Authors: Leopoldo Alas Clarin
Comenzaba la brisa; picaba un poco y tenía sus peligros, pero halagaba la piel; salía una estrella; el cuarto de luna (que a don Víctor le parecía la plegadera de oro que le habían regalado en Granada), tomaba color, es decir, luz. La conversación, ya perezosa, daba entonces en la astronomía y se paraba en el concepto de lo infinito; se acababa por tener un deseo vago de oír música. Entonces Quintanar recordaba que se cantaba aquella noche
El Relámpago
o
Los Magyares
; levantaba el campo, y paso a paso, volvían a la soñolienta Vetusta dejándose resbalar por la pendiente suave de la carretera. Frígilis dejaba el brazo a la Regenta, que indefectiblemente lo buscaba; y Mesía resignado, firme en su propósito de ser prudente mientras fuera necesario, se emparejaba con don Víctor, que tal vez se permitía cantar a su modo el
spirto gentil
o la
casta diva
; aunque prefería recitar versos, sin que jamás se le olvidase decir con Góngora:
A su cabaña los guía que el sol deja el horizonte, y el humo de su cabaña les va sirviendo de Norte.
Los sapos cantaban en los prados, el viento cuchicheaba en las ramas desnudas, que chocaban alegres, inclinándose, preñadas ya de las nuevas hojas; y Ana, apoyándose tranquila en el brazo fuerte del mejor amigo, olfateaba en el ambiente los anuncios inefables de la primavera. De esto hablaban ella y Frígilis. Crespo, satisfecho, tranquilo, apacible, en voz baja, como respetando el primer sueño del campo, su ídolo, dejaba caer sus palabras como un rocío en el alma de Ana, que entonces comprendía aquella adoración tranquila, aquel culto poético, nada romántico, que consagraba Frígilis a la naturaleza, sin llamarla así, por supuesto. Nada de
grandes síntesis
, de cuadros disolventes, de filosofía panteística; pormenores, historia de los pájaros, de las plantas, de las nubes, de los astros; la experiencia de la vida natural llena de lecciones de una observación riquísima. El amor de Frígilis a la naturaleza era más de marido que de amante, y más de madre que de otra cosa. En aquellos momentos, al volver a Vetusta con Ana del brazo, se hacía elocuente, hablaba largo y sin miedo, aunque siempre pausadamente; en su voz había arrullos amorosos para el campo que describía, y temblaba en sus labios el agradecimiento con que oía a otra persona palabras de cariño y de interés por árboles, pájaros y flores. Ana envidiaba en tales horas aquella existencia de árbol inteligente, y se apoyaba y casi recostaba en Frígilis como en una encina venerable. Y detrás venía el otro, ella lo sentía. A veces hablaba con Ana don Álvaro y Ana contestaba con voz afable, como en pago de su prudencia, de su paciencia y de su martirio.... «Porque, sin duda, sufrir tanto tiempo a Quintanar era un martirio».
Don Álvaro sudaba de congoja. Don Víctor se le colgaba del brazo, levantaba los ojos al cielo y se divertía en encontrar parecidos entre los nubarrones de la noche y las formas más vulgares de la tierra.
—«Mire usted, mire usted, aquel cúmulus es lo mismo que Ripamilán; figúreselo usted con la teja en la mano....
—»Aquel cirrus negro parece la moña de un torero...».
Don Álvaro, al llegar a la Rinconada, mientras dejaba pasar delante a don Víctor, que traía llavín, levantaba el puño cerrado sobre la cabeza del insoportable amigo.... No descargaba el golpe... no... pero.... «¡Ya lo descargaría!».
«¡Oh! pensaba, lo que es ahora estoy en mi derecho. Ojo por ojo».
