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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (71 page)

BOOK: La Regenta
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«¡Qué hay! ¡qué hay! eso pronto se pregunta»; don Robustiano no sabía lo que iba a hacer, pero parecía algo gordo por las señas; esto pensó, pero dijo:

—Hay... que andar en un pie, tener mucho cuidado, no dejarla en poder de criadas, ni de Visitación, que la aturde con su cháchara...; eso hay.

—Pero ¿es cosa grave, es cosa grave?

—Ps... es y no es. No, no es grave; la ciencia no puede decir que es grave... ni puede negarlo. Pero hijo, usted no entiende de esto.... ¿Se trata de una hepatitis? puede... tal vez hay gastroenteritis... tal vez... pero hay fenómenos reflejos que engañan....

—¿De modo que no son los nervios? ¿Ni la primavera médica?...

—Hombre, los nervios siempre andan en el ajo... y la primavera... la sangre... la savia nueva... es claro... todo influye... pero usted no puede entender esto....

—No, señor, no puedo. En mis ratos de ocio he leído libros de medicina, conozco el Jaccoud... pero semejante lectura me daba ganas de... vamos, sentía náuseas y se me figuraba oír la sangre circular, y creía que era así... una cosa como el depósito del Lozoya, con canales, compuertas en el corazón....

—Bueno, bueno; por mí no disparate usted más. Hasta la tarde; si hay novedad, avisar. Ah, y no echarle encima demasiada ropa, ni dejar... que entre Visitación... que la aturde. ¡La ciencia prohíbe terminantemente que esa señora protectora de comadronas parteras meta aquí la pata!...

Cuatro días después, don Robustiano mandaba en su lugar a un médico joven, su protegido; creía llegado el caso de inhibirse; ya se sabía, él no podía asistir a las personas muy queridas cuando llegaban a cierto estado....

El sustituto era un muchacho inteligente, muy estudioso. Declaró que la enfermedad no era grave, pero sí larga, y de convalecencia penosa. No le gustaba usar los nombres vulgares y poco exactos de las enfermedades, y empleaba los técnicos si le apuraban, no por ridícula pedantería, sino por salir con su gusto de no enterar a los profanos de lo que no importa que sepan, y en rigor no pueden saber. Ello fue que Anita creyó que se moría, y padeció aún más que en el tiempo del mayor peligro, cuando empezaron a decirle que estaba mejor. Al saber que había pasado seis días en aquella torpeza con intervalos de exaltación y delirio, extrañó mucho que se le hubiese hecho tan corto aquel largo martirio.

La debilidad la tenía aún más que rendida, exaltada y vidriosa. Todo lo veía de un color amarillento pálido; entre los objetos y ella, flotaban infinitos puntos y circulillos de aire, como burbujas a veces, como polvo y como telarañas muy sutiles otras: si dejaba los brazos tendidos sobre el embozo de su lecho y miraba las manos flacas, surcadas por haces de azul sobre fondo blanco mate, creía de repente que aquellos dedos no eran suyos, que el moverlos no dependía de su voluntad, y el decidirse a querer ocultar las manos, le costaba gran esfuerzo. Sus mayores congojas eran el tomar el primer alimento: unos caldos insípidos, desabridos, que don Víctor enfriaba a soplos, soplando con fe y perseverancia, dando a entender su celo y su cariño en aquel modo de soplar. El ideal del caldo, según Quintanar, nunca lo
realizaban
las criadas de Vetusta. De esto hablaba él, mientras Ana sentía sudores mortales que parecían sacarle de la piel la última fuerza, y hasta el ánimo de vivir. Cerraba los ojos, y dejaba de sentirse por fuera y por dentro; a veces se le escapaba la conciencia de su unidad, empezaba a verse repartida en mil, y el horror dominándola producía una reacción de energía suficiente a volverla a su
yo
, como a un puerto seguro; al recobrar esta conciencia de sí, se sentía padeciendo mucho, pero casi gozaba con tal dolor, que al fin era la vida, prueba de que ella era quien era. Si don Víctor hablaba a su lado, sin querer Ana seguía entonces el pensamiento de su esposo, y contra su deseo, la atención se fijaba en los juicios de Quintanar, y la inteligencia les aplicaba rigorosa crítica, un análisis sutil y doloroso para la enferma, que al pulverizar a pesar suyo las sinrazones del marido, padecía tormento indescriptible, en el cerebro según ella.

