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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (52 page)

BOOK: La Regenta
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Preciso es declarar que el clero vetustense, aunque famoso por su intransigencia en cuestiones dogmáticas, morales y hasta disciplinarias, y si se quiere políticas, no había puesto nunca malos ojos a la proximidad del progreso urbano, y antes se felicitaba de que Vetusta se
transformase de día en día
, de modo que a la vuelta de veinte años
no hubiera quien la conociese
. Lo cual demuestra que la civilización bien entendida no la rechazaba el clero, así parroquial como catedral de la
Vetusta católica
de Bermúdez.

Hubo más; aunque tradicionalmente el Espolón venía siendo patrimonio de sacerdotes, magistrados melancólicos y
familias de luto
, como algunas señoras notasen que el
Paseo de los curas
era más caliente que todos los demás, comenzaron en tertulias y cofradías a tratar la cuestión de si debía trasladarse el paseo de invierno al Espolón. Don Robustiano Somoza, que ante todo era higienista público, gritaba en todas partes:

—¡Pues es claro! Pues si es lo que yo vengo diciendo hace un siglo; pero aquí no se puede luchar con las preocupaciones, con el fanatismo. Esos curas, que son listos, con pretexto de la soledad y el retiro han cogido, allá en tiempo de la sopa boba, han cogido para sí el mejor sitio de recreo, el más abrigado, el más higiénico....

En fin, que algunas señoras de las más encopetadas se atrevieron a romper la tradición, y desde Octubre en adelante, hasta que volvía Pascua florida, se pasearon con gran descoco en el Espolón. Tras aquéllas fueron atreviéndose otras; los
pollos
advirtieron que el Paseo de los curas era más corto y más estrecho que el Paseo Grande, y esto les convenía. Y en un año se transformó en
Paseo de invierno
el apetecible Espolón, secularizándose en parte.

Algunos clérigos, viejos o pobres casi todos, protestaron y acabaron por abandonar
su
Espolón desparramándose por las carreteras.

—«¡El mundo, la locura, los arrojaba de su solitario recreo! ¡El siglo lo invadía todo!». Y la emprendían por el camino de Castilla y otras calzadas polvorosas entre las filas interminables de álamos y robles.

Pero el elemento joven, los más de los canónigos y beneficiados, los que vestían con más pulcritud y elegancia, los que usaban el sombrero de canal suelta el ala, ancho y corto, se resignaron, y toleraron la invasión de la Vetusta elegante. No tuvieron inconveniente, o lo disimularon, en codearse con damas y caballeros; después de todo, ellos no habían ido a buscar el gentío, el bullicio mundanal; ellos seguían
en su casa
, en sus dominios, haciendo como que no notaban la presencia de los intrusos.

Tal vez a esta nueva costumbre de la vida vetustense debíase en parte el gran esmero que se echaba de ver de poco acá en el traje de muchos sacerdotes. Lo que se puede bien llamar juventud dorada del clero de la capital, tan envidiada por sus colegas de la montaña, que según ellos mismos se embrutecían a ojos vistas, la juventud dorada acudía sin falta todas las tardes de otoño y de invierno que hacía bueno al Espolón; iba lo que se llama reluciente; parecían diamantes negros, y sin que nadie tuviera nada que decir, presenciaban las idas y venidas de las jóvenes elegantes; y los que eran observadores podían notar las señales del amor, de la coquetería, en gestos, movimientos, risas, miradas y rubores. Pero nada más.

Sin embargo, el Rector del Seminario, hombre excesivamente timorato, según frase de la marquesa de Vegallana, no pasaba por aquellas mescolanzas de curas y mujeres paseando todos revueltos, en un recinto que no tenía un tiro de piedra de largo, y que tendría cinco varas escasas de ancho.

—«No señor—le decía al Obispo—; yo no comprendo que pueda ser cosa inocente e inofensiva que un sacerdote tropiece con los codos de todas las señoritas majas del pueblo...». El Obispo creía que las señoritas eran incapaces de tales tropezones. «Si fuesen aquellas empecatadas del boulevard, las chalequeras...».

Pronto se olvidó la protesta del Rector del Seminario.

—¿Quién hace caso de ese señor?—decía Visitación la del Banco—un hombre cerril; santo, eso sí, pero montaraz. En fin, ¡un hombre que me echó a mí de la sacristía de Santo Domingo siendo yo tesorera del Corazón de Jesús!

—Un hombre así—aseveraba Obdulia—debía pasar la vida sobre una columna....

—Como San Simón
Estilista
—acudió Trabuco, que estaba presente.

Desde Pascua florida hasta el equinoccio de otoño próximamente, los curas se quedaban casi solos en el Espolón; pero en Octubre volvían algunas señoras que tenían miedo a la humedad y a
la influencia del arbolado
allá arriba en el paseo de Verano. La tarde en que el carruaje de los Vegallana dejó al Magistral a la entrada del Espolón, paseaban allí muchos clérigos y no pocos legos de edad y respetabilidad, pero pocas señoras. Sin embargo, las que había bastaron para comentar con abundancia de escolios y notas el hecho extraordinario de apearse el Magistral de la carretela de los Vegallana donde todas con sus propios ojos—cada cual—le acababan de ver al lado de la Regenta. «En nombrando el ruin de Roma...», habían dicho muchos al ver aparecer la carretela. Los curas, valga la verdad, también hablaban del suceso
inopinado
, como lo llamaba Mourelo. El ex-alcalde Foja se paseaba en medio del Arcediano, el ilustre Glocester, y del beneficiado don Custodio, el más almibarado presbítero de Vetusta. No solía el liberal usurero acompañarse de sotanas, pero aquella tarde había juntado a los tres enemigos del Magistral la importancia de los acontecimientos.

—¡Qué desfachatez!—decía Foja.

—Es un insensato; no sabe lo que es diplomacia, lo que es disimulo—advertía Mourelo.

—Y yo que no quería creer a usted cuando me decía que se había quedado a comer con ellos....

—¡Ya ve usted!—exclamó Glocester triunfante.

—¿Y a dónde van los otros?

—Al Vivero, de fijo; ya sabe usted... a brincar y saltar como potros....

—¡Esas son las clases conservadoras!

—No, señor; esa es la excepción....

—Y mire usted que venir en carruaje descubierto....

—Y junto a ella...—Y apearse aquí—se atrevió a decir el beneficiado.

—Justo; tiene razón este... apearse aquí...

—Señor Arcediano, permítame usted decirle que su colega de usted está dejado de la mano de Dios.

—¡Ya lo creo! ¡ya lo creo! y lo siento.... Pero ese Obispo, ese bendito señor.... En fin, ¿qué quiere usted?—indicó Glocester sonriendo con malicia.

En aquel momento se le ocurrió una frase y para exponerla a su auditorio con toda solemnidad se detuvo, extendió la mano, como separando a los otros dos, y echando el cuerpo del lado de Foja le dijo al oído, a voces:

—¡Amigo mío, de todo ha de haber en la Iglesia de Dios!

Rieron los otros el chiste, y no cesaron las carcajadas, hasta que el Magistral pasó al lado de los murmuradores. Los dos clérigos le saludaron muy cortésmente y Glocester dando un paso hacia él, le acarició con una palmadita familiar sobre el hombro.

La envidia se lo comía, pero Glocester no era hombre que gastase menos disimulo. O era diplomático o no lo era.

El Magistral se contentó con escupirle para sus adentros.

Dio algunas vueltas solo, saludando a diestro y siniestro con la amabilidad de costumbre, por máquina, sin ver apenas a quien saludaba. Llevaba el manteo terciado sobre la panza, que comenzaba a indicarse; y mano sobre mano—ya se sabe que eran muy hermosas—a paso lento (que buen trabajo le costaba, muy de buen grado hubiera echado a correr... detrás de los coches del Marqués) anduvo por allí un cuarto de hora desafiando humildemente las miradas de todos, seguro de que todos o los más hablaban de él; y de la confesión de dos horas o tres o cuatro. «¡Sabría Dios cuántas serían ya!—Aquel Glocester y su don Custodio habrían tenido buen cuidado de hacer rodar la bola.... ¡Las cosas que dirían ya los enemigos! Pero ¿qué le importaba a él? Lo que ahora le pesaba era no haber seguido al Vivero; ¡de todos modos habían de murmurar los miserables! y en cuanto a las personas decentes, las que a él le importaban, esas no habían de creer nada malo porque él, como hacía Ripamilán, como habían hecho otros sacerdotes, fuese a las posesiones de Vegallana».

Algunos amigos verdaderos, o por lo menos partidarios declarados del Magistral, paseaban por el Espolón; pero no se atrevían a acercarse al ilustre Vicario general; llevaba cara de pocos amigos, a pesar de su sonrisita dulce, clavada allí desde que se veía en la calle. Así como a los delicados de la vista la claridad les hace arrugar los párpados, a don Fermín le hacía sonreír; parecía aquella sonrisa con que siempre le veía el público, un efecto extraño de la luz en los músculos de su rostro.

Pero esto no engañaba a los que le conocían bien—los más muy a su costa—. El primero que se atrevió a acercarse fue el Deán que llegaba entonces al paseo. El mismo De Pas le salió al encuentro. El Deán no hablaba casi nunca, y paseando menos. Se emparejaron y don Fermín siguió como si estuviera solo. Se acercó después el canónigo pariente del ministro y hubo que hablar y en seguida se agregó un
obispo de levita
(frase que hacía fortuna por aquella época) y la conversación se animó; se habló de política y de intrigas palaciegas; de mil cosas que le parecían al Magistral necedades, dicharachos indignos de sacerdotes. «¿Pero y él? ¿en qué iba pensando él? Aquello sí que era pueril, ridículo y hasta pecaminoso. ¿Pues no se había puesto a fijarse, porque iba con la cabeza gacha, en los manteos y sotanas de sus colegas, y en los suyos, y no estaba pensando que el traje talar era absurdo, que no parecían hombres, que había afeminamiento carnavalesco en aquella indumentaria...? ¡mil locuras! lo cierto era que le estaba dando vergüenza en aquel momento llevar traje largo y aquella sotana que él otras veces ostentaba con majestuoso talante. Si a lo menos tuviera una abertura lateral, como algunas túnicas... pero entonces se verían las piernas—¡qué horror!—, los pantalones negros, el varón vergonzante que lleva debajo el cura».

—¿Qué opina usted?—le preguntó el obispo laico en aquel instante, deteniéndose, poniéndosele delante para intimarle la respuesta.

No sabía de qué hablaban, se le había ido el santo al cielo con los cortes de la sotana.

—La verdad es que la cuestión—dijo—la cuestión... merece pensarse.

—¡Pues eso digo yo!—gritó el otro, triunfante, y le dejó seguir andando.

—¿Ven ustedes? el señor Provisor opina lo mismo que yo; dice que merece estudiarse la cuestión, que es ardua... ¡yo lo creo!

El Magistral respiró; pero antes de exponerse a otra pregunta
inopinada
, como diría Mourelo, se despidió de aquellos señores asegurando que tenía que hacer en Palacio.

No podía más; aquella tarde la compañía de sus colegas le asfixiaba; toda aquella tela negra colgando le abrumaba; podía decir cualquier desatino si continuaba allí. Y se marchó a paso largo. Su última mirada fue para la lontananza del camino del Vivero por donde había visto desaparecer entre nubes de polvo los coches.

«¡Estamos buenos!» iba pensando por las calles. Era enemigo de dar nombres a las cosas, sobre todo a las difíciles de bautizar. ¿Qué era aquello que a él le pasaba?

No tenía nombre. Amor no era; el Magistral no creía en una pasión especial, en un sentimiento puro y noble que se pudiera llamar amor; esto era cosa de novelistas y poetas, y la hipocresía del pecado había recurrido a esa palabra santificante para disfrazar muchas de las mil formas de la lujuria. Lo que él sentía no era lujuria; no le remordía la conciencia. Tenía la convicción de que aquello era nuevo. ¿Estaría malo? ¿Serían los nervios? Somoza le diría de fijo que sí».

«De todas maneras, había sido una necedad, y tal vez una grosería, haber desairado a aquellas señoras. ¿Qué estarían diciendo de él en el Vivero?».

Subía el Magistral por las primeras calles de la Encimada, pasó por la puerta del Gobierno civil y allá dentro, en medio del patio, vio un pozo que él sabía que estaba ciego. Se acordó de que Ripamilán le había hablado varias veces de un pozo seco que había en el Vivero. Paco Vegallana, Obdulia, Visita y demás gente loca—había dicho el Arcipreste—se entretienen en cortar helechos, yerbas, ramas de árboles y arrojarlo todo al pozo, y cuando ya llega la hojarasca cerca de la boca... ¡zas! se tiran ellos dentro, primero uno, después otro y a veces dos o tres a un tiempo.... Al mismo Ripamilán, con toda su respetabilidad, le habían hecho descender a aquel agujero, y por cierto que para sacarlo se había necesitado una cuerda.... El Magistral tenía aquel pozo, que no había visto, delante de los ojos, y se figuraba a Mesía dentro de él, sobre las ramas y la yerba con los brazos extendidos ¡esperando la dulce carga del cuerpo mortal de Anita!... ¿Tendría ella tan reprensible condescendencia? ¿Se dejaría echar al pozo? Don Fermín estaba en ascuas. ¿Qué le importaba a él? Pues estaba en ascuas.

Andaba a la ventura, sin saber a dónde ir. Se encontró a la puerta de su casa. Dio media vuelta y, seguro de que nadie le había visto, apretó el paso bajando por un callejón que conducía a la plazuela de Palacio, a la Corralada.

«¡Mi madre! pensó. No se había acordado de ella en toda la tarde».

¡Había comido fuera de casa sin avisar! doña Paula consideraba esta falta de disciplina doméstica como pecado de calibre. Pocas veces los cometía su hijo, y por lo mismo la impresionaban más.

«¡Cómo no se me ocurrió mandarle un recado! pero... ¿por quién? ¿no era ridículo decirle a la Marquesa: señora necesito que mi madre sepa que no como hoy con ella? Aquella esclavitud en que vivía... contento, sí, contento, no le humillaba... pero no convenía que la conociese el mundo. Y ahora, ¿por qué no se había quedado en casa? Bastante tiempo había pasado fuera... ¿volvería pie atrás, desafiaría el mal humor de su madre? No, no se atrevía; no estaba el suyo para escenas fuertes, le horrorizaba la idea de una filípica embozada, como solían ser las de su madre, de un discurso de moral utilitaria.... De fijo le hablaría de las necedades que le habían contado por la mañana.... Y si le decía: he comido... con la Regenta, en casa del Marqués, ¡bueno iba a estar aquello! Pero, Señor ¡qué luego, qué luego había empezado la gentuza, la miserable gentuza vetustense a murmurar de aquella amistad! ¡en dos días todo aquel run run, su madre con los oídos llenos de calumnias, de malicias, y el alma de sospechas, de miedos y aprensiones!... ¿y qué había? nada; absolutamente nada; una señora que había hecho confesión general y que probablemente a estas horas estaría metida en un pozo cargado de yerba seca en compañía del mejor mozo del pueblo. ¿Y él qué tenía que ver con todo aquello? ¡Él, el Vicario general de la diócesis! ¡Oh, sí! volvería a casa, se impondría a su madre, le diría que era indecoroso insistir en sospechar, procurar disimulos, borrar apariencias, ¿para qué? él no tenía nada que tapar en aquel asunto; no era un niño, despreciaba la calumnia, etc».

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