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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (5 page)

BOOK: La Regenta
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A pesar de esta injusticia distributiva que don Fermín tenía debajo de sus ojos, sin que le irritara, el buen canónigo amaba el barrio de la catedral, aquel hijo predilecto de la Basílica, sobre todos. La Encimada era su imperio natural, la metrópoli del poder espiritual que ejercía. El humo y los silbidos de la fábrica le hacían dirigir miradas recelosas al Campo del Sol; allí vivían los rebeldes; los trabajadores sucios, negros por el carbón y el hierro amasados con sudor; los que escuchaban con la boca abierta a los energúmenos que les predicaban igualdad, federación, reparto, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando les hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultra-tumba. No era que allí no tuviera ninguna influencia, pero la tenía en los menos. Cierto que cuando allí la creencia pura, la fe católica arraigaba, era con robustas raíces, como con cadenas de hierro. Pero si moría un obrero bueno, creyente, nacían dos, tres, que ya jamás oirían hablar de resignación, de lealtad, de fe y obediencia. El Magistral no se hacía ilusiones. El Campo del Sol se les iba. Las mujeres defendían allí las últimas trincheras. Poco tiempo antes del día en que De Pas meditaba así, varias ciudadanas del barrio de obreros habían querido matar a pedradas a un forastero que se titulaba pastor protestante; pero estos excesos, estos paroxismos de la fe moribunda más entristecían que animaban al Magistral.—No, aquel humo no era de incienso, subía a lo alto, pero no iba al cielo; aquellos silbidos de las máquinas le parecían burlescos, silbidos de sátira, silbidos de látigo. Hasta aquellas chimeneas delgadas, largas, como monumentos de una idolatría, parecían parodias de las agujas de las iglesias....

El Magistral volvía el catalejo al Noroeste, allí estaba la
Colonia
, la Vetusta novísima, tirada a cordel, deslumbrante de colores vivos con reflejos acerados; parecía un pájaro de los bosques de América, o una india brava adornada con plumas y cintas de tonos discordantes.

Igualdad geométrica, desigualdad, anarquía cromáticas. En los tejados todos los colores del iris como en los muros de Ecbátana; galerías de cristales robando a los edificios por todas partes la esbeltez que podía suponérseles; alardes de piedra inoportunos, solidez afectada, lujo vocinglero. La ciudad del sueño de un indiano que va mezclada con la ciudad de un usurero o de un mercader de paños o de harinas que se quedan y edifican despiertos. Una pulmonía posible por una pared maestra ahorrada; una incomodidad segura por una fastuosidad ridícula. Pero no importa, el Magistral no atiende a nada de eso; no ve allí más que riqueza; un Perú en miniatura, del cual pretende ser el Pizarro espiritual. Y ya empieza a serlo. Los indianos de la Colonia que en América oyeron muy pocas misas, en Vetusta vuelven, como a una patria, a la piedad de sus mayores: la religión con las formas aprendidas en la infancia es para ellos una de las dulces promesas de aquella España que veían en sueños al otro lado del mar. Además los indianos no quieren nada que no sea de buen tono, que huela a plebeyo, ni siquiera pueda recordar los orígenes humildes de la estirpe; en Vetusta los descreídos no son más que cuatro pillos, que no tienen sobre qué caerse muertos; todas las personas pudientes creen y practican, como se dice ahora. Páez, don Frutos Redondo, los Jacas, Antolínez, los Argumosa y otros y otros ilustres Américo Vespucios del barrio de la Colonia siguen escrupulosamente en lo que se les alcanza las costumbres
distinguidas
de los Corujedos, Vegallanas, Membibres, Ozores, Carraspiques y demás familias nobles de la Encimada, que se precian de muy buenos y muy rancios cristianos. Y si no lo hicieran por propio impulso los Páez, los Redondo, etc., etc., sus respectivas esposas, hijas y demás familia del sexo débil obligaríanles a imitar en religión, como en todo, las maneras, ideas y palabras de la envidiada aristocracia. Por todo lo cual el Provisor mira al barrio del Noroeste con más codicia que antipatía; si allí hay muchos espíritus que él no ha sondeado todavía, si hay mucha tierra que descubrir en aquella América abreviada, las exploraciones hechas, las
factorías
establecidas han dado muy buen resultado, y no desconfía don Fermín de llevar la luz de la fe más acendrada, y con ella su natural influencia, a todos los rincones de las bien alineadas casas de la Colonia, a quien el municipio midió los tejados por un rasero.