Veía al médico muy preocupado con el
tronco
y sin pensar en los dolores inefables que ella sentía en lo más suyo, en algo que sería cuerpo, pero que parecía alma, según era íntimo. Todos los días había que palpar el vientre y hacer preguntas relativas a las funciones más humildes de la vida animal; don Víctor, que no se fiaba de su memoria, siempre reloj en mano, llevaba en un cuaderno un registro en que asentaba con pulcras abreviaturas y con estilo gongorino, lo que al médico importaba saber de estos pormenores.

Mientras duró el temor de la gravedad, el amante esposo no pensó más que en la enferma y cumplió como bueno; si era a veces importuno, descuidado, o poco hábil, era sin conciencia. Después empezó a aburrirse, a echar de menos la vida ordinaria, y exageraba al decir las horas que pasaba en vela. Para resistir mejor su cruz, decidió tomarle afición al oficio de enfermero y lo consiguió: llegó a ser para él tan divertido como hacer pórticos ojivales de marquetería, el preparar menjurjes y pintarle el cuerpo a su mujer con yodo; soplar y limpiar caldos y consultar el reloj para contar los minutos y hasta los segundos; operación en que llegó a poner una exactitud que impacientaba a Petra y a Servanda. Esperaba con afán la visita del médico, primero para hacerse decir veinte veces que Ana iba mejor, mucho mejor, y además, para gozar con la conversación alegre, ajena a todas las enfermedades del mundo, que seguía a la parte facultativa de la visita. El sustituto de Somoza no era hablador, pero se divertía oyendo a Quintanar, y este llegó a profesar gran cariño a Benítez, que así se llamaba. El contraste de los cuidados vulgares, insignificantes; de la alcoba estrecha y llena de una atmósfera pesada; de la vida monótona de casa, con los grandes intereses de la Europa, la guerra de Rusia, el aire libre, la última zarzuela, encantaba a don Víctor, que llevaba la conversación a cosas frescas, grandes y de muchos accidentes. También le gustaba discutir con Benítez y sondearle, como él decía. Uno de los problemas que más preocupaban al amo de la casa, era el de la pluralidad de los mundos habitados. Él creía que sí, que había habitantes en todos los astros, la generosidad de Dios lo exigía; y citaba a Flammarión, y las cartas de Feijóo y la opinión de un obispo inglés, cuyo nombre no recordaba «Mister no sé cuántos», porque para él todos los ingleses eran Mister.

Desde que el médico declaró que la mejoría, aunque lenta, sería continua probablemente, Quintanar, muy contento, no permitió que se dudase de aquella no interrumpida marcha en busca de la salud. Su egoísmo candoroso, pero fuerte, estaba cansado de pensar en los demás, de olvidarse a sí mismo, no quería más tiempo de servidumbre, y si Ana se quejaba, su marido torcía el gesto, y hasta llegó a hablar con voz agridulce de la paciencia y de la formalidad.

—No seamos niños, Ana; tú estás mejor, eso que tienes es efecto de la debilidad... no pienses en ello... es aprensión; la aprensión hace más víctimas que el mal. Y repetía infaliblemente la parábola del cólera y la aprensión.

La idea de una recaída, de un estancamiento siquiera, le parecía subversiva, una maquinación contra su reposo. «Él no era de piedra. No podría resistir...».

Ya no tenía compasión de la enferma; ya no había allí más que nervios... y empezó a pensar en sí mismo exclusivamente. Entraba y salía a cada momento en la alcoba de Ana; casi nunca se sentaba, y hasta llegó a fastidiarle el registro de medicinas y demás pormenores íntimos. El médico tuvo que entenderse con Petra. Quintanar inventaba sofismas y hasta mentiras para estar fuera, en su despacho, en el Parque. «¡Qué gran cosa eran el Arte y la Naturaleza! En rigor todo era uno, Dios el autor de todo». Y respiraba don Víctor las auras de abril con placer voluptuoso, tragando aire a dos carrillos. Volvió a componer sus maquinillas, soñó con nuevos inventos, y envidió a Frígilis la aclimatación del Eucaliptus globulus en Vetusta.

