Authors: Leopoldo Alas Clarin
—Anita, Anita—gritó Visitación.
Entonces Mesía pudo ver el rostro de la Regenta, que sonreía y saludaba. Nunca la había visto tan hermosa. Traía las mejillas sonrosadas, y ella era pálida; también parecía haber estado al lado de un fogón como Visita y Obdulia; en sus ojos había un brillo seco, destellos de alegría que se difundían en reflejos por todo el rostro. Venía con cara de sonreír a sus ideas.
Y además de esto notó Mesía que le había mirado sin conmoverse, sin turbarse, como a Visita, ni más ni menos; hasta en su saludo, más franco y expansivo que otras veces, había visto una especie de desaire, la expresión de una indiferencia que le irritaba. Era como si le hubiera dicho: gozquecillo, tú no muerdes, no te temo. Se vería. Por lo pronto aquella afabilidad era desprecio. ¿Qué había pasado en la catedral? ¿Qué hombre era aquel don Fermín que en una sola conferencia había cambiado aquella mujer?
Todo esto pensó en un momento, irritado, con vehemente deseo de salir de dudas y vacilaciones. Pero nada le salió al rostro. Saludó con su aire grave, con aquel aire de gentleman que tanto le envidiaba Trabuco, su admirador y mortal enemigo.
—¿Has confesado?—Sí, ahora mismo.
—¿Con el Magistral, por supuesto?
—Sí, con él.—¿Qué tal? ¿Excelente, verdad? ¿Qué te decía yo? ¿No subes?
—No, ahora no puedo. Obdulia oyó la voz de Ana y corrió al balcón, sin cuidarse de reparar el desorden de su traje y peinado.
—¡Ana, sube, anda, tonta!—gritó la viuda mientras devoraba a la Regenta con los ojos de pies a cabeza.
Para Obdulia las demás mujeres no tenían más valor que el de un maniquí de colgar vestidos; para trapos ellas; para todo lo demás, los hombres.
Ana se excusó otra vez; tenía que hacer. Saludó con graciosa sonrisa y siguió adelante. Un momento se habían encontrado sus ojos con los de Mesía, pero no se habían turbado ni escondido como otras veces; le habían mirado distraídos, sin que ella procurase evitar
el contacto
de aquellas pupilas cargadas de lascivia y de amor propio irritado, confundido con el deseo.
Todos callaban en el balcón mientras la Regenta se alejaba y desaparecía por la calle desierta. Todos la siguieron con la mirada hasta que dobló la esquina. Obdulia dijo, queriendo afectar un tono algo desdeñoso:
—Va muy sencilla. Y se volvió al gabinete.—¡Cómetela!...—gritó al oído de Álvaro Visita con voz en que asomaba un poco de burla. Y añadió muy seria:
—¡Cuidado con el Magistral, que sabe mucha teología parda!...
En la Plaza Nueva, en una rinconada sumida ya en la sombra está el palacio de los Ozores, de fachada ostentosa, recargada, sin elegancia, de sillares ennegrecidos, como los del Casino, por la humedad que trepa hasta el tejado por las paredes.
Al llegar al portal Ana se detuvo; se estremeció como si sintiera frío. Miró hacia la bocacalle próxima; por allí el horizonte se abría lleno de resplandores. La calle del Águila era una pendiente rápida que dejaba ver en lontananza la sierra y los prados que forman su falda, verdes y relucientes entonces. Cruzaban la plaza y pasaban sobre los tejados golondrinas gárrulas, inquietas, que iban y venían, como si hiciesen sus visitas de despedida, próximo el viaje de invierno.
—Oye, Petra, no llames; vamos a dar un paseo....
—¿Las dos solas?—Sí, las dos... por los prados... a campo traviesa.
—Pero, señorita, los prados estarán muy mojados....
—Por algún camino... extraviado... por donde no haya gente. Tú que eres de esas aldeas, y conoces todo eso, ¿no sabes por dónde podremos ir sin que encontremos a nadie?