Pero, entre tanto, De Pas volvía amorosamente la visual del catalejo a su Encimada querida, la noble, la vieja, la amontonada a la sombra de la soberbia torre. Una a Oriente otra a Occidente, allí debajo tenía, como dando guardia de honor a la catedral, las dos iglesias antiquísimas que la vieron tal vez nacer, o por lo menos pasar a grandezas y esplendores que ellas jamás alcanzaron. Se llamaban, como va dicho, Santa María y San Pedro; su historia anda escrita en los cronicones de la Reconquista, y gloriosamente se pudren poco a poco víctimas de la humedad y hechas polvo por los siglos. En rededor de Santa María y de San Pedro hay esparcidas, por callejones y plazuelas casas solariegas, cuya mayor gloria sería poder proclamarse contemporáneas de los ruinosos templos. Pero no pueden, porque delata la relativa juventud de estos caserones su arquitectura que revela el mal gusto decadente, pesado o recargado, de muy posteriores siglos. La piedra de todos estos edificios está ennegrecida por los rigores de la intemperie que en Vetusta la húmeda no dejan nada claro mucho tiempo, ni consienten blancura duradera.

Don Saturnino Bermúdez, que juraba tener documentos que probaban al inteligente en heráldica venirle el Bermúdez del rey Bermudo en persona, era el más perito en la materia de contar la historia de cada uno de aquellos caserones, que él consideraba otras tantas glorias nacionales. Cada vez que algún Ayuntamiento radical emprendía o proyectaba siquiera el derribo de algunas ruinas o la expropiación de algún solar por utilidad pública, don Saturnino ponía el grito en el cielo y publicaba en
El Lábaro
, el órgano de los ultramontanos de Vetusta, largos artículos que nadie leía, y que el alcalde no hubiera entendido, de haberlos leído; en ellos ponía por las nubes el mérito arqueológico de cada tabique, y si se trataba de una pared maestra demostraba que era todo un monumento. No cabe duda que el señor don Saturnino, siquiera fuese por bien del arte, mentía no poco, y abusaba de lo románico y de lo mudéjar. Para él todo era mudéjar o si no románico, y más de una vez hizo remontarse a los tiempos de Fruela los fundamentos de una pared fabricada por algún modesto cantero, vivo todavía. Estos lapsus del erudito no lastimaban su reputación, porque los pocos que podían descubrirlos los consideraban piadosas exageraciones, anacronismos beneméritos, y los demás vetustenses no leían nada de aquello. Mas no por esto dejaba el sabio de sacar a relucir la retórica, en que creía, ostentando atrevidas imágenes, figuras de gran energía, entre las que descollaban las más temerarias personificaciones y las epanadiplosis más cadenciosas: hablaban las murallas como libros y solían decir: «tiemblan mis cimientos y mis almenas tiemblan»; y tal puerta cochera hubo que hizo llorar con sus discursos patéticos; por lo cual solía terminar el artículo del arqueólogo diciendo: «En fin, señores de la comisión de obras,
sunt lacrimae rerum!
».

