Authors: Leopoldo Alas Clarin
Era muy capaz de un sentimentalismo vago que, como esas mujeres, tomaba por exquisita sensibilidad, casi casi por virtud. Pero esta virtud para damas se rige por leyes de una moral privilegiada, mucho menos severa que la desabrida moral del vulgo. Paco, sin pensar mucho en ello, y sin pensar claramente, esperaba todavía un amor puro, un amor grande, como el de los libros y las comedias; comprendía que era ridículo buscarlo y se declaraba escéptico en esta materia; pero allá adentro, en regiones de su espíritu en que él entraba rara vez, veía vagamente
algo mejor
que el ordinario galanteo, algo más serio que los apetitos carnales satisfechos y la vanidad contenta. Necesitaba para que todo eso saliera a la superficie, para darse cuenta de ello, que fantasía más poderosa que la suya provocase la actividad de su cerebro; la elocuencia de Mesía, insinuante, corrosiva, era el incentivo más a propósito. En un cuarto de hora, empleado en recorrer calles y plazuelas, don Álvaro hizo sentir al otro aquellos algos indefinidos del amor dosimétrico, que era la más alta idealidad a que llegaba el espíritu del Marquesito.
«Sí, todo aquello era puro. Se trataba de una mujer casada, es verdad; pero el amor ideal, el amor de las almas elegantes y escogidas no se para en barras. En París, y hasta en Madrid, se ama a las señoras casadas sin inconveniente. En esto no hay diferencia entre el amor puro y el ordinario».
Importaba mucho al jefe del partido liberal dinástico de Vetusta que Paquito le creyera enamorado de aquella manera sutil y alambicada. Si se convencía de la pureza y fuerza de esta pasión, le ayudaría no poco. La amistad entre los Vegallana y la Regenta era íntima. Paco jamás había dicho una palabra de amor a su amiga Anita, y esta le estimaba mucho; lo poco expansiva que era ella con Paco lo había sido mejor que con otros; en la casa del Marqués, además, se la podía ver a menudo; en otras casas pocas veces. Si Mesía quería conseguir algo, no era posible prescindir de Paquito. Supongamos que Ana consentía en hablar con don Álvaro a solas, ¿dónde podía ser? ¿En casa del Regente? Imposible, pensaba el seductor; esto ya sería una traición formal, de las que asustan más a las mujeres; semejantes enredos no podía admitirlos la Regenta: por lo menos al principio. La casa de Paco era un terreno neutral; el lugar más a propósito para comenzar en regla un asedio y esperar los acontecimientos. Don Álvaro lo sabía por larga experiencia. En casa de Vegallana había ganado sus más heroicas victorias de amor. Su orgullo le aconsejaba que no hiciera en favor de Ana Ozores una excepción que a todo Vetusta le parecería indispensable.
Por lo mismo, quería él vencer allí para que vieran.
Había de ser en el salón amarillo, en el célebre salón amarillo. ¿Qué sabía Vetusta de estas cosas? Tan mujer era la Regenta como las demás; ¿por qué se empeñaban todos en imaginarla invulnerable? ¿Qué blindaje llevaba en el corazón? ¿Con qué unto singular, milagroso, hacía incombustible la carne flaca aquella hembra? Mesía no creía en la virtud absoluta de la mujer; en esto pensaba que consistía la superioridad que todos le reconocían. Un hombre hermoso, como él lo era sin duda, con tales ideas tenía que ser irresistible.
«Creo en mí y no creo en ellas». Esta era su divisa.
Para lo que servía aquel supersticioso respeto que inspiraba a Vetusta la virtud de la Regenta era, bien lo conocía él, para aguijonearle el deseo, para hacerle empeñarse más y más, para que fuese poco menos que verdad aquello del enamoramiento que le estaba contando a su amiguito.
