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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (9 page)

BOOK: La Regenta
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—¿Será libre elección de esa señora?—Y separándose un poco, para ver el efecto de su malicia, miró al beneficiado con ojos llenos de picaresca intención, mientras los carrillos cárdenos e hinchados delataban un buche de risa, próxima a derramarse por las comisuras de los labios.

—Puede ser—contestó don Custodio, subrayando las palabras, para darse por enterado de la intención del otro.

Mientras el Arcipreste profanaba los cuatro lados de la cruz latina, que era sacristía, con el relato mundano de la vida y milagros de Obdulia Fandiño, Glocester, sonriendo, pensaba en los motivos que podía tener el Magistral para oír a don Cayetano, en vez de correr al confesonario al pie del cual le esperaba la más codiciada penitente de Vetusta la noble.

Se juraba a sí mismo el Maquiavelo del cabildo no abandonar el puesto sin saber a qué atenerse.

El Magistral había resuelto no entrar aquel día en la capilla que llamaban suya. Confesar aquella tarde hubiera sido una excepción, motivo para dar que decir. ¿Estarían allí todavía aquellas señoras? Al bajar de la torre y pasar por el trascoro las había visto, las había conocido, eran la Regenta y Visitación; estaba seguro. ¿Cómo habían venido sin avisar? Don Cayetano debía de saberlo. Cuando una señora de las principales, como era la Regenta, quería hacerse hija de confesión del Magistral, le avisaba en tiempo oportuno, le pedía hora. Las personas desconocidas, las mujeres de pueblo no se atrevían a tanto, y las pocas de esta clase que confesaban con él acudían en montón a la capilla obscura cuyos secretos envidiaba don Custodio; allí esperaban el turno de las penitentes anónimas. Estas humildes devotas ya sabían cuáles eran los días de descanso para el Magistral. Aquel era uno y por eso la capilla estuvo desierta hasta que llegaron las dos señoras. Visitación se confesaba cada dos o tres meses, no conocía a punto fijo los días
fastos
y
nefastos
, ignoraba cuándo se sentaba el Provisor y cuándo no. La Regenta venía por primera vez, «¿por qué no le había avisado? El suceso era bastante solemne y había de sonar lo suficiente para merecer preliminares más ceremoniosos. ¿Era orgullo? ¿Era que aquella señora pensaba que él había de beber los vientos para averiguar cuándo vendría a favorecerle con su visita?... ¿Era humildad? ¿Era que con una delicadeza y un buen gusto cristiano y no común en las damas de Vetusta, quería confundirse con la plebe, confesar de incógnito, ser una de tantas?». Esta hipótesis le halagaba mucho al Magistral. Le parecía un rasgo poético y sinceramente religioso. «Estaba cansado de Obdulias y Visitaciones. El poco seso de estas, y otras damas, les hacía ser irreverentes, groseras, sí, groseras, con el sacramento y en general con todo el culto. Se tomaban confianzas que eran profanaciones; adquirían pronto una familiaridad importuna que daba ocasión a las calumnias de los necios y de los mal intencionados».

«No era él un don Custodio, ignorante de lo que es el mundo, lleno de ensueños, ambicioso de cierto oropel eclesiástico, que tal vez se gana en el confesonario, para que le halagasen todavía revelaciones imprudentes, que sólo servían para inundarle el alma de hastío. Esperaba algo nuevo, algo más delicado, algo selecto». Sabía, por rumores, que el Arcipreste había aconsejado a la Regenta que acudiese a la capilla del Magistral, puesto que él se retiraba del confesonario. Pero don Cayetano nada le había dicho. Además, como en materia de confesión los buenos clérigos son muy reservados, Ripamilán, que sabía tratar en serio los asuntos serios, nunca había hablado al Magistral de lo que podía ser la Regenta, juzgada desde el tribunal sagrado. Aquella tarde esperaba De Pas saber algo. Pero Glocester no se marchaba. Ya no se hablaba de Obdulia, ni de su prima la de Madrid, su modelo; se hablaba del tiempo; y Glocester no se movía. Se habían ido despidiendo todos los señores canónigos; quedaban los tres y el
Palomo
, que abría y cerraba cajones con estrépito y murmuraba; maldiciones sin duda.

Don Cayetano contuvo su verbosidad, comprendió que algo deseaba decirle el Magistral, que estorbaba Glocester; recordó de repente que él también quería hablar al Provisor, y como en casos tales no se mordía la lengua, cortó la conversación diciendo:

—¡Ah! ¡pícara memoria! don Fermín, una palabra, con permiso del señor Arcediano... es decir, no es una palabra, tenemos que hablar largo... son intereses espirituales.

Glocester se mordió los labios; saludó con el torcido tronco, haciéndose un arco de puente, y salió de la sacristía diciendo para su alzacuello morado y blanco:

—«¡Este vejete chocho y mal educado me las ha de pagar todas juntas!».

El Arcipreste se burlaba de la diplomacia y del maquiavelismo del Arcediano con salidas de tono, indirectas del Padre Cobos y otros expedientes por el estilo.

—«Si todos fueran como yo, Glocester no sabría qué hacer de su habilidad y disimulo. ¡Ay de los zorros, si las gallinas no fuesen gallinas!».

Glocester salía siempre por la puerta del claustro, abierta al extremo Norte del crucero; por allí llegaba antes a su casa: pero esta vez quiso salir por la puerta de la torre, porque así pasaba junto a la capilla del Magistral. Miró; no había nadie. Entonces se detuvo, volvió a mirar con ahínco, dio un paso dentro de la capilla; no había nadie; estaba seguro. «¡Luego aquellas señoras se habían ido sin confesión; luego el Magistral se permitía el lujo de desairar nada menos que a la Regenta!». El Arcediano vio un mundo de intrigas que podían fundarse en este descuido del Provisor. Tomó agua bendita en una pila grande de mármol negro, y mientras se santiguaba, inclinándose frente al altar del trascoro, decía para sí:

—Este será el talón de Aquiles. Ese desaire te costará caro. Lo explotaré.

Y salió de la catedral haciendo cálculos por los dedos, que se le antojaban cábalas, asechanzas, espionaje, intrigas y hasta postigos secretos y escaleras subterráneas.

El Arcipreste había abierto la boca al oír a De Pas que la Regenta estaba en la catedral, según le habían dicho, y que él no había corrido a saludarla y a confesarla, si a eso venía, como era de suponer.

—¿Pero qué pensará ese ángel de bondad?—gritaba don Cayetano, asustado de veras.

—A ver, Rodríguez (el
Palomo
) corre a la capilla del señor Magistral, y si está allí una señora....

Era inútil. Entraba en aquel momento Celedonio el acólