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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (74 page)

BOOK: La Regenta
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Comía sopa, cocido y principio; cada cinco años se hacía una levita, cada tres compraba un sombrero alto lamentándose de las exigencias de la moda, porque el viejo quedaba siempre en muy buen uso. A esto lo llamaba él su
aurea mediocritas
. Pudo haber sido empleado; pero «¿con quién? ¡si aquí nunca hay gobiernos!». Cargos gratuitos los desempeñaba siempre que se le ofrecían, porque sus conciudadanos le tenían a su disposición, sobre todo si se trataba de dar a cada uno lo suyo. A pesar de tanta modestia y parsimonia en los gastos, los maliciosos atribuían su exaltado liberalismo y su descreimiento y desprecio del culto y del clero a la procedencia de sus tierras. «¡Claro, decían las beatas en los corrillos de San Vicente de Paúl, y los ultramontanos en la redacción de
El Lábaro
, claro, como lo que tiene lo debe a los despojos impíos de los liberalotes! ¿Cómo no ha de aborrecer al clero si se está comiendo los bienes de la Iglesia?». A esto hubiera objetado don Pompeyo, si no despreciara tales hablillas, «abroquelado en el santuario de su conciencia», hubiera contestado que don Leandro Lobezno, el obispo de levita, el Preste Juan de Vetusta, el seráfico presidente de la Juventud Católica, era millonario gracias a los bienes nacionales que había comprado cierto tío a quien heredara el don Leandro». Pero no, don Pompeyo no contestaba. Él aborrecía el fanatismo, pero perdonaba a los fanáticos.

«¿No era él un filósofo? Bien sabía Dios que sí».—Esto de que bien lo sabía Dios era una frase hecha, como él decía, que se le escapaba sin querer, porque, en verdad sea dicho, don Pompeyo Guimarán no creía en Dios. No hay para qué ocultarlo. Era público y notorio. Don Pompeyo era el ateo de Vetusta. «¡El único!» decía él, las pocas veces que podía abrir el corazón a un amigo. Y al decir ¡el único! aunque afectaba profundo dolor por la ceguedad en que, según él, vivían sus conciudadanos, el observador notaba que había más orgullo y satisfacción en esta frase que verdadera pena por la falta de propaganda. Él daba ejemplo de ateísmo por todas partes, pero nadie le seguía.

En Vetusta no se aclimataba esta planta; él era el único ejemplar, robusto, inquebrantable eso sí, pero el único. Y don Pompeyo sentía remordimientos cuando se sorprendía deseando que jamás cundiese
la doctrina racional, salvadora
, que por tal la tenía. Todos le llamaban el
Ateo
, pero la experiencia había convencido a los más fanáticos de que no mordía. «Era el león enamorado de una doncella», decía elegantemente Glocester, «una fiera sin dientes». Hasta las más recalcitrantes beatas pasaban al lado del
Ateo
sin echarle una mala maldición: era como un oso viejo, ciego y con bozal que anduviese domesticado, de calle en calle, divirtiendo a los chiquillos; olía mal pero no pasaba de ahí. Sin embargo, varias veces se había pensado en darle un disgusto serio para que se convirtiera o abandonase el pueblo. Esto dependía del mayor o menor celo apostólico de los obispos. Uno hubo (después llegó a cardenal), que pensó seriamente en excomulgar a don Pompeyo. Este recibió la noticia en el Casino—todavía iba al Casino entonces—. Una sonrisa angelical se dibujó en su rostro: así debió de sonreír el griego que dijo: pega, pero escucha. La boca se le hizo agua: aquella excomunión le hacía cosquillas en el alma: ¡qué más podía ambicionar! En seguida pensó en tomar una postura moral digna de las circunstancias. Nada de aspavientos, nada de protestas.—Se contentó con decir—: El señor obispo no tiene derecho de excomulgar a quien no comulga; pero venga en buen hora la excomunión... y ahí me las den todas.

