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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (31 page)

BOOK: La Regenta
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Aquella conformidad de la fe y de la razón encantaba a la Regenta. ¿Cómo tenía ella veintisiete años y jamás había oído esto? No se había atrevido a preguntárselo al Magistral, pero tiempo habría.

Un gorrión con un grano de trigo en el pico, se puso enfrente de Ana y se atrevió a mirarla con insolencia. La dama se acordó del Arcipreste, que tenía el don de parecerse a los pájaros.

«Era un buen señor Ripamilán; pero ¡qué manera de confesar! Una rutina que nunca le había enseñado nada. A no ser su matrimonio, nada había sacado de aquellas confesiones. Decía el pobre hombre que se sabía de memoria los pecados de la Regenta y la interrumpía siempre con su eterno:—'Bien, bien, adelante: ¿qué más? adelante... reza tres Padrenuestros, una Salve y reparte limosnas'. ¡Qué hombre tan raro! ¿Cuándo le había hablado don Cayetano de si tenía ella este o el otro temperamento? Pues el Magistral en seguida: le había dicho que era un temperamento especial, que todo esto y más había que tener en cuenta. Esto era completamente nuevo».

Además, la había halagado mucho el notar que don Fermín le hablaba como a persona ilustrada, como a un hombre de letras: le había citado autores, dando por supuesto que los conocía, y al usar sin reparo palabras técnicas se guardaba de explicárselas.

«¡Y qué
elevación
! ¿Qué era la virtud? ¿Qué era la santidad? Aquello había sido lo mejor. La virtud era la belleza del alma, la pulcritud, la cosa más fácil para los espíritus nobles y limpios. Para un perezoso enemigo de la ropa limpia y del agua, la pulcritud es un tormento, un imposible; para una persona decente (así había dicho) una necesidad de las más imperiosas de la vida. La religión no presentaba como una senda ardua la de la virtud, sino para los que viven sumidos en el pecado; pero el hombre nuevo siempre estaba despierto en nosotros; no había más que darle una voz y acudía. La virtud comienza por un esfuerzo ligero, si bien contrario al hábito adquirido; al día siguiente el esfuerzo era menos costoso y su eficacia mayor por la
velocidad adquirida
, por la
inercia del bien
, esto era mecánico (así lo había dicho el señor De Pas.) La virtud podía definirse; el equilibrio estable del alma. Además, era una alegría; un buen día de sol; ráfagas de aire fresco embalsamado; el alma virtuosa se convertía en una pajarera donde gorjeaban alegres los dones del Espíritu Santo animando el corazón en las tristezas de la vida. Aquella melancolía de que ella se quejaba, era nostalgia de la virtud a que llegaría, y por la que suspiraba su espíritu como por su patria. La virtud era cuestión de arte, de habilidad. No sólo se conseguía por el ayuno, por el ascetismo; este era un medio muy santo, pero había otros. En la vida bulliciosa de nuestras ciudades se puede aspirar también a la perfección». (En aquel momento se figuraba la Regenta como una Babilonia aquella Vetusta que le pareciera siempre tan pequeña, tan monótona y triste.) «Ella que había leído a San Agustín ¿no recordaba que el santo Obispo gustaba de la música religiosa, no por el deleite de los sentidos, sino porque elevaba el alma? Pues así todas las artes, así la contemplación de la naturaleza, la lectura de las obras históricas, y de las filosóficas, siendo puras, podían elevar el alma y ponerla en el diapasón de la santidad al unísono de la virtud. ¿Por qué no? ¡Ah! y después, cuando se llegaba más arriba, a la seguridad de sí mismo, cuando ya no se temía la tentación sino con temor prudente, se encontraban edificantes muchos espectáculos que antes eran peligrosos. Así, por ejemplo, la lectura de libros prohibidos, veneno para los débiles, era purga para los fuertes. Al que llega a cierto grado de fortaleza, la presencia del mal le edifica a su modo por el contraste». El Magistral no había dicho si él era tan fuerte como todo eso, pero ella suponía que sí. De todas maneras, la virtud y la piedad eran cosas bien diferentes de lo que le habían enseñado sus tías y la devoción vulgar (así la llamó para sus adentros) que había aprendido como una rutina. Sí, la religión verdadera se parecía en definitiva a sus ensueños de adolescente, a sus visiones del monte de Loreto más que a la sosa y estúpida disciplina que la habían enseñado como piedad seria y verdadera. ¡Y cuántas más lecciones le había prometido el Magistral para otro día! ¡Cuántas cosas nuevas iba a saber y a sentir! ¡Y qué dicha tener un alma hermana, hermana mayor, a quien poder hablar de tales asuntos, los más interesantes, los más altos sin duda!