Así vivía Ana, menos aburrida si no contenta, sin grandes remordimientos, aunque no satisfecha de sí misma. Ni permitía a don Álvaro acercarse, alentar esperanzas que ella sustentase, ni le rechazaba con el categórico desdén que la virtud, lo que se llama la virtud, exigía. Estas medias tintas de la moralidad le parecían entonces a ella las más conformes a la flaca naturaleza humana. «¿Por qué he de creerme más fuerte de lo que soy?».
También volvió a frecuentar la casa de Vegallana. Fue muy bien recibida; la del Banco se la comía a besos, le hablaba de modas, le mandaba patrones a casa, y le recordaba visitas que tenía que pagar y a que ella la acompañaba, porque don Víctor se negaba a perder el tiempo en estos cumplidos.
—Señor—gritaba él—yo no sirvo para eso; no se me haga a mi hablar del tiempo, del mal servicio de criadas, de la carestía de los comestibles. ¡Exíjase de mí cualquier cosa menos hacer visitas de cumplido!
—Yo soy artista, no sirvo para esas nimiedades—decía para sus adentros.
Visitación procuraba meterle a Ana, a manos llenas, por los ojos, por la boca, por todos los sentidos, el demonio, el mundo y la carne; el buen tiempo la ayudaba.
La Regenta no tomaba con gran calor aquellas diversiones, pero las prefería a su estéril soledad, en que buscando ideas piadosas encontraba tristezas, un hastío hondo y el rencoroso espíritu de protesta de la carne pisoteada, que bramaba en cuanto podía. «Era mejor vivir como todos, dejarse ir, ocupar el ánimo con los pasatiempos vulgares, sosos, pero que, al fin, llenan las horas...».
En esta situación estaba cuando el Magistral le dijo en el confesonario que se perdía; que él la había visto arrojar con desdén sobre un banco de césped la historia de Santa Juana Francisca.... Aquella tarde De Pas estuvo más elocuente que nunca; ella comprendió que estaba siendo una ingrata, no sólo con Dios, sino con su apóstol, aquel apóstol todo fuego, razón luminosa, lengua de oro, de oro líquido.... La voz del sacerdote vibraba, su aliento quemaba, y Ana creyó oír sollozos comprimidos. «Era preciso seguirle o abandonarle; él no era el capellán complaciente que sirve a los grandes como lacayo espiritual; él era el padre del alma, el padre, ya que no se le quería oír como hermano. Había que seguirle o dejarle». Y después había hablado de lo que él mismo sentía, de sus ilusiones respecto de ella. «Sí, Ana (Ana la había llamado, estaba ella segura), yo había soñado lo que parecía anunciarse desde nuestra primer entrevista, un espíritu compañero, un hermano menor, de sexo diferente para juntar facultades opuestas en armónica unión; yo había soñado que ya no era Vetusta para mí cárcel fría, ni semillero de envidias que se convierten en culebras, sino el lugar en que habitaba un espíritu noble, puro y delicado, que al buscarme para caminar en la vía santa de salvación, sin saberlo, me guiaba también por esa vía; yo esperaba que usted fuese lo que aquella historia que llorando me contaba, prometía... lo que usted me prometió cien veces después.... Pero no, usted desconfía de mí, no me cree digno de su dirección espiritual, y para satisfacer esas ansias de amor ideal que siente, tal vez ya busca en el mundo quien la comprenda y pueda ser su confidente».
—No, no—repetía Ana llorando; pero él había seguido hablando de su despecho, cada vez más triste, cada vez con más ardor en las palabras y en el aliento.... Y habían concluido por reconciliarse, por prometerse nueva vida, verdadera reforma, eficaz cambio de costumbres; y ella exaltada le había dicho: «¿Quiere usted que hoy mismo le acompañe a casa de doña Petronila?». «Sí, sí; eso, lo mejor es eso», había contestado él. Y habían ido juntos sin pensar ni uno ni otro lo que hacían.