Su mujer y cuatro hijas pensaban de muy distinta manera. En vano quiso ocultarlas que el rayo amenazaba su hogar tranquilo. La casa de don Pompeyo se convirtió en un mar de lágrimas; hubo síncopes; doña Gertrudis cayó en cama. El infeliz Guimarán sintió terribles remordimientos: sintió además inesperada debilidad en las piernas y en el espíritu. «¡No que él se convirtiera! ¡eso jamás! pero ¡su Gertrudis, sus niñas!» y lloraba el desgraciado; y volviéndose del lado hacia donde caía el palacio episcopal enseñaba los puños y gritaba entre suspiros y sollozos:—«¡Me tienen atado, me tienen atado esos hijos de la aberración y la ceguera! ¡desgraciado de mí! ¡pero más dignos de compasión ellos que no ven la luz del medio día, ni el sol de la Justicia». Ni aun en tan amargos instantes insultaba al obispo y demás alto clero. Tuvo que transigir; tuvo que tolerar lo que al principio le sublevaba sólo pensado, que sus hijas se
moviesen
, que sus amigos pusieran en juego sus relaciones para que el obispo se metiera el rayo en el bolsillo.... Se consiguió, no sin trabajo, y sin necesidad de que don Pompeyo se retractase de sus errores. Se echó tierra al ateísmo de Guimarán. Él calló una temporada, pero luego volvió a la carga, incansable en aquella propaganda, que, en el fondo de su corazón, deseaba infructuosa, por el gusto de ser el único ejemplar de la, para él, preciosa especie del ateo. Sus principales batallas las daba en el Casino, donde pasaba media vida (después lo abandonó por motivos poderosos.) Los vetustenses eran, en general, poco aficionados a la teología; ni para bien ni para mal les agradaba hablar de las cosas
de tejas arriba
. Los
avanzados
se contentaban con atacar al clero, contar chascarrillos escandalosos en que hacían principal papel curas y amas de cura; en esta amena conversación entraban también con gusto algunos conservadores muy ortodoxos. Si creían haber llegado demasiado lejos y temían que alguien pudiera sospechar de su acendrada religiosidad, se añadía, después de la murmuración escandalosa:—«Por supuesto que estas son las excepciones.—No hay regla sin excepción, decía don Frutos el americano.—La excepción confirma la regla, añadía Ronzal el diputado. Y hasta había quien dijera:—Y hay que distinguir entre la religión y sus ministros.—Ellos son hombres como nosotros...». Los avanzados presentaban objeciones, defendían la solidaridad del dogma y el sacerdote, y entonces el mismo don Pompeyo tenía que ponerse de parte de los reaccionarios, hasta cierto punto y decir:—Señores, no confundamos las cosas, el mal está en la raíz.... El clero no es malo ni bueno; es como tiene que ser.... Al oír tal, todos se levantaban en contra, unos porque defendía al clero y otros porque atacaba el dogma. Bien decía él que estaba completamente solo, que era el
único
.—De aquellas discusiones, que buscaba y provocaba todos los días, afirmaba él que «salía su espíritu, llamémosle así, lleno de amargura (y no era verdad, el remordimiento se lo decía), lleno de amargura porque en Vetusta nadie pensaba; se vegetaba y nada más. Mucho de intrigas, mucho de politiquilla, mucho de intereses materiales mal entendidos; y nada de filosofía, nada de elevar el pensamiento a las regiones de lo ideal. Había algún erudito que otro, varios canonistas, tal cual jurisconsulto, pero pensador ninguno. No había más pensador que él». «Señores, decía a gritos después de tomar café, cerca del gabinete del tresillo, si aquí se habla de las graves cuestiones de la inmortalidad del alma, que yo niego por supuesto, de la Providencia, que yo niego también, o toman ustedes la cosa a broma, a guasa, como dicen ustedes, o sólo se preocupan con el aspecto utilitario, egoísta, de la cuestión: si Ronzal será inmortal, si don Frutos prefiere el aniquilamiento a la vida futura sin recuerdo de lo presente.... Señores ¿qué importa lo que quiera don Frutos ni lo que prefiera Ronzal? La cuestión no es esa; la cuestión es (y contaba por los dedos) si hay Dios o no hay Dios; si caso de haberlo, piensa para algo en la mísera humanidad, si...».