Más de media hora empleó el Magistral en su observatorio aquella tarde. Cansado de mirar o no pudiendo ver lo que buscaba allá, hacia la Plaza Nueva, adonde constantemente volvía el catalejo, separose de la ventana, redujo a su mínimo tamaño el instrumento óptico, guardolo cuidadosamente en el bolsillo y saludando con la mano y la cabeza a los campaneros, descendió con el paso majestuoso de antes, por el caracol de piedra. En cuanto abrió la puerta de la torre y se encontró en la nave Norte de la iglesia, recobró la sonrisa inmóvil, habitual expresión de su rostro, cruzó las manos sobre el vientre, inclinó hacia delante un poco con cierta languidez entre mística y romántica la bien modelada cabeza, y más que anduvo se deslizó sobre el mármol del pavimento que figuraba juego de damas, blanco y negro. Por las altas ventanas y por los rosetones del arco toral y de los laterales entraban haces de luz de muchos colores que remedaban pedazos del iris dentro de las naves. El manteo que el canónigo movía con un ritmo de pasos y suave contoneo iba tomando en sus anchos pliegues, al flotar casi al ras del pavimento, tornasoles de plumas de faisán, y otras veces parecía cola de pavo real; algunas franjas de luz trepaban hasta el rostro del Magistral y ora lo teñían con un verde pálido blanquecino, como de planta sombría, ora le daban viscosa apariencia de planta submarina, ora la palidez de un cadáver.

En la gran nave central del trascoro había muy pocos fieles, esparcidos a mucha distancia; en las capillas laterales, abiertas en los gruesos muros, sumidas en las sombras, se veía apenas grupos de mujeres arrodilladas o sentadas sobre los pies, rodeando los confesonarios. Aquí y allí se oía el leve rumor de la plática secreta de un sacerdote y una devota en el tribunal de la penitencia. En la segunda capilla del Norte, la más obscura, don Fermín distinguió dos señoras que hablaban en voz baja. Siguió adelante. Ellas quisieron ir tras él, llamarle, pero no se atrevieron. Le esperaban, le buscaban, y se quedaron sin él.

—Va al coro—dijo una de las damas. Y se sentaron sobre la tarima que rodeaba el confesonario, sumido en tinieblas. Era la capilla del Magistral. En el altar había dos candeleros de bronce, sin velas, sujetos con cadenillas de hierro. Delante del retablo estaba un Jesús Nazareno de talla; los ojos de cristal, tristes, brillaban en la obscuridad; los reflejos del vidrio parecían una humedad fría. Era el rostro el de un anémico; la expresión amanerada del gesto anunciaba una idea fija petrificada en aquellos labios finos y en aquellos pómulos afilados, como gastados por el roce de besos devotos.

Sin detenerse pasó el Magistral junto a la puerta de escape del coro; llegó al crucero; la valla que corre del coro a la capilla mayor estaba cerrada. Don Fermín, que iba a la sacristía, dio el rodeo de la nave del trasaltar flanqueada por otra crujía de capillas. Frente a cada una de estas, empotrados en la pared del ábside había haces de columnas entre los que se ocultaban sendos confesonarios, invisibles hasta el momento de colocarse enfrente de ellos. Allí comúnmente ataban y desataban culpas los beneficiados. De uno de estos escondites salió, al pasar el Provisor, como una perdiz levantada por los perros, el señor don Custodio el beneficiado, pálido el rostro, menos las mejillas encendidas con un tinte cárdeno. Sudaba como una pared húmeda. El Magistral miró al beneficiado sin sonreír, pinchándole con aquellas agujas que tenía entre la blanda crasitud de los ojos. Humilló los suyos don Custodio y pasó cabizbajo, confuso, aturdido en dirección al coro. Era gruesecillo, adamado, tenía aires de comisionista francés vestido con traje talar muy pulcro y elegante. El cuerpo bien torneado se lo ceñía, debajo del manteo ampuloso, un roquete que parecía prenda mujeril, sobre la cual ostentaba la muceta ligera, de seda, propia de su beneficio. Este don Custodio era un enemigo doméstico, un beneficiado de la oposición. Creía, o por lo menos propalaba todas las injurias con que se quería derribar al Provisor, y le envidiaba por lo que pudiera haber de cierto en el fondo de tantas calumnias. De Pas le despreciaba; la envidia de aquel pobre clérigo le servía para ver, como en un espejo, los propios méritos. El beneficiado admiraba al Magistral, creía en su porvenir, se le figuraba obispo, cardenal, favorito en la corte, influyente en los ministerios, en los salones, mimado por damas y magnates. La envidia del beneficiado soñaba para don Fermín más grandezas que el mismo Magistral veía en sus esperanzas. La mirada de este fue en seguida, rápida y rastrera, al confesonario de que salía el envidioso. Arrodillada junto a una de las celosías vio una joven pálida con hábito del Carmen.