Desde aquella tarde había empezado para la Regenta la vida de la devota práctica; pero duró poco la eficacia de aquel impulso en que no había piedad acendrada sino gratitud, el deseo de complacer al hombre que tanto trabajaba por salvarla, y que era tan elocuente y que tanto valía. Ana a veces, no pudiendo elevar su atención a las cosas invisibles, a la contemplación piadosa, procuraba preparar este viaje místico pensando en el Magistral. «¡Oh, qué grande hombre! ¡Y qué bien penetraba en el espíritu, y qué bien hablaba de lo que parece inefable, de los subterráneos de las intenciones, de las delicadezas del sentimiento! ¡Y cuánto le debía ella! ¿Por qué tanto interés si aquella pecadora no lo merecía?». Las lágrimas se agolpaban a los ojos de Ana. Lloraba de gratitud y de admiración. Y no pudiendo meditar sobre cosas santas, piadosas, poníase la mantilla y corría a la conferencia de San Vicente, o a la Junta del Corazón o al Catecismo, o a misa... donde correspondiera. Pero la fe era tibia; por allí no se iba a donde ella había deseado. Además, se conocía; sabía que ella, de entregarse a Dios, se entregaría de veras; que mientras su devoción fuese callejera, ostentosa y distraída, ella misma la tendría en poco, y cualquier pasión mala, pero fuerte, la haría polvo.
Mas resuelta a huir de los extremos, a ser
como todo el mundo
, insistió en seguir a las
demás beatas
en todos sus pasos, y aunque sin gusto, entró en todas las cofradías, fue hija y hermana, según se quiso, de cuantas juntas piadosas lo solicitaron.
Dividía el tiempo entre el mundo y la iglesia: ni más ni menos que doña Petronila, Olvido Páez, Obdulia y en cierto modo la Marquesa. Se la vio en casa de Vegallana y en las Paulinas, en el Vivero y en el Catecismo, en el teatro y en el sermón. Casi todos los días tenían ocasión de hablar con ella, en sus respectivos círculos, el Magistral y don Álvaro, y a veces uno y otro en el mundo y uno y otro en el templo; lugares había en que Ana ignoraba si estaba allí en cuanto mujer devota o en cuanto mujer de sociedad.
Pero ni De Pas ni Mesía estaban satisfechos. Los dos esperaban vencer, pero a ninguno se le acercaba la hora del triunfo.
—Esta mujer—decía don Álvaro—es
peor
que Troya.
—El remedio ha sido peor que la enfermedad—pensaba don Fermín.
Ana veía en los pormenores de la vida de beata mil motivos de repugnancia; pero prefería apartar de ellos la atención: no dejaba que el espíritu de contradicción buscase las debilidades, las groserías, las miserias de aquella devoción exterior y bullanguera. No quería censurar, no quería ver.
Pero a sí misma se comparaba al cadáver del Cid venciendo moros. No era ella, era su cuerpo el que llevaban de iglesia en iglesia.
Y volvió la inquietud honda y sorda a minar su alma. Esperaba ya otra época de luchas interiores, de aridez y rebelión.
Una noche, después de oír un sermón soporífero, entró en su tocador casi avergonzada de haber estado dos horas en la iglesia como una piedra; oyendo, sin piedad y sin indignación, sin lástima siquiera, necedades monótonas, tristes; viendo ceremonias que nada le decían al alma....
—Oh, no, no—se dijo, mientras se desnudaba—yo no puedo seguir así...
Y luego, sacudiendo la cabeza, y extendiendo los brazos hacia el techo, había añadido en voz alta, para dar más solemnidad a su protesta:
—¡Salvarme o perderme! pero no aniquilarme en esta vida de idiota.... ¡Cualquier cosa... menos ser como
todas esas
!
Y a los pocos días cayó enferma.
Cuando esta historia de su tibieza y de sus cobardes y perezosas transacciones con el mundo pasaba por la memoria de Ana, con formas plásticas, teatrales—gracias a la salud que volvía a rodar con la sangre—, sentía la débil convaleciente remordimientos que ella se complacía en creer intensos, punzantes. «¡Oh! ¡qué diferencia entre aquel sopor moral en que vivía pocas semanas antes, y la agudeza de su conciencia ahora, allí postrada, sin poder levantar el embozo de la colcha con la mano, pero con fuerza en la voluntad para levantar el plomo del pecado, que la abrumaba con su pesadumbre!».
