La Regenta (26 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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Vegallana tenía una gran pasión: la de «tragarse leguas», o sea dar paseos de muchos kilómetros.

Le aburrían las intrigas de politiquilla.

Era cacique honorario; el cacique en funciones, su mano derecha, Mesía. Don Álvaro era al Marqués en política lo que a Paquito en amores, su Mentor, su Ninfa Egeria. Padre e hijo se consideraban incapaces de pensar en las respectivas materias sin la ayuda de su Pitonisa. Aquí estaba el secreto de la política de Vegallana, conocido por pocos.

Los más, al salir de una junta del «Salón de Antigüedades», solían exclamar:

—¡Qué cabeza la de este Marqués! Nació para amaños electorales, para manejar pueblos.

—No, y los años no le rinden; siempre es el mismo.

Y todo lo que alababan era obra del otro, de Mesía.

Cuando este quería castigar a alguno de los suyos, le ponía enfrente de un candidato reaccionario a quien había que dejar el triunfo. El Marqués agradecía a don Álvaro su abnegación, y le pagaba diciéndole, por ejemplo:

—Oiga usted, mi correligionario, Fulano quiere tal cosa, pero a mí me carga ese hombre; haga usted que triunfe el pretendiente liberal. Y entonces Mesía premiaba los servicios de algún servidor fidelísimo.

¡Quién le hubiera dicho a Ronzal que él debía el verse diputado de la Comisión a una de estas sabias combinaciones!

El Marqués decía que «la fatalidad le había llevado a militar en un partido reaccionario; el nacimiento, los compromisos de clase; pero su temperamento era de liberal». Tenía grandes «amistades personales» en las aldeas, y repartía abrazos por el distrito en muchas leguas a la redonda. Durante las elecciones, cuando muchos, casi todos, le creían manejando la complicada máquina de las influencias, el único servicio positivo y directo que prestaba era el de agente electoral. Pedía un puñado de candidaturas a Mesía y las repartía por las parroquias electorales que visitaba en sus paseos de Judío Errante.

Cuando emprendía una excursión por camino desconocido, contaba los pasos, aunque hubiese medidas oficiales, porque no se fiaba de los kilómetros del Gobierno. Contaba los pasos y los millares los señalaba con piedras menudas que metía en los bolsillos de la americana. Llegaba a casa y descargaba sobre una mesa aquellos sacos para contar más satisfecho las piedras miliarias. Aquella noche en la tertulia se hablaba en primer término del paseo de Vegallana.

—¿A dónde bueno, Marqués?—le preguntaba un amigo que le encontraba en el campo.

—A Cardona por la Carbayeda... mil ciento uno... mil ciento dos... tres... cuatro...—y seguía marcando el paso, apoyándose en un palo con nudos y ahumado, como el de los aldeanos de la tierra.

Aquel garrote, la sencilla americana y el hongo flexible de anchas alas eran la garantía de su popularidad en las aldeas. Tenía todo el orgullo y todas las preocupaciones de sus compañeros en nobleza vetustense, pero afectaba una llaneza que era el encanto de las almas sencillas.

Tenía otra manía, corolario de sus paseos, la manía de las pesas y medidas. Sabía en números decimales la capacidad de todos los teatros, congresos, iglesias, bolsas, circos y demás edificios notables de Europa. «Covent Garden tiene tantos metros de ancho por tantos de largo, y tantos de altura»; y hallaba el cubo en un decir Jesús. El Real tiene tantos metros cúbicos menos que la Gran Ópera. Mentía cuando quería deslumbrar al auditorio, pero podía ser exacto, asombrosamente exacto si se le antojaba. «A mí hechos, datos, números—decía—; lo demás... filosofía alemana».

En arquitectura le preocupaban mucho las proporciones. Para que hubiese proporción entre la catedral y la plazuela, convendría retirar tres o cuatro metros la catedral. Y él lo hubiera propuesto de buen grado. Era el enemigo natural de D. Saturnino Bermúdez en materia de monumentos históricos y ornato público. Todo lo quería alineado. Soñaba con las calles de Nueva York—que nunca había visto—y si le sacaban este argumento:

—«Pero la nobleza se opone por su propia esencia a esas igualdades».

Contestaba:—«Señor mío,
distingue tempora
... (no quería decir eso) no tergiversemos, no involucremos,
post hoc ergo propter hoc
(tampoco quería decir eso.) La verdadera desigualdad está en la sangre, pero los tejados deben medirse todos por un rasero. Así lo hace América, que nos lleva una gran ventaja».

La Colonia, la parte nueva de Vetusta, merced a la influencia poderosa del Marqués, por un rasero se había medido.

No había una casa más alta que otra.

Protestaban algunos americanos que querían hacer palacios de ocho pisos para ver desde las guardillas el campanario de su pueblo; pero el Municipio, bajo la presión del Marqués, nivelaba todos los tejados «dejando para otras esferas de la vida las naturales desigualdades de la sociedad en que vivimos», como decía el Marqués en un artículo anónimo que publicó en
El Lábaro
.