De la
cuestión personal
, esto es, de los pecados de Ana, se había hablado poco; el Magistral generalizaba en seguida. «No tenía datos, necesitaba conocer la mujer».

Al recordar esto sintió la Regenta escrúpulos. ¡Le había dado la absolución y ella no había dicho nada de su inclinación a don Álvaro! —«Sí, inclinación. Ahora que consideraba vencido aquel impulso pecaminoso, quería mirarlo de frente. Era inclinación. Nada de disfrazar las faltas. Había hablado, sin precisar nada, de malos pensamientos, pero le parecía indecoroso e injusto para con ella misma, hasta grosero, personificar aquellas tentaciones, decir que se trataba de un solo hombre de tales prendas, y señalar los peligros que había. Pero ¿debía haberlo hecho? Tal vez. Sin embargo, ¿no hubiera sido poner en berlina a don Víctor sin por qué ni para qué, puesto que ella le era fiel de hecho y de voluntad y se lo sería eternamente? Y con todo, debió haber especificado más en aquella parte de la confesión. ¿Estaba bien absuelta? ¿Podría comulgar tranquila al día siguiente? Eso no, de ningún modo; no comulgaría; se quedaría en la cama fingiendo una jaqueca: de tarde iría a reconciliar, y al otro día la comunión. Este era el mejor plan. La resolución de no comulgar a la mañana siguiente le dio una alegría de niña; era como un día de asueto. Podía pasar la noche pensando en la religión, en la virtud en general, por aquel sistema nuevo, y no preocuparse todavía con el cuidado de recibir al Señor dignamente. Era una prórroga; un respiro. Y ya no le parecía impropio dar rienda suelta a su alegría, aquella alegría causada por fuerzas morales puramente y que tal vez era la alborada del día esplendoroso de la virtud.

»¡Qué feliz sería aquel Magistral, anegado en luz de alegría virtuosa, llena el alma de pájaros que le cantaban como coros de ángeles dentro del corazón! Así él tenía aquella sonrisa eterna, y se paseaba con tanto garbo por el Espolón en medio de perezosos del alma, de espíritus pequeños y... vetustenses. ¡Y qué color de salud!

»¡Vetusta, Vetusta encerraba aquel tesoro! ¿Cómo no sería Obispo el Magistral? ¡Quién sabe! ¿Por qué era ella, aunque digna de otro mundo, nada más que una señora ex-regenta de Vetusta? El lugar de la escena era lo de menos; la variedad, la hermosura estaba en las almas. Ese pajarillo no tiene alma y vuela con alas de pluma, yo tengo espíritu y volaré con las alas invisibles del corazón, cruzando el ambiente puro, radiante de la virtud». Se estremeció de frío. Volvió a la realidad. Todo quedó en la sombra. El sol ocultaba entre nubes pardas y espesas, detrás de la cortina de álamos, el último pedazo de su lumbre que se le había quedado atrás, como un trapillo de púrpura. La sombra y el frío fueron repentinos. Un coro estridente de ranas despidió al sol desde un charco del prado vecino. Parecía un himno de salvajes paganos a las tinieblas que se acercaban por oriente. La Regenta recordó las carracas de Semana Santa, cuando se apaga la luz del ángulo misterioso y se rompen las cataratas del entusiasmo infantil con estrépito horrísono.

—¡Petra! ¡Petra!—gritó.

Estaba sola. ¿Adónde había ido su doncella?

Un sapo en cuclillas, miraba a la Regenta encaramado en una raíz gruesa, que salía de la tierra como una garra. Lo tenía a un palmo de su vestido. Ana dio un grito, tuvo miedo. Se le figuró que aquel sapo había estado oyéndola pensar y se burlaba de sus ilusiones.

—¡Petra! ¡Petra! La doncella no respondía. El sapo la miraba con una impertinencia que le daba asco y un pavor tonto.

Llegó Petra. Venía sudando, muy encarnada, con la respiración fatigosa. Le caían hasta los ojos rizos dorados y menudos. Como había visto tan ensimismada a la señora, se había llegado al molino de su primo Antonio que estaba allí cerca, a un tiro de fusil.

Ana le fijó los ojos con los suyos, pero ella desafió aquella mirada de inquisidor. Su primo Antonio, el molinero, estaba enamorado de la doncella; el ama lo sabía. Petra pensaba casarse con él, pero más adelante cuando fuera más rico y ella más vieja. De vez en cuando iba a verle para que no se apagase aquel fuego con que ella contaba para calentarse en la vejez. Miraba el molino como una caja de ahorros donde ella iba depositando sus economías de amor. Ana sin saber por qué, sintió un poco de ira. «¿Cómo serían aquellos amores de Petra y el molinero? ¿Qué le importaba a ella...?». Pero la manera de mirar a Petra, estudiando los pormenores de su traje, algo descompuesto, la fatiga que no podía ocultar, el sudor, el color de sus mejillas, revelaba una curiosidad que quería ocultar en vano la Regenta. «¿Qué había hecho en el molino aquella mujer?». Este pensamiento baladí, obsesión estúpida que era casi un dolor, absorbía toda la atención de Ana, a su pesar.

—Vamos, vamos, que es tarde.—Sí, señora; es tarde. Entraremos en casa cuando ya estén encendidos los faroles.

—No, no tanto.—Ya verá usted.—Si no te hubieras detenido en la fragua de tu primo....

—¿Qué fragua? Es un molino, señora.

A Petra le supo a malicia lo que era una equivocación.

Cuando llegaban a las primeras casas de Vetusta, obscurecía. La luz amarillenta del gas brillaba de trecho en trecho, cerca de las ramas polvorientas de las raquíticas acacias que adornaban el boulevard, nombre popular de la calle por donde entraban en el pueblo.

—¿Cómo me has traído por aquí?

—¿Qué importa? Petra se encogió de hombros. En vez de subir por la calle del Águila habían dado un rodeo y entraban por una de las pocas calles nuevas de Vetusta, de casas de tres pisos, iguales, cargadas de galerías con cristales de colores chillones y discordantes. La acera de tres metros de anchura, una acera hiperbólica para Vetusta, estaba orlada por una fila de faroles en columna, de hierro pintado de verde, y por otra fila de árboles, prisioneros en estrecha caja de madera, verde también. Por esto se llamaba
El boulevard
, o lo que era en rigor,
Calle del Triunfo de 1836
. Al anochecer, hora en que dejaban el trabajo los obreros, se convertía aquella acera en paseo donde era difícil andar sin pararse a cada tres pasos. Costureras, chalequeras, planchadoras, ribeteadoras, cigarreras, fosforeras, y armeros, zapateros, sastres, carpinteros y hasta albañiles y canteros, sin contar otras muchas clases de industriales, se daban cita bajo las acacias del Triunfo y paseaban allí una hora, arrastrando los pies sobre las piedras con estridente sonsonete.