La Regenta notó la ausencia de su marido; la dejaba sola horas y horas que a él le parecían minutos. Cuando las congojas la anegaban en mares de tristeza, que parecían sin orillas, cuando se sentía como aislada del mundo, abandonada sin remedio, ya no llamaba a Quintanar, aunque era el único ser vivo de quien entonces se acordaba; prefería dejarle tranquilo allá fuera, porque si venía le hacía daño con aquel desdén gárrulo y absurdo de los padecimientos nerviosos.

Una tarde de color de plomo, más triste por ser de primavera y parecer de invierno, la Regenta, incorporada en el lecho, entre murallas de almohadas, sola, obscuro ya el fondo de la alcoba, donde tomaban posturas trágicas abrigos de ella y unos pantalones que don Víctor dejara allí; sin fe en el médico creyendo en no sabía qué mal incurable que no comprendían los doctores de Vetusta, tuvo de repente, como un amargor del cerebro, esta idea: «Estoy sola en el mundo». Y el mundo era plomizo, amarillento o negro según las horas, según los días; el mundo era un rumor triste, lejano, apagado, donde había canciones de niñas, monótonas, sin sentido; estrépito de ruedas que hacen temblar los cristales, rechinar las piedras y que se pierde a lo lejos como el gruñir de las olas rencorosas; el mundo era una contradanza del sol dando vueltas muy rápidas alrededor de la tierra, y esto eran los días; nada. Las gentes entraban y salían en su alcoba como en el escenario de un teatro, hablaban allí con afectado interés y pensaban en lo de fuera: su realidad era otra, aquello la máscara. «Nadie amaba a nadie. Así era el mundo y ella estaba sola». Miró a su cuerpo y le pareció tierra. «Era cómplice de los otros, también se escapaba en cuanto podía; se parecía más al mundo que a ella, era más del mundo que de ella». «Yo soy mi alma», dijo entre dientes, y soltando las sábanas que sus manos oprimían, resbaló en el lecho, y quedó supina mientras el muro de almohadas se desmoronaba. Lloró con los ojos cerrados. La vida volvía entre aquellas olas de lágrimas. Oyó la campana de un reloj de la casa. Era la hora de una medicina. Era aquella tarde el encargado de dársela Quintanar y no aparecía. Ana esperó. No quiso llamar y se inclinó hacia la mesilla de noche. Sobre un libro de pasta verde estaba un vaso. Lo tomó y bebió. Entonces leyó distraída en el lomo del libro voluminoso:
Obras de Santa Teresa. I
.

Se estremeció, tuvo un terror vago; acudió de repente a su memoria aquella tarde de la lectura de San Agustín en la glorieta de su huerto, en Loreto, cuando era niña, y creyó oír voces sobrenaturales que estallaban en su cerebro; ahora no tenía la cándida fe de entonces. «Era una casualidad, pura casualidad la presencia de aquel libro místico coincidiendo con los pensamientos de abandono que la entristecían, y despertando ideas de piedad, con fuerte impulso, con calor del alma, serias, profundas, no impuestas, sino como reveladas y acogidas al punto con abrazos del deseo.... Pero no importaba, fuera o no aviso del cielo, ella tomaba la lección, aprovechaba la coincidencia, entendía el sentido profundo del azar. ¿No se quejaba de que estaba sola, no había caído como desvanecida por la idea del abandono?... Pues allí estaban aquellas letras doradas:
Obras de Santa Teresa. I
. ¡Cuánta elocuencia en un letrero! «¡Estás sola! pues ¿y Dios?».

El pensamiento de Dios fue entonces como una brasa metida en el corazón; todo ardió allí dentro en piedad; y Ana, con irresistible ímpetu de fe ostensible, viva, material, fortísima, se puso de rodillas sobre el lecho, toda blanca; y ciega por el llanto, las manos juntas temblando sobre la cabeza, balbuciente, exclamó con voz de niña enferma y amorosa:

—¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Señor! ¡Señor! ¡Dios de mi alma!