La Marquesa tenía a su esposo por un grandísimo majadero, condición que ella creía casi universal en los maridos. Ella sí que era liberal. Muy devota, pero muy liberal, porque lo uno no quita lo otro. Su devoción consistía en presidir muchas cofradías, pedir limosna con gran descaro a la puerta de las iglesias, azotando la bandeja con una moneda de cinco duros, regalar platos de dulce a los canónigos, convidarles a comer, mandar capones al Obispo y fruta a las monjas para que hicieran conservas. La libertad, según esta señora, se refería principalmente al sexto mandamiento. «Ella no había sido ni mala ni buena, sino como todas las que no son completamente malas, pero tenía la virtud de la más amplia tolerancia. Opinaba que lo único bueno que la aristocracia de ahora podía hacer era divertirse. ¿No podía imitar las virtudes de la nobleza de otros tiempos? Pues que imitara sus vicios». Para la Marquesa no había más que Luis XV y Regencia. Los muebles de su salón amarillo y la chimenea de su gabinete estaban copiados de una sala de Versalles, según aseguraban el tapicero y el arquitecto; pero el amor de la Marquesa a lo mullido y almohadillado había ido introduciendo grandes modificaciones en el salón Regencia.

El capitán Bedoya, el gran anticuario, murmuraba del salón amarillo diciendo:

—«La Marquesa se empeña en llamar aquello estilo de la Regencia; ¿por dónde? como no sea de la regencia de Espartero...». Los muebles eran lujosos, pero estaban maltratados y lo que era peor, desde el punto de vista arqueológico, convertidos en flagrantes anacronismos.

Les había hecho sufrir varios cambios, aunque siempre sobre la base del amarillo, cubriéndolos con damasco, primero, con seda brochada después, y últimamente con raso basteado,
capitoné
que ella decía, en almohadillas muy abultadas y menudas, que a don Saturnino se le antojaban impúdicas. El tapicero protestó en tiempo oportuno; en el salón sentaba mal lo
capitoné
, según su dogma, pero la Marquesa se reía de estas imposiciones oficiales. En los demás muebles del salón, espejos, consolas, colgaduras, etc., se había pasado de lo que entendiera el mueblista por Regencia a la mezcla más escandalosa, según el capricho y las comodidades de la Marquesa. Si se le hablaba de mal gusto, contestaba que la moda moderna era lo
confortable
y la libertad. Los antiguos cuadros de la escuela de Cenceño sin duda, pero al fin venerables como recuerdos de familia, los había mandado al segundo piso, y en su lugar puso alegres acuarelas, mucho torero y mucha manola y algún fraile pícaro; y con escándalo de Bedoya y de Bermúdez hasta había colgado de las paredes cromos un poco verdes y nada artísticos. En el gabinete contiguo, donde pasaba el día la Marquesa, la anarquía de los muebles era completa, pero todos eran cómodos; casi todos servían para acostarse; sillas largas, mecedoras, marquesitas, confidentes, taburetes, todo era una conjuración de la pereza; en entrando allí daban tentaciones de echarse a la larga. El sofá de panza anchísima y turgente con sus botones ocultos entre el raso, como pistilos de rosas amarillas, era una muda anacreóntica, acompañada con los olores excitantes de las cien esencias que la Marquesa arrojaba a todos los vientos.

La excelentísima señora doña Rufina de Robledo, marquesa de Vegallana, se levantaba a las doce, almorzaba, y hasta la hora de comer leía novelas o hacía crochet, sentada o echada en algún mueble del gabinete. La gran chimenea tenía lumbre desde Octubre hasta Mayo. De noche iba al teatro doña Rufina siempre que había función, aunque nevase o cayeran rayos; para eso tenía carruajes.
Si no había teatro
, y esto era muy frecuente en Vetusta, se quedaba en su gabinete donde recibía a los amigos y amigas que quisieran hablar de sus cosas, mientras ella leía periódicos satíricos con caricaturas, revistas y novelas. Sólo intervenía en la conversación para hacer alguna advertencia del género de los epigramas del Arcipreste, su buen amigo. En estas breves interrupciones, doña Rufina demostraba un gran conocimiento del mundo y un pesimismo de buen tono respecto de la virtud. Para ella no había más pecado mortal que la hipocresía; y llamaba hipócritas a todos los que no dejaban traslucir aficiones eróticas que podían no tener. Pero esto no lo admitía ella. Cuando alguno
salía garante
de una virtud, la Marquesa, sin separar los ojos de sus caricaturas, movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba entre dientes postizos, como si rumiase negaciones. A veces pronunciaba claramente:

—A mí con esas... que soy tambor de marina.

No era tambor, pero quería dar a entender que había sido más fiel a las costumbres de la Regencia que a sus muebles. Sus citas históricas solían referirse a las queridas de Enrique VIII y a las de Luis XIV.