—Pero, si estará todo húmedo....
—Ya no; el sol habrá secado la tierra.... ¡Yo traigo buen calzado. Anda... vamos, Petra!
Ana suplicaba con la voz como una niña caprichosa y con el gesto como una mística que solicita favores celestiales.
Petra miró asombrada a su señora. Nunca la había visto así. ¿Qué era de aquella frialdad habitual, de aquella tranquilidad que parecía recelo y desconfianza disimulados?
Tenía la doncella algo más de veinticinco años; era rubia de color de azafrán, muy blanca, de facciones correctas; su hermosura podía excitar deseos, pero difícilmente producir simpatías. Procuraba disimular el acento desagradable de la provincia y hablaba con afectación insoportable. Había servido en muchas casas principales. Era buena para todo, y se aburría en casa de Quintanar, donde no había aventuras ni propias ni ajenas. Amos y criados parecían de estuco. Don Víctor era un viejo tal vez amigo de los amores fáciles, pero jamás había pasado su atrevimiento de alguna mirada insistente, pegajosa, y algún piropo envuelto en circunloquios que no le comprometían. El ama era muy callada, muy cavilosa; o no tenía nada que tapar o lo tapaba muy bien. Sin embargo, Petra había adquirido la convicción de que aquella señora estaba muy aburrida. Aprovechaba la doncella las pocas ocasiones que se le ofrecían para procurarse la confianza de la Regenta. Era solícita, discreta, y fingía humildad, virtud, la más difícil en su concepto.
Un paseo a campo traviesa, después de confesar, solas, en una tarde húmeda, daba mucho en qué pensar a Petra. Ella no deseaba otra cosa, pero insistía en su oposición por ver adónde llegaba el capricho del ama. Otras habían empezado así.
Bajaron por la calle del Águila. A su extremo, pasaba, perpendicular, la carretera de Madrid.
—Por ahí no—dijo el ama—. Por aquí; vamos hacia la fuente de Mari—Pepa.
—A estas horas no hay nadie por estos sitios, y el piso ya estará seco; todavía da el sol. Mire usted, allí está la fuente.
Petra mostró a su señora allá abajo, en la vega, una orla de álamos que parecía en aquel momento de plata y oro, según la iluminaban los rayos oblicuos del poniente. El camino era estrecho, pero igual y firme; a los lados se extendían prados de yerba alta y espesa y campos de hortaliza. Huertas y prados los riegan las aguas de la ciudad y son más fértiles que toda la campiña; los prados, de un verde fuerte, con tornasoles azulados, casi negros, parecen de tupido terciopelo. Reflejando los rayos del sol en el ocaso deslumbran. Así brillaban entonces. Ana entornaba los ojos con delicia, como bañándose en la luz tamizada por aquella frescura del suelo.
Setos de madreselva y zarzamora orlaban el camino, y de trecho en trecho se erguía el tronco de un negrillo, robusto y achaparrado, de enorme cabezota, como un as de bastos, con algunos retoños en la calvicie, varillas débiles que la brisa sacudía, haciendo resonar como castañuelas las hojas solitarias de sus extremos.
—Mire usted, señora, ¡cosa más rara! a ninguna de esas ramas le queda más hoja que la más alta, la de la punta....
Después de esta observación, y otras por el estilo, Petra se paraba a coger florecillas en los setos, se pinchaba los dedos, se enganchaba el vestido en las zarzas, daba gritos, reía; iba tomando cierta confianza al verse sola con su ama, en medio de los prados, por caminos de mala fama, solitarios, que sabían de ella tantas cosas dignas de ser calladas.
Petra no se fiaba de la piedad repentina de la Regenta.
«¡Más de una hora de confesión! La carita como iluminada al levantarse con la absolución encima... y ahora este paseo por los campos... y reír... y permitirle ciertas libertades.... No me fío; esperemos».