No era una señorita; debía de ser una doncella de servicio, una costurera, o cosa así, pensó el Magistral. Tenía los ojos cargados de una curiosidad maliciosa más irritada que satisfecha; se santiguó, como si quisiera comerse la señal de la cruz, y se recogió, sentada sobre los pies, a saborear los pormenores de la confesión, sin moverse del sitio, pegada al confesonario lleno todavía del calor y el olor de don Custodio.

El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño, donde se guardaba ropas y objetos del culto. Encima de los cajones pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con ropón encarnado, guardaban casullas y capas pluviales en los armarios. El
Palomo
, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba furioso. Los monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin mirarles, les aludía y amenazaba con terribles castigos hipotéticos, repugnantes para el estómago principalmente. El Magistral siguió adelante fingiendo no parar mientes en estos pormenores groseros, tan extraños a la santidad del culto. Se acercó a un grupo que en el otro extremo de la sacristía cuchicheaba con la voz apagada de la conversación profana que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos señoras y dos caballeros. Los cuatro tenían la cabeza echada hacia atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas estrechas abiertas en la bóveda y a las pinturas llegaba muy torcida y menguada. El cuadro que miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha de negro mate. De otro color no se veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo, cinco minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito de la pintura a aquellas señoras y al caballero que llenos de fe y con la boca abierta escuchaban al arqueólogo. El Magistral encontraba casi todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto llegaba un forastero de alguna importancia a Vetusta, se buscaba por un lado o por otro una recomendación para que Bermúdez fuese tan amable que le acompañara a ver las antigüedades de la catedral y otras de la Encimada. Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres a cuatro y media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como él decía, quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su inveterada amabilidad. Porque además del primer anticuario de la provincia, creía ser—y esto era verdad—el hombre más fino y cortés de España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro de los pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc.; es decir, que si don Saturnino fuera tan atrevido que se decidiera a engendrar un Bermúdez, este saldría ya diácono por lo menos, según Frígilis. Era el arqueólogo bajo, traía el pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes entradas en la frente y se conocía que una calvicie precoz le hubiera lisonjeado no poco. No era viejo: «La edad de Nuestro Señor Jesucristo», decía él, creyendo haber aventurado un chiste respetuoso, pero algo mundano. Como lo de parecer cura no estaba en su intención, sino en las leyes naturales, don Saturno—así le llamaban—después de haber perdido ciertas ilusiones en una aventura seria en que le tomaron por clérigo, se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como el boj de su huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. No se sabe por qué entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba de vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles y sobre todo de perpetuos restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que equivalía a una mueca provocada por un dolor intestinal, aquella con que Bermúdez quería pasar por el hombre más
espiritual
de Vetusta, y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe advertirse que sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no era sino muy a su pesar. Él se encargaba unas levitas de tricot como las de un lechuguino, pero el sastre veía con asombro que vestir la prenda don Saturno y quedar convertida en sotana era todo uno. Siempre parecía que iba de luto, aunque no fuera. Sin embargo, pocas veces quitaba la gasa del sombrero porque se tenía por pariente de toda la nobleza vetustense, y en cuanto moría un aristócrata estaba de pésame. Allá, en el fondo de su alma, se creía nacido para el amor, y su pasión por la arqueología era un sentimiento de la clase de sucedáneos. Al ver en las novelas más acreditadas de Francia y de España que los personajes de mejor sociedad sentían sobre poco más o menos las mismas comezones de que él era víctima, ya no vaciló en pensar que lo que le había faltado había sido un escenario. Las muchachas de Vetusta eran incapaces de comprenderle, así como él se confesaba a solas que no se atrevería jamás a acercarse a una joven para decirle cosa mayor en materia de amores.

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