En tanto, el salón amarillo estaba en una discreta obscuridad, si había pocos tertulios. Cuando pasaban de media docena, se encendía una lámpara de cristal tallado, colgada en medio del salón. Estaba a bastante altura; sólo podía llegar a la llave del gas Mesía, el mejor mozo. Los demás se quejaban. Era una injusticia.

—«¿Para qué poner tan alta la lámpara?»—decían algunos un tanto ofendidos.

Doña Rufina se encogía de hombros.

—«Cosas de ese»—respondía—aludiendo a su marido.

No era muy escrupuloso el Marqués en materia de moral privada; pero una noche había entrado palpando las paredes para atravesar el salón y llegar al gabinete, cuya puerta estaba entornada; su mano tropezó con una nariz en las tinieblas, oyó un grito de mujer—estaba seguro—y sintió ruido de sillas y pasos apagados en la alfombra. Calló por discreción, pero ordenó a los criados que colocaran más alta la lámpara. Así nadie podría quitarle luz ni apagarla. Pero resultó una desigualdad irritante, porque Mesía, poniéndose de puntillas, llegaba todavía a la llave del gas.

De las tres hijas de los marqueses, dos, Pilar y Lola, se habían casado y vivían en Madrid; Emma, la segunda, había muerto tísica. Aquella escasa vigilancia a que la Marquesa se creía obligada cuando sus hijas vivían con ella, había desaparecido. Era el único consuelo de tanta soledad. En tiempo de ferias, doña Rufina hacía venir alguna sobrina de las muchas que tenía por los pueblos de la provincia. Aquellas lugareñas linajudas esperaban con ansia la época de las ferias, cuando les tocaba el turno de ir a Vetusta. Desde niñas se acostumbraban a mirar como temporada de excepcional placer la que se pasaba con la tía, en medio de lo
mejorcito
de la capital. Algunos padres timoratos oponían algunos argumentos de aquella moralidad privada que no preocupaba al Marqués, pero al fin la vanidad triunfaba y siempre tenía su sobrina en ferias la señora marquesa de Vegallana. Las sobrinitas ocupaban los aposentos de las hijas ausentes;—el de Emma no volvió a ser habitado, pero se entraba en él cuando hacía falta—. Las muchachas animaban por algunas semanas con el ruido de mejores días aquellas salas y pasillos, alcobas y gabinetes, demasiado grandes y tristes cuando estaban desiertos. De noche, sin embargo, no faltaba algazara en el piso principal, hubiera sobrinas o no. En el segundo, de día y de noche había aventuras, pero silenciosas. Un personaje de ellas siempre era Paquito. Cuando estaba sereno, juraba que no había cosa peor que perseguir a la servidumbre femenina en la propia casa; pero no podía dominarse.
Videor meliora
, le decía don Saturno sin que Paco le entendiese. En la tertulia de la Marquesa, con sobrinas o sin ellas, predominaba la juventud. Las muchachas de las familias más distinguidas iban muy a menudo a hacer compañía a la pobre señora que se había quedado sin sus tres hijas. Previamente se daba cita al novio respectivo; y cuando no, esperaban los acontecimientos. Allí se improvisaban los noviazgos, y del salón amarillo habían salido muchos matrimonios
in extremis
, como decía Paquito creyendo que
in extremis
significaba una cosa muy divertida. Pero lo que salía más veces, era asunto para la crónica escandalosa. Se respetaba la casa del Marqués, pero se despellejaba a los tertulios. Se contaba cualquier aventurilla y se añadía casi siempre:

—«Lo más odioso es que esas... tales hayan escogido para sus... cuales una casa tan respetable, tan digna». Los liberales avanzados, los que no se andaban con paños calientes, sostenían que la casa era lo peor.

Sin embargo, los maldicientes procuraban ser presentados en aquella casa donde había tantas aventuras.

Aunque algo se habían relajado las costumbres y ya no era un círculo tan estrecho como en tiempo de doña Anuncia y doña Águeda (q. e. p. d.) el
de la clase
, aún no era para todos el entrar en la tertulia de confianza de Vegallana. Los mismos tertulios procuraban cerrar las puertas, porque se daban tono así, y además no les convenían testigos. «Estaban mejor en
petit comité
». El espíritu de tolerancia de la Marquesa había contagiado a sus amigos. Nadie espiaba a nadie. Cada cual a su asunto. Como el ama de la casa autorizaba sobradamente la tertulia, las mamás que nada esperaban ya de las vanidades del mundo, dejaban ir a las niñas solas. Además, nunca faltaban casadas todavía ganosas de cuidar la honra de sus retoños o de divertirse por cuenta propia. ¿Y quién duda que estas se harían respetar? Allí estaba Visitación por ejemplo. Algunas madres había que no pasaban por esto; pero eran las ridículas, así como los maridos que seguían conducta análoga. Algún canónigo solía dar mayores garantías de moralidad con su presencia, aunque es cierto que no era esto frecuente, ni el canónigo paraba allí mucho tiempo. El clero catedral prefería visitar a la Marquesa de día. A los escrupulosos se les llamaba hipócritas y adelante.

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