«Él era, ante todo, un hombre político; un hombre político que aprovechaba el amor y otras pasiones para el medro personal». Este era su dogma hacía más de seis años. Antes conquistaba por conquistar. Ahora con su cuenta y razón; por algo y para algo. Precisamente tenía entre manos un vastísimo plan en que entraba por mucho la señora de un personaje político que había conocido en los baños de Palomares. Era otra virtud. Una virtud a prueba de bomba; del gran mundo. Pues bien, había empezado a minar aquella fortaleza. ¡Era todo un plan! Esperaba en el buen éxito, pero no se apresuraba. No se apresuraba nunca en las cosas difíciles. Él, el conquistador a lo Alejandro, el que había rendido la castidad de una robusta aldeana en dos horas de pugilato, el que había deshecho una boda en una noche, para sustituir al novio, el Tenorio repentista, en los casos graves procedía con la paciencia de un estudiante tímido que ama platónicamente. Había mujeres que sólo así sucumbían; a no ser que abundasen las ocasiones de los ataques bruscos con seguridad del secreto; entonces se acortaban mucho los plazos del rendimiento. La señora del personaje de Madrid era de las que exigían años. Pero el triunfo en este caso aseguraba grandes adelantos en la carrera, y esto era lo principal en Mesía, el hombre político. Ahora se empezaba a hablar en Vetusta de si él ponía o no ponía los ojos en la Regenta. ¡Vergüenza le daba confesárselo a sí propio! ¡Dos años hacía que ella debía creerle enamorado de sus prendas! Sí, dos años llevaba de prudente sigiloso culto externo, casi siempre mudo, sin más elocuencia que la de los ojos, ciertas idas y venidas y determinadas actitudes ora de tristeza, ora de impaciencia, tal vez de desesperación. Y ¡mayor vergüenza todavía! otros dos años había empleado en merecer el poeta Trifón Cármenes, enamorado líricamente de la Regenta. Bien lo había conocido don Álvaro, y aunque el rival no le parecía temible, era muy ridículo coincidir con tamaño personaje en la fecha de las operaciones y en el sistema de ataque. Pero al principio no había más remedio, había que proceder así. Claro es que el poeta se había quedado muy atrás; no había pasado de esta situación, poco lisonjera: la Regenta no sabía que aquel chico estaba enamorado de ella. Le veía a veces mirarla con fijeza y pensaba:
«¡Qué distraído es ese poetilla de
El Lábaro
! deben de tenerle muy preocupado los consonantes». Y en seguida se olvidaba de que había Cármenes en el mundo. Entonces ya no le quedaba al poeta más testigo de su dolor que Mesía, la única persona del mundo que entendía el sentido oculto y hondo de los versos eróticos de Cármenes. Aquellas elegías parecían charadas, y sólo podía descifrarlas don Álvaro dueño de la clave.
Esta parte ridícula, según él, de su empeño, ponía furioso unas veces al gentil Mesía y otras de muy buen humor. ¡Era chusco! ¡Él, rival de Trifón! Había que dar un asalto. Ya debía de estar aquello bastante preparado. Aquello era el corazón de la Regenta.
El presidente del Casino apreciaba el progreso de la cultura por la lentitud o rapidez en esta clase de asuntos. Vetusta era un pueblo primitivo. Dígalo si no lo que a él le pasaba con Anita Ozores. Verdad era que en aquellos dos años había rendido otras fortalezas. Pero ninguna aventura había sido de las ruidosas; nada podía saber la Regenta de cierto y el amor y la constancia del discreto adorador debían de ser para ella cosa poco menos que segura. La prudencia y el sigilo eran dotes positivas de don Álvaro en tales asuntos. Sus aventuras actuales pocos las conocían; las que sonaban y hasta refería él siempre eran antiguas. Con esto y la natural vanidad que lleva a la mujer a creerse querida de veras, la Regenta podía, si le importaba, creer que el Tenorio de Vetusta había dejado de serlo para convertirse en fino, constante y platónico amador de su gentileza. Esto era lo que él quería saber a punto fijo. ¿Creería en él? ¿le sacrificaría la tranquilidad de la conciencia y otras comodidades que ahora disfrutaba en su hogar honrado?
Algunas insinuaciones tal vez temerarias le habían hecho perder terreno, y con ellas había coincidido el cambio de confesores de la Regenta.
«Todo se puede echar a perder ahora», había pensado don Álvaro. «La devoción sería un rival más temible que Cármenes; el Magistral un cancerbero más respetable que don Víctor Quintanar, mi buen amigo».
No había más remedio que jugar el todo por el todo.
Había llegado la época de la recolección: ¿serían calabazas? No lo esperaba; los síntomas no eran malos; pero, aunque se lo ocultase a sí mismo, no las tenía todas consigo. Por eso le irritaba más la supersticiosa fe de Vetusta en la virtud de aquella señora; le irritaba más porque él, sin querer, participaba de aquella fe estúpida.
«Y con todo, yo tengo datos en contra, pensaba, ciertos indicios. Y además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la Biblia lo dice! ¿Mujer fuerte? ¿Quién la hallará?».
Si hubiese conocido Paco Vegallana estos pensamientos de su amigo, que probaban la falsedad de su amor, le hubiera negado su eficaz auxilio en la conquista de la Regenta. Sólo el amor fuerte, invencible, podía disculparlo todo. A lo menos así lo decía la moral de Paco. Queriendo tanto y tan bien como decía don Álvaro, nada de más haría la Regenta en corresponderle. Una mujer casada, peca menos que una soltera cometiendo una falta, porque, es claro, la casada... no se compromete.
—«¡Esta es la moral positiva!—decía el Marquesito muy serio cuando alguien le oponía cualquier argumento—. Sí, señor, esta es la moral moderna, la científica; y eso que se llama el Positivismo no predica otra cosa; lo inmoral es lo que hace daño positivo a alguien. ¿Qué daño se le hace a un marido
que no lo sabe
?».
Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad, que él estimaba excelente para tales aplicaciones, aunque, como buen conservador, no la quería en las Universidades.
«¿Por qué? Porque el saber esas cosas no es para chicos».
Cuando llegaron al portal del palacio de Vegallana, su futuro dueño tenía lágrimas en los ojos. ¡Tanto le había ablandado el alma la elocuencia de Mesía! ¡Qué grande contemplaba ahora a su don Álvaro! Mucho más grande que nunca. «¿Con que el escéptico redomado, el hombre frío, el
dandy
desengañado, tenía otro hombre dentro? ¡Quién lo pensara! ¡Y qué bien casaban aquellos colores (aquellos matices delicados, quería decir Paco), aquel contraste de la aparente indiferencia, del elegante pesimismo con el oculto fervor erótico, un si es no es romántico!». Si en vez de la
Historia de la prostitución
Paquito hubiese leído ciertas novelas de moda, hubiera sabido que don Álvaro no hacía más que imitar—y de mala manera, porque él era ante todo un hombre político—a los héroes de aquellos libros elegantes. Sin embargo, algo encontraba Paco en sus lecturas parecido a Mesía; era este una Margarita Gauthier del sexo fuerte; un hombre capaz de redimirse por amor. Era necesario redimirle, ayudarle a toda costa.
«Y que perdonase don Víctor Quintanar, incapaz de ser escéptico, frío y prosaico por fuera, romántico y dulzón por dentro».
Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de más partido entre las mozas del ídem, estaba resuelto:
1.º A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por seguros, de la Regenta y Mesía. Y
2.º A buscar para uso propio, un acomodo neo-romántico, una
pasión verdad
, compatible con su afición a las formas amplias y a las turgencias hiperbólicas, que él no llamaba así por supuesto.
—¿Quién está arriba?—preguntó a un criado, seguro de que estaría la Regenta «porque se lo daba el corazón».
—Hay dos señoras.—¿Quiénes son? El criado meditó.—Una creo que es doña Visita, aunque no las he visto; pero se la oye de lejos... la otra... no sé.
—Bueno, bueno—dijo Paco, volviéndose a Mesía—. Son ellas. Estos días Visita no se separa de Ana.
A Mesía le temblaron un poco las piernas, muy contra su deseo.
—Oye—dijo—llévame primero a tu cuarto. Quiero que allí me expliques, como si te fueras a morir, la verdad, nada más que la verdad de lo que hayas notado en ella, que puede serme favorable.
—Bien; subamos. Paco se turbó. La verdad de lo que había notado... no era gran cosa. Pero ¡bah! con un poco de imaginación... y precisamente él estaba tan excitado en aquel momento....
Las habitaciones del Marquesito estaban en el segundo piso. Al llegar al vestíbulo del primero, oyeron grandes carcajadas.... Era en la cocina. Era la carcajada eterna de Visita.
—¡Están en la cocina!—dijo Mesía asombrado y recordando otros tiempos.
—Oye—observó Paco—¿no esperaba Visita a Obdulia en su casa para hacer empanadas y no sé qué mas?
—Sí, ella lo dijo.—Entonces... ¿cómo está aquí Visitación?
—¿Y qué hacen en la cocina?
Una hermosa cabeza de mujer, cubierta con un gorro blanco de fantasía, apareció en una ventana al otro lado del patio que había en medio de la casa. Debajo del gorro blanco flotaban graciosos y abundantes rizos negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos ojos muy grandes y habladores hacían gestos, unos brazos robustos y bien torneados, blancos y macizos, rematados por manos de muñeca, mostraban, levantándolo por encima del gorro, un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la muerte; del pico caían gotas de sangre.
Obdulia, dirigiéndose a los atónitos caballeros, hizo ademán de retorcer el pescuezo a su víctima y gritó triunfante:
—¡Yo misma! ¡he sido yo misma! ¡Así a todos los hombres!...
«¡Era Obdulia! ¡Obdulia! Luego no estaba la otra».
El marqués de Vegallana era en Vetusta el jefe del partido más reaccionario entre los dinásticos; pero no tenía afición a la política y más servía de adorno que de otra cosa. Tenía siempre un favorito que era el jefe verdadero. El favorito actual era (¡oh escándalo del juego natural de las instituciones y del turno pacífico!) ni más ni menos, don Álvaro Mesía, el jefe del partido liberal dinástico. El reaccionario creía resolver sus propios asuntos y en realidad obedecía a las inspiraciones de Mesía. Pero este no abusaba de su poder secreto. Como un jugador de ajedrez que juega solo y lo mismo se interesa por los blancos que por los negros, don Álvaro cuidaba de los negocios conservadores lo mismo que de los liberales. Eran panes prestados. Si mandaban los del Marqués, don Álvaro repartía estanquillos, comisiones y licencias de caza, y a menudo algo más suculento, como si fueran gobierno los suyos; pero cuando venían los liberales, el marqués de Vegallana seguía siendo árbitro en las elecciones, gracias a Mesía, y daba estanquillos, empleos y hasta prebendas. Así era el turno pacífico en Vetusta, a pesar de las apariencias de encarnizada discordia. Los soldados de fila, como se llamaban ellos, se apaleaban allá en las aldeas, y los jefes se entendían, eran uña y carne. Los más listos algo sospechaban, pero no se protestaba, se procuraba sacar tajada doble, aprovechando el secreto.