Authors: Leopoldo Alas Clarin
—«Ello será de mal tono—decía—cosa de pobretes, pero todos mis convidados quedan contentos de tal servicio».
—«Porque tengo observado—añadía—que a las señoras no les gustan, por regla general, los criados; no se fijan en ellos, y a los hombres siempre les gustan las buenas mozas, aunque sea en la sopa».
Paquito había acogido con entusiasmo la innovación de su mamá diciendo: «¡Eso es! Esta servidumbre de doncellas parece que alegra; me recuerda las horchaterías y algunos cafés de la Exposición...». Al Marqués le era indiferente el cambio. De todas suertes él no pecaba en casa ni siquiera dentro del casco de la población.
El comedor era cuadrado, tenía vistas a la huerta y al patio mediante cuatro grandes ventanas rasgadas hasta cerca del techo, no muy alto. En cada ventana había acumulado la Marquesa flores en tiestos, jardineras, jarrones japoneses, más o menos auténticos y contrastaban los colores vivos y metálicos de esta exposición de flores con los severos tonos del nogal mate que asombraban el artesonado del techo y se mostraban en molduras y tableros de los grandes armarios corridos, de cristales, que rodeaban el comedor en todo el espacio que dejaban libres los huecos y un gran sofá arrimado a un testero. También adornaban las paredes, allí donde cabían, cuadros de poco gusto, pero todos alusivos a las múltiples industrias que tienen relación con el comer bien. Allí la caza del tiempo que se le antojaba a Vegallana del feudalismo; la castellana en el palafrén, el paje a sus pies con el azor en el puño levantado sobre su cabeza; la garza allá en las nubes, de color de yema de huevo; más atrás el amo de aquellos bosques, del castillo roquero y del pueblecillo que se pierde en lontananza.... En frente una escena de novela de Feuillet; caza también; pero sin garza, ni azor, ni señor feudal: un rincón del bosque, una dama que monta a la inglesa, y un jinete que le va a los alcances dispuesto, según todas las señas, a besarle una mano en cuanto pueda cogerla.... En otra parte una mesa revuelta; más allá un bodegón de un realismo insufrible después de comer. Y por último, en el techo, en la vertical del centro de mesa, en un medallón, el retrato de don Jaime Balmes, sin que se sepa por qué ni para qué. ¿Qué hace allí el filósofo catalán? El Marqués no ha querido explicarlo a nadie. A Bermúdez le parece un absurdo; Ronzal dice que es «
un anacronismo
»; pero a pesar de estas y otras murmuraciones, conserva en el medallón a Balmes y no da explicaciones el jefe del partido conservador de Vetusta.
A la Marquesa le parece esta una de las tonterías menos cargantes de su marido.
Se sentaron los convidados: no hubo más sillas destinadas que las de la derecha e izquierda respectivas de los amos de la casa. A la derecha de doña Rufina se sentó Ripamilán y a su izquierda, el Magistral; a la derecha del Marqués doña Petronila Rianzares y a la izquierda don Víctor Quintanar. Los demás donde quisieron o pudieron. Paco estaba entre Edelmira y Visitación; la Regenta entre Ripamilán y don Álvaro; Obdulia entre el Magistral y Joaquín Orgaz, don Saturnino Bermúdez entre doña Petronila y el capellán de los Vegallana. Don Víctor tenía a su izquierda a don Robustiano Somoza, el rozagante médico de la nobleza, que comía con la servilleta sujeta al cuello con un gracioso nudo.
El Marqués, antes que los demás comiesen la sopa se sirvió un gran plato de sardinas, mientras hablaba con doña Petronila del derribo de San Pedro, que a la dama le parecía ignominioso. Los convidados en tanto se entretenían con los variados, ricos y raros entremeses. ¡Ya lo sabían! estaban en confianza y había que respetar las costumbres que todos conocían. Vegallana empezaba siempre con sus sardinas; devoraba unas cuantas docenas, y en seguida se levantaba, y discretamente desaparecía del comedor. Siguiendo uso inveterado todos hicieron como que no notaban la ausencia del Marqués; y en tanto llegó y se sirvió la sopa. Cuando el amo de la casa volvió a su asiento, estaba un poco pálido y sudaba.
—¿Qué tal?—preguntó la Marquesa entre dientes, más con el gesto que con los labios.
Y su esposo contestó con una inclinación de cabeza que quería decir:
—¡Perfectamente!—y en tanto se servía un buen plato de sopa de tortuga. El Marqués ya no tenía las sardinas en el cuerpo.
Otro misterio como el de Balmes en el techo.
La Marquesa hacía sus comistrajos singulares, en que nadie reparaba ya tampoco; comía lechuga con casi todos los platos y todo lo rociaba con vinagre o lo untaba con mostaza. Sus vecinos conocían sus caprichos de la mesa y la servían solícitos, con alardes de larga experiencia en aquellas combinaciones de aderezos avinagrados en que ayudaban al ama de la casa. Ripamilán, mientras discutía acalorado con su querido amigo don Víctor, en pie, moviendo la cabeza como con un resorte, arreglaba la ensalada tercera de la Marquesa, con una habilidad de máquina en buen uso, y la señora le dejaba hacer, tranquila, aunque sin quitar ojo de sus manos, segura del acierto exacto del diminuto canónigo.
—¡Señor mío!—gritaba Ripamilán, mientras disolvía sal en el plato de doña Rufina batiendo el aceite y el vinagre con la punta de un cuchillo—; ¡señor mío! yo creo que el señor de Carraspique está en su perfecto derecho; y no sé de dónde le vienen a usted esas ideas disolventes, que en cuarenta años que llevamos de trato no le he conocido....
—¡Oiga usted, mal clérigo!—exclamó Quintanar, que estaba de muy buen humor y empezaba a sentirse rejuvenecido—; yo bien sé lo que me digo, y ni tú ni ningún calaverilla ochentón como tú me da a mí lecciones de moralidad. Pero yo soy liberal....
—Pamplinas.—Más liberal hoy que ayer, mañana más que hoy....
—¡Bravo! ¡bravo!—gritaron Paco y Edelmira, que también se sentían muy jóvenes; y obligaron a don Víctor a chocar las copas.
Todo aquello era broma; ni don Víctor era hoy más liberal que ayer, ni trataba de usted a Ripamilán, ni le tenía por calavera; pero así se manifestaba allí la alegría que a todos los presentes comunicaba aquel vino transparente que lucía en fino cristal, ya con reflejos de oro, ya con misteriosos tornasoles de gruta mágica, en el amaranto y el violeta obscuro del Burdeos en que se bañaban los rayos más atrevidos del sol, que entraba atravesando la verdura de la hojarasca, tapiz de las ventanas del patio. ¿Por qué no alegrarse? ¿por qué no reír y disparatar? Todo era contento: allá en la huerta rumores de agua y de árboles que mecía el viento, cánticos locos de pájaros dicharacheros; de las ventanas del patio venían perfumes traídos por el airecillo que hacía sonajas de las hojas de las plantas. Los surtidores de abajo eran una orquesta que acompañaba al bullicioso banquete; Pepa y Rosa vestidas de colorines, pero con trajes de buen corte ceñido, airosas, limpias como armiños, sinuosas al andar de faldas sonoras, risueñas, rubia la una, morena como mulata la que tenía nombre de flor, servían con gracia, rapidez, buen humor y acierto, enseñando a los hombres dientes de perlas, inclinándose con las fuentes con coquetona humildad, de modo que, según Ripamilán, aquella buena comida presentada así era miel sobre hojuelas.
Los de la mesa correspondían a la alegría ambiente; reían, gritaban ya, se obsequiaban, se alababan mutuamente con pullas discretas, por medio de antífrasis; ya se sabía que una censura desvergonzada quería decir todo lo contrario: era un elogio sin pudor.
En la cocina había ecos de la alegría del comedor; Pepa y Rosa cuando entraban con los platos venían sonriendo todavía al espectáculo que dejaban allá dentro; en toda la casa no había en aquel momento más que un personaje completamente serio: Pedro el cocinero.
Ya se divertiría después; pero ahora pensaba en su responsabilidad; iba y venía, dirigía aquello como una batalla; se asomaba a veces a la puerta del comedor y rectificaba los ligeros errores del servicio con miradas magnéticas a que obedecían Pepa y Rosa como autómatas, disciplinadas a pesar de la expansión y la algazara, cual veteranos.
Después de Pedro los menos bulliciosos eran la Regenta y el Magistral; a veces se miraban, se sonreían, De Pas dirigía la palabra a Anita de rato en rato, tendiendo hacia ella el busto por detrás de la Marquesa, para hacerse oír; don Álvaro los observaba entonces, silencioso, cejijunto, sin pensar que le miraba Visitación, que estaba a su lado. Un pisotón discreto de la del Banco le sacaba de sus distracciones.
—Pican, pican—decía Visita.—¿El qué?—preguntaba la Marquesa que comía sin cesar y muy contenta entre el bullicio—¿qué es lo que pica?
—Los pimientos, señora. Y don Álvaro agradecía a Visitación el aviso y volvía a engolfarse en el palique general, ocultando como podía su aburrimiento que para sus adentros llamaba soberano.
«¡Cosa más rara! Estaba tocando el vestido y a veces hasta sentía una rodilla de la Regenta, de la mujer que deseaba—¿cuándo se vería él en otra?—y sin embargo se aburría, le parecía estar allí de más, seguro de que aquella comida no le serviría para nada en sus planes, y de que la Regenta no era mujer que se alegrase en tales ocasiones, a lo menos por ahora».
«Sería una gran imprudencia dar un paso más; si yo aprovechase la excitación de la comida me perdería para mucho tiempo en el ánimo de esta señora; estoy seguro de que ella también se siente excitadilla, de que también está pensando en mis rodillas y en mis codos, pero no es tiempo todavía de aprovechar estas ventajas fisiológicas.... Esta ocasión no es ocasión.... Veremos allá en el Vivero; pero aquí nada, nada; por más que pinche el apetito». Y estaba más fino con Anita, la obsequiaba con la distinción con que él sabía hacerlo, pero nada más. Visitación veía visiones. «¿Qué era aquello?». Miraba pasmada a Mesía, cuando nadie lo notaba, y abría los ojos mucho, hinchando los carrillos, gesto que daba a entender algo como esto:
«Me pareces un papanatas, y me pasma que estés hecho un doctrino cuando yo te he puesto a su lado con el mejor propósito...».
Mesía, por toda respuesta, se acercaba entonces a ella, le pisaba un pie; pero la del Banco le recibía a pataditas, con lo que daba a entender «que era tambor de marina» y que seguía dominando en ella el criterio que había presidido a la bofetada de la tarde anterior.
Paco no se atrevía a pisar a su
prima nueva
, pero la tenía encantada con sus bromas de señorito fino, que vivió y
la corrió
en Madrid. Además ¡olía tan bien el primo y a cosas tan frescas y al mismo tiempo tan delicadas y elegantes! Allá, en su pueblo Edelmira había pensado mucho en el Marquesito, a quien había visto dos o tres veces siendo ella muy niña y él un adolescente. Ahora le veía como nuevo y superaba en mucho a sus sueños e imaginaciones; era más guapo, más sonrosado, más alegre y más gordo. El Marquesito vestía aquella tarde un traje de alpaca fina, de color de garbanzo, chaleco del mismo color de piqué y calzaba unas babuchas de verano que Edelmira consideraba el colmo de la elegancia, aunque parecía cosa de turcos. Los dijes del primo, la camisa de color, la corbata, las sortijas ricas y vistosas, las manos que parecían de señorita, todo esto encantaba a Edelmira que era también muy amiga de la limpieza y de la salud.
Paco había ido aproximando una rodilla a la falda de la joven; al fin sintió una dureza suave y ya iba a retroceder, pero la niña permaneció tan tranquila, que el primo se dejó aquella pierna arrimada allí como si la hubiese olvidado. La inocencia de Edelmira era tan poco espantadiza que Paco hubiera podido propasarse a pisarle un pie sin que ella protestase a no sentirse lastimada. «Además, pensaba la joven, estas son cosas de aquí»; la tradición contaba mayores maravillas de la casa de los tíos.
Obdulia, sentada enfrente, miraba a veces con languidez a la rozagante pareja. Se acordaba del sol de invierno de la tarde anterior. ¡Paco ya lo había olvidado! no pensaba más que en aquella hermosura fresca, oliendo a yerba y romero que le venía de la aldea a alegrarle los sentidos. Pero la viuda, después de consagrar un recuerdo triste a sus devaneos de la víspera, se volvió al Magistral insinuante, provocativa; procuraba marearle con sus perfumes, con sus miradas de
telón rápido
y con cuantos recursos conocía y podían ser empleados contra semejante hombre y en tales circunstancias. De Pas respondía con mal disimulado despego a las coqueterías de Obdulia y no le agradecía siquiera el holocausto que le estaba ofreciendo de los obsequios de Joaquín Orgaz que ella desdeñaba con mal disimulado énfasis.
A Joaquinito le llevaban los demonios. «Aquella mujer era una... tal... y lo decía en flamenco para sus adentros.
¿Pues no le estaba poniendo varas al Provisor?». Esto que no lo notaban, o fingían no verlo, los demás convidados, lo estaba observando él por lo que le importaba. Pero no se daba por vencido, insistía en galantear a la viuda, fingiendo no ver lo del Magistral. Ordinariamente Obdulia y Joaquinito se entendían. «¡Señor! ¡si había llegado a darle cita en una carbonera! Verdad era que él no podía vanagloriarse de haber tomado aquella plaza... desmantelada; no había gozado los supremos favores... todavía; pero, en fin, anticipos... arras... o como quiera llamarse, eso sí. ¡Oh! como él llegara a vencer por completo, y así lo esperaba, ya le pagaría ella aquellos desdenes caprichosos, aquellos cambios de humor, y aquella humillación de posponerle a un
carca
».
El que no esperaba nada, el que estaba desengañado, triste hasta la muerte, era don Saturnino Bermúdez. Después de la escena de la Catedral donde creía haber adelantado tanto—bien a costa de su conciencia—no había vuelto a ver a Obdulia; y aquella mañana, al acercarse a ella para decirle cuánto había padecido con la ausencia de aquellos días (si bien ocultando los restreñimientos que le habían tenido obseso y en cama), al ir a rezarle al oído el discursito que traía preparado—estilo Feuillet pasado por la sacristía—Obdulia le había vuelto la espalda y no una vez, sino tres o cuatro, dándole a entender claramente, que
non erat hic locus
, que a él sólo se le toleraría en la iglesia.
«¡Así eran las mujeres! ¡así era singularmente aquella mujer! ¿Para qué amarlas? ¿Para qué perseguir el ideal del amor? O, mejor dicho, ¿para qué amar a las mujeres vivas, de carne y hueso? Mejor era soñar, seguir soñando». Así pensaba melancólico Bermúdez, que tenía el vino triste, mientras contestaba distraído, pero muy fríamente, a doña Petronila Rianzares que se ocupaba en hacer en voz baja un panegírico del Magistral, su ídolo. Bermúdez miraba de cuando en cuando a la Regenta, a quien había amado en secreto, y otras veces a Visitación, a quien había querido siendo él adolescente, allá por la época en que la del Banco, según malas lenguas, se escapó con un novio por un balcón. Ni siquiera Visitación le había hecho caso en su vida; jamás le había mirado con los ojillos arrugados con que ella creía encantar; no era desprecio; era que para las señoras de Vetusta, Bermúdez era un sabio, un santo, pero no un hombre. Obdulia había descubierto aquel varón, pero había despreciado en seguida el descubrimiento.