La doncella de Ana era amiga de llegar en sus cálculos y fantasías a las últimas consecuencias. Ya veía en lontananza propinas sonantes, en monedas de oro. Pero aquel sesgo religioso que tomaba la cosa—daba por supuesto que había algo—traía complicaciones que ofrecían novedad para la misma Petra, que había visto lo que ella y Dios y aquellos y otros caminos solitarios sabían.
Llegaron a la fuente de Mari—Pepa. Estaba a la sombra de robustos castaños, que tenían la corteza acribillada de cicatrices en forma de iniciales y algunas expresando nombres enteros. La orla de álamos que se veía desde lejos servía como de muralla para hacer el lugar más escondido y darle sombra a la hora de ponerse el sol; por oriente se levantaba una loma que daba abrigo al apacible retiro formado por la naturaleza en torno del manantial. Aunque situado en una hondonada, desde allí se veía magnífico paisaje, porque a la parte de occidente otras ondas del terreno que semejaban un oleaje de verdura, dejaban contemplar los lejanos términos, y allá confundido con la neblina el Corfín, una montaña que escondía sus crestas en las nubes y caía a pico sobre valles ocultos detrás de colinas y montes más próximos. El sol sesgaba el ambiente en que parecía flotar polvo luminoso, detrás del cual aparecía el Corfín con un tinte cárdeno.
Ana se sentó sobre las raíces descubiertas de un castaño que daba sombra a la fuente. Contemplaba las laderas de la montaña iluminada como por luces de bengala, y casi entre sueños oía a su lado el murmullo discreto del manantial y de la corriente que se precipitaba a refrescar los prados. Sobre las ramas del castaño saltaban gorriones y pinzones que no cerraban el pico y no acababan nunca de cantar formalmente, distraídos en cualquier cosa, inquietos, revoltosos y vanamente gárrulos. Hojas secas caían de cuando en cuando de las ramas al manantial; flotaban dando vueltas con lenta marcha, y, acercándose al cauce estrecho por donde el agua salía, se deslizaban rápidas, rectas, y desaparecían en la corriente, donde la superficie tersa se convertía en rizada plata. Una nevatilla (en Vetusta
lavandera
) picoteaba el suelo y brincaba a los pies de Ana, sin miedo, fiada en la agilidad de sus alas; daba vueltas, barría el polvo con la cola, se acercaba al agua, bebía, de un salto llegaba al seto, se escondía un momento entre las ramas bajas de la zarzamora, por pura curiosidad, volvía a aparecer, siempre alegre, pizpireta; quedó inmóvil un instante como si deliberase; y de repente, como asustada, por aprensión, sin el menor motivo, tendió el vuelo recto y rápido al principio, ondulante y pausado después y se perdió en la atmósfera que el sol oblicuo teñía de púrpura. Ana siguió el vuelo de la
lavandera
con la mirada mientras pudo. «Estos animalitos, pensó, sienten, quieren y hasta hacen sus reflexiones.... Ese pajarillo ha tenido una idea de repente; se ha cansado de esta sombra y se ha ido a buscar luz, calor, espacio. ¡Feliz él! Cansarse ¡es tan natural!». Ella misma, la Regenta, estaba bien cansada de aquella sombra en que había vivido siempre. ¿Sería algo nuevo, algo digno de ser amado aquello que el Magistral le había prometido? Cuando ella le había dicho que en la adolescencia había tenido antojos místicos, y que después sus tías y todas las amigas de Vetusta le habían hecho despreciar aquella vanidad piadosa ¿qué había contestado el Magistral? Bien se acordaba; le zumbaba todavía en los oídos aquella voz dulce que salía en pedazos, como por tamiz, por los cuadradillos de la celosía del confesonario. Le había dicho, con unas palabras muy elocuentes, que ella no podía repetir al pie de la letra, algo parecido a esto: «Hija mía, ni aquellos anhelos de usted, buscando a Dios antes de conocerle, eran acendrada piedad, ni los desdenes con que después fueron maltratados tuvieron pizca de prudencia». Pizca había dicho, estaba ella segura. La elocuencia del Magistral en el confesonario no era como la que usaba