Sintió escalofríos y ondas de mareo que subían al cerebro; se apoyó en el frío estuco, y cayó sin sentido sobre la colcha de damasco rojo.

A pesar de la prohibición de don Víctor, vino el retroceso, recayó la enferma, y se volvió a los sustos, a los apuros, a las noches en vela; el médico volvió a ser un oráculo, los pormenores de alcoba negocios arduos, el reloj un dictador lacónico.

Ana tuvo aquellas noches sueños horribles. Al amanecer, cuando la luz pálida y cobarde se arrastraba por el suelo, después de entrar laminada por los intersticios del balcón, despertaba sofocada por aquellas visiones, como náufrago que sale a la orilla.... Parecíale sentir todavía el roce de los fantasmas groseros y cínicos, cubiertos de peste; oler hediondas emanaciones de sus podredumbres, respirar en la atmósfera fría, casi viscosa, de los subterráneos en que el delirio la aprisionaba. Andrajosos vestiglos amenazándola con el contacto de sus llagas purulentas, la obligaban, entre carcajadas, a pasar una y cien veces por angosto agujero abierto en el suelo, donde su cuerpo no cabía sin darle tormento. Entonces creía morir. Una noche la Regenta reconoció en aquel subterráneo las catacumbas, según las descripciones románticas de Chateaubriand y Wisseman; pero en vez de vírgenes de blanca túnica, vagaban por las galerías húmedas, angostas y aplastadas, larvas, asquerosas, descarnadas, cubiertas de casullas de oro, capas pluviales y manteos que al tocarlos eran como alas de murciélago. Ana corría, corría sin poder avanzar cuanto anhelaba, buscando el agujero angosto, queriendo antes destrozar en él sus carnes que sufrir el olor y el contacto de las asquerosas carátulas; pero al llegar a la salida, unos la pedían besos, otros oro, y ella ocultaba el rostro y repartía monedas de plata y cobre, mientras oía cantar responsos a carcajadas y le salpicaba el rostro el agua sucia de los hisopos que bebían en los charcos.

Cuando despertó se sintió anegada en sudor frío y tuvo asco de su propio cuerpo y aprensión de que su lecho olía como el fétido humor de los hisopos de la pesadilla...

«¿Iría a morir? ¿Eran aquellos sueños repugnantes emanaciones de la sepultura, el sabor anticipado de la tierra? ¿Y aquellos subterráneos y sus larvas eran imitación del infierno? ¡El infierno! Nunca había pensado en él despacio; era una de tantas creencias irreflexivas en ella como en los más de los fieles; creía en el Infierno como en todo lo que mandaba creer la Iglesia, porque siempre que su pensamiento se había revelado, ella lo había sometido con acto de pretendida fe, había dicho «creo a ciegas», tomando las palabras y la resolución de creer por la creencia. Pero otra cosa era en esta ocasión: el Infierno ya no era un dogma englobado en otros: ella había sentido su olor, su sabor... y comprendía que antes, en rigor, no creía en el Infierno. Sí, sí, era material o lo parecía, ¿por qué no? ¡Qué vana se le antojaba ahora a la Regenta la filosofía superficial del optimismo bullanguero, del espiritualismo abstracto, bonachón, sin sentido de la realidad triste del mundo! ¡Había infierno! Era así... la podredumbre de la materia para los espíritus podridos.... Y ella había pecado, sí, sí, había pecado. ¡Qué diferentes criterios el que ahora aplicaba a sus culpas, y el que el mundo solía tener y con el cual ella se había absuelto de ciertas
ligerezas
que ya le pesaban como plomo!». Y recordaba máximas y aforismos religiosos que había oído al Magistral, sin penetrar su terrible severidad, aquel sentido lúgubre y hondo que no parecían tener en los labios finos, suaves, llenos de silbantes sonidos del pulquérrimo canónigo.

BOOK: La Regenta
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