—«¡Chitón! ¡silencio!» gritaban desde dentro los del tresillo; y don Pompeyo bajaba la voz, y el corro se alejaba de los tresillistas, lleno de respeto, obedientes todos, convencidos de que aquello del juego era cosa mucho más seria que las teologías de don Pompeyo, más práctica, más respetable.—Miren ustedes, decía Ronzal, que todavía no era sabio, yo creo todo lo que cree y confiesa la Iglesia, pero la verdad, eso de que el cielo ha de ser una contemplación eterna de la Divinidad... hombre, eso es pesado.—¿Y qué? objetaba el americano don Frutos, en voz baja también, temeroso de nuevo aviso de los tresillistas; ¿y qué? Yo me contento con pasar la vida eterna mano sobre mano. Bastante he trabajado en este mundo. ¡Peor sería eso que dicen que dice
Alancardan
, o san Cardan, o san Diablo! pues... que.... No sabía cómo explicarlo el pobre don Frutos. «Ello venía a ser que en muriéndonos íbamos a otra estrella, y de allí a otra, a pasar otra vez las de Caín, y ganarnos la vida». La idea de volver, en Venus o en Marte, a buscar negros al África y comprarlos y venderlos a espaldas de la ley, le parecía absurda a Redondo y le volvía loco. «¡Antes el aniquilamiento, como dice el ateo!» concluía limpiando el copioso sudor de la frente, provocado por aquel esfuerzo intelectual, tan fuera de sus hábitos.—Con esta cuestión de la inmortalidad, era con la que abría don Pompeyo brecha en el alcázar de la fe de los socios, pero siempre concluían por cerrar aquella brecha con las salvedades de rúbrica.—«Por supuesto. Dios sobre todo.... Doctores tiene la Iglesia...».

Y en último caso, don Pompeyo ya les iba aburriendo con sus teologías. Le dejaban solo. Los tresillistas se quejaron a la junta. Tuvo que cambiar de mesa y de sala, si quiso seguir predicando ateísmo.

«¡Este era el estado del libre examen en Vetusta!» pensaba Guimarán con tristeza mezclada de orgullo.

En el billar tampoco querían teología racional. Don Pompeyo, más abandonado cada día, se colocaba taciturno, como Jeremías podría pararse en una plaza de Jerusalem, se colocaba, abierto de piernas, delante de la mesa pequeña, la de carambolas, y largo rato contemplaba a aquellos ilusos que pasaban las horas de la brevísima existencia, viendo chocar o no chocar tres bolas de marfil. Algunas veces tropezaba la maza de un taco con el abdomen de don Pompeyo.

—Usted dispense, señor Guimarán.

—Está usted dispensado, joven—respondía el pensador rascándose la barba con una ironía trágica, profunda, y sonriendo, mientras movía la cabeza dando a entender que estaba perdido el mundo.

Aburrido de tanta
superficialidad
subía al
cuarto del crimen
, a ver a los partidarios del azar. Allí oía el nombre de Dios a cada momento, pero en términos que no le parecían nada filosóficos.

—¡Don Pompeyo, tiene usted razón!—gritaba un perdido al despedirse de la última peseta—¡tiene usted razón, no hay Providencia!

—¡Joven, no sea usted majadero, y no confunda las cosas!

Y salía furioso del Casino. «No se podía ir allí».

Cuando
estalló la Revolución de Septiembre
, Guimarán tuvo esperanzas de que el librepensamiento tomase vuelo. Pero nada. ¡Todo era hablar mal del clero! Se creó una sociedad de filósofos... y resultó espiritista; el jefe era un estudiante madrileño que se divertía en volver locos a unos cuantos zapateros y sastres. Salió ganando la Iglesia, porque los infelices menestrales comenzaron a ver visiones y pidieron confesión a gritos, arrepintiéndose de sus errores con toda el alma. Y nada más: a eso se había reducido la
revolución religiosa
en Vetusta, como no se cuente a los que
comían de carne
en Viernes Santo.

Don Pompeyo no creía en Dios, pero creía en la Justicia. En figurándosela con J mayúscula, tomaba para él cierto aire de divinidad, y sin darse cuenta de ello, era idólatra de aquella palabra abstracta. Por la
justicia
se hubiera dejado hacer tajadas.

«La Justicia le obligaba a reconocer que el actual obispo de Vetusta, don Fortunato Camoirán, era una persona respetable, un varón virtuoso, digno; equivocado, equivocado de medio a medio, pero digno. ¿Tenía un ideal? pues don Pompeyo le respetaba».

Don Pompeyo no leía, meditaba. Después de las obras de Comte (que no pudo terminar), no volvió a leer libro alguno; y en verdad, él no los tenía tampoco. Pero meditaba.

Algunas veces discutía con Frígilis, en quien reconocía la
madera de un libre pensador
, pero mal educado. No le quería bien. «¡Ese es panteísta!» decía con desdén. «Ese adora la naturaleza, los animales, y los árboles especialmente... además, no es filósofo; no quiere pensar en las grandes cosas, sólo estudia nimiedades.... Está muy hueco porque después de cien mil ensayos ridículos, aclimató el Eucaliptus en Vetusta.... ¿Y qué? ¿Qué problema metafísico resuelve el Eucaliptus globulus? Por lo demás yo reconozco que es íntegro... y que sabe... que sabe... por más que su decantado darwinismo... y aquella locura de injertar gallos ingleses...».

Guimarán fue varias veces derrotado por Frígilis en sus polémicas. Frígilis era apóstol ferviente del transformismo; le parecía absurdo y hasta ridículo hacer ascos al abolengo animal.... Don Pompeyo, aunque se sentía seducido por aquella teoría que
dejaba
un subido y delicioso olor a herética y atea, no se decidía a creerse descendiente de cien orangutanes; sonreía como si le hiciesen cosquillas... pero no se determinaba a decir sí ni a decir no.

«Mi última afirmación es la duda.... Se me hace cuesta arriba». Pero de todas suertes su ateísmo quedaba en pie; para negar a Dios con la constancia y energía con que él lo negaba, no hacía falta leer mucho, ni hacer experimentos, ni meterse a cocinero químico. «¡Mi razón me dice que no hay Dios; no hay más que Justicia!».

Frígilis mientras don Pompeyo afirmaba estas cosas, le miraba sonriendo con benevolencia; y con un poco de burla, en que había algo de caridad, le decía:

—«¿Pero, señor Guimarán, tan seguro está usted de que no hay Dios?».

—«¡Sí, señor mío! ¡mis principios son fijos! ¡fijos! ¿entiende usted? Y yo no necesito manosear librotes y revolver tripas de cristianos y de animales, para llegar a mi conclusión categórica.... Si su ciencia de usted, después de tanta retorta, y tanto protoplasma y demás zarandajas, no da por resultado más que esa duda, ¡guárdese la ciencia de los libros en donde quiera, que yo no la he menester!».

El honrado Guimarán daba media vuelta y se iba furioso, llena el alma de rencores y envidias pasajeras, y Frígilis seguía sonriendo y movía la cabeza a un lado y a otro.

Si le preguntaban qué opinaba del

Ateo
, decía:

—«¿Quién, don Pompeyo? Es una buena persona. No sabe nada, pero tiene muy buen corazón».

Guimarán juró—tenía que parar en ello—juró no poner jamás los pies en el Casino.

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