en el púlpito; ahora lo notaba. En el confesonario aprovechaba las palabras familiares que dicen tan bien ciertas cosas que jamás había visto ella en los libros llenos de retórica. Y le había puesto una comparación: «Si usted, hija mía, se baña en un río, y revolviendo el agua al nadar, por juego, como solemos hacer, encuentra entre la arena una pepita de oro, pequeñísima que no vale una peseta, ¿se creerá usted ya millonaria? ¿pensará que aquel descubrimiento la va a hacer rica? ¿que todo el río va a venir arrastrando monedas de cinco duros con la carita del rey y que todo va a ser para usted? Eso sería absurdo. Pero, por esto ¿va a tirar con desdén la pepita y a seguir jugueteando con el agua, moviendo los brazos y haciendo saltar la corriente al azotarla con los pies y sin pensar ya nunca más en aquel poquito de oro que encontró entre la arena?». Estaba muy bien puesta la comparación. Ella se había visto con su traje de baño, sin mangas, braceando en el río, a la sombra de avellanos y nogales, y en la orilla estaba el Magistral con su roquete blanquísimo, de rodillas, pidiéndole, con las manos juntas, que no arrojase la pepita de oro. La elocuencia era aquello, hablar así, que se viera lo que se decía. Se había entusiasmado con aquel fluir de palabras dulces, nuevas, llenas de una alegría celestial; había abierto su corazón delante de aquel agujero con varillas atravesadas. También ella había dicho muchas palabras que no había usado en su vida hablando con los demás. Entonces el Magistral, allá dentro, callaba; y cuando ella terminó, la voz del confesonario temblaba al decir: «Hija mía, esa historia de sus tristezas, de sus ensueños, de sus aprensiones merece que yo medite mucho. Su alma es noble, y sólo porque en este sitio yo no puedo tributar elogios al penitente, me abstengo de señalar dónde está el oro y dónde está el lodo... y de hacerle ver que hay más oro de lo que parece. Sin embargo, usted está enferma; toda alma que viene aquí está enferma. Yo no sé cómo hay quien hable mal de la confesión; aparte de su carácter de institución divina, aun mirándola como asunto de utilidad humana ¿no comprende usted, y puede comprender cualquiera que es necesario este hospital de almas para los enfermos del espíritu?». El Magistral había hablado de las consultas que los periódicos protestantes establecen para dilucidar casos de conciencia. «Las señoras protestantes, que no tienen padre espiritual, acuden a la prensa. ¿No es esto ridículo?». El Provisor había sonreído con la voz.
Y había continuado diciendo lo que en sustancia era esto: «No debía ella acudir allí sólo a pedir la absolución de sus pecados; el alma tiene, como el cuerpo, su terapéutica y su higiene; el confesor es médico higienista; pero así como el enfermo que no toma la medicina o que oculta su enfermedad, y el sano que no sigue el régimen que se le indica para conservar la salud, a sí mismos se hacen daño, a sí propios se engañan; lo mismo se engaña y se daña a sí propio el pecador que oculta los pecados, o no los confiesa tales como son, o los examina de prisa y mal, o falta al régimen espiritual que se le impone. No bastaba una conferencia para curar un alma, ni acudir con enfermedades viejas y descuidadas era querer sanar de veras. De todo esto se deducía racionalmente, aparte todo precepto religioso, la necesidad de confesar a menudo. No se trataba de cumplir con una fórmula: confesar no era eso. Era indispensable escoger con cuidado el confesor, cuando se trataba de ponerse en cura; pero, una vez escogido, era preciso considerarle como lo que era en efecto, padre espiritual, y hablando fuera de todo sentido religioso, como hermano mayor del alma, con quien las penas se desahogan y los anhelos se comunican, y las esperanzas se afirman y las dudas se desvanecen. Si todo esto no lo ordenase nuestra religión, lo mandaría el sentido común. La religión es toda razón, desde el dogma más alto hasta el pormenor menos importante del rito».