con ten.

—Oye, Anita—dijo con voz meliflua la perfecta cocinera—; tú eres una niña; y aunque nosotras poco sabemos del mundo, tenemos alguna experiencia, por lo que se observa.

—Eso es; por lo que observamos en los demás.

—En el mundo en que has entrado, y al que perteneces de derecho, es necesario... un ten con ten especial.

—Un ten con ten, eso.—Sobre todo en el trato con los hombres. Tú habrás notado que en público los de la clase jamás faltan a la más estricta y meticulosa... eso, decencia.

—Que es lo principal—dijo doña Anuncia, como quien recita el decálogo.

—Nunca habrás visto a Manolito, ni a Paquito, ni al baroncito, ni al vizconde, ni a Mesía, que no es noble, pero anda con ellos, propasarse en lo más mínimo.... Pero en el trato íntimo, el que no es más que de la clase, ya es otra cosa.

—Otra cosa muy distinta—dijo doña Anuncia, comprendiendo que a ella, por mayor en edad, le tocaba seguir explicando el ten con ten.

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