«¡Esta sí que era resolución firme! Iba a ser buena, buena, de Dios, sólo de Dios; ya lo vería el Magistral. Y él, don Fermín, sería su maestro vivo, de carne y hueso; pero además tendría otro; la santa doctora, la divina Teresa de Jesús... que estaba allí, junto a su cabecera esperándola amorosa, para entregarle los tesoros de su espíritu».
Ana, burlando los decretos del médico, probó en los primeros días de aquella segunda convalecencia a leer en el libro querido: iba a él como un niño a una golosina. Pero no podía. Las letras saltaban, estallaban, se escondían, daban la vuelta... cambiaban de color... y la cabeza se iba.... «Esperaría, esperaría». Y dejaba el libro sobre la mesilla de noche, y con delicia que tenía mucho de voluptuosidad, se entretenía en imaginar que pasaban los días, que recobraba la energía corporal; se contemplaba en el Parque, en el cenador, o en lo más espeso de la arboleda leyendo, devorando a su Santa Teresa. «¡Qué de cosas la diría ahora que ella no había sabido comprender cuando la leyera distraída, por máquina y sin gusto!».
La impaciencia pudo más que las órdenes del médico, y antes de dejar el lecho, cuando empezaron a permitirle otra vez incorporarse entre almohadones, algo más fuerte ya, Ana hizo nuevo ensayo y entonces encontró las letras firmes, quietas, compactas; el papel blanco no era un abismo sin fondo, sino tersa y consistente superficie. Leyó; leyó siempre que pudo. En cuanto la dejaban sola, y eran largas sus soledades, los ojos se agarraban a las páginas místicas de la Santa de Ávila, y a no ser lágrimas de ternura ya nada turbaba aquel coloquio de dos almas a través de tres siglos.
Don Pompeyo Guimarán, presidente dimisionario de la
Libre Hermandad
, natural de Vetusta, era de familia portuguesa; y don Saturnino Bermúdez, el arqueólogo y etnógrafo, que dividía a todos sus amigos en celtas, íberos y celtíberos, sin más que mirarles el ángulo facial y a lo sumo palparles el cráneo, aseguraba que a don Pompeyo le quedaba mucho de la gente lusitana, no precisamente en el cráneo, sino más bien en el abdomen. Don Pompeyo no decía que sí ni que no; cierto era que el tenía un poco de panza, no mucho, obra de la edad y la vida sedentaria; que andaba muy tieso, porque creía que «quien era recto como espíritu, digámoslo así, debía serlo como físico»; pero en punto a los vestigios de raza y nación él se declaraba neutral: quería decir que le era indiferente esta cuestión, toda vez que tan español consideraba a un portugués como a un castellano como a un extremeño. De modo, que siempre que se le hablaba de tal asunto acababa por hacer una calorosa defensa de la unión ibérica, unión que debía iniciarse en el arte, la industria y el comercio para llegar después a la política.
Además ¿qué le importaban a don Pompeyo estos accidentes del nacimiento? Su inteligencia andaba siempre por más altas regiones. Él en este mundo era principalmente un
altruista
, palabreja que, preciso es confesarlo, no había conocido hasta que con motivo de una disputa filosófica de la que salió derrotado, el amor propio un tanto ofendido le llevó a leer las obras de Comte. Allí vio que los hombres se dividían en egoístas y
altruistas
y él, a impulsos de su buen natural, se declaró
altruista
de por vida; y, en efecto, se la pasó metiéndose en lo que no le importaba. Tenía algunas haciendas, pocas, la mayor parte procedentes de bienes nacionales; y de su renta vivía con mujer y cuatro hijas casaderas.