Había comenzado aquel paseo años atrás como una especie de parodia; imitaban las muchachas del pueblo los modales, la voz, las conversaciones de las señoritas, y los obreros jóvenes se fingían caballeros, cogidos del brazo y paseando con afectada jactancia. Poco a poco la broma se convirtió en costumbre y merced a ella la ciudad solitaria, triste de día, se animaba al comenzar la noche, con una alegría exaltada, que parecía una excitación nerviosa de toda la «pobretería», como decían los tertulios de Vegallana. Era la fuerza de los talleres que salía al aire libre; los músculos se movían por su cuenta, a su gusto, libres de la monotonía de la faena rutinaria. Cada cual, además, sin darse cuenta de ello, estaba satisfecho de haber hecho algo útil, de haber trabajado. Las muchachas reían sin motivo, se pellizcaban, tropezaban unas con otras, se amontonaban, y al pasar los grupos de obreros crecía la algazara; había golpes en la espalda, carcajadas de malicia, gritos de mentida indignación, de falso pudor, no por hipocresía, sino como si se tratara de un paso de comedia. Los remilgos eran fingidos, pero el que se propasaba se exponía a salir con las mejillas ardiendo. Las virtudes que había allí sabían defenderse a bofetadas. En general, se movía aquella multitud con cierto orden. Se paseaba en filas de ida y vuelta. Algunos señoritos se mezclaban con los grupos de obreros. A ellas les solía parecer bien un piropo de un estudiante o de un hortera; pero la indignación fingida era mayor cuando un
levita
se propasaba y siempre acompañaba a la protesta del pudor el sarcasmo. Aquellas jóvenes, que no siempre estaban seguras de cenar al volver a casa, insultaban al transeúnte que las llamaba hermosas, suponiendo que el
futraque
tenía
carpanta
, o sea hambre. A lo sumo concedían que comería cañamones. Los expertos no se aturdían por estos improperios convencionales, que eran allí el buen tono; insistían y acababan por sacar tajada, si la había. La virtud y el vicio se codeaban sin escrúpulo, iguales por el traje que era bastante descuidado. Aunque había algunas jóvenes limpias, de aquel montón de hijas del trabajo que hace sudar, salía un olor picante, que los habituales transeúntes ni siquiera notaban, pero que era moleslo, triste; un olor de miseria perezosa, abandonada. Aquel perfume de harapo lo respiraban muchas mujeres hermosas, unas fuertes, esbeltas, otras delicadas, dulces, pero todas mal vestidas, mal lavadas las más, mal peinadas algunas. El estrépito era infernal; todos hablaban a gritos, todos reían, unos silbaban, otros cantaban. Niñas de catorce años, con rostro de ángel, oían sin turbarse blasfemias y obscenidades que a veces las hacían reír como locas. Todos eran jóvenes. El trabajador viejo no tiene esa alegría. Entre los hombres acaso ninguno había de treinta años. El obrero pronto se hace taciturno, pronto pierde la alegría expansiva, sin causa. Hay pocos viejos verdes entre los proletarios.

Ana se vio envuelta, sin pensarlo, por aquella multitud. No se podía salir de la acera. Había mucho lodo y pasaban carros y coches sin cesar; era la hora del correo y aquel el camino de la estación.

Los grupos se abrían para dejar paso a la Regenta. Los mozalbetes más osados acercaban a ella el rostro con cierta insolencia, pero la belleza bondadosa de aquella cara de María Santísima les imponía admiración y respeto.

Las chalequeras no murmuraban ni reían al pasar Ana.

—¡Es la Regenta!—¡Qué guapa es! Esto decían ellas y ellos. Era una alabanza espontánea, desinteresada.

—¡Olé, salero! ¡Viva tu mare!—se atrevió a gritar un andaluz con acento gallego.

Su entusiasmo le costó una
galleta
—un coscorrón—de un su amigo, más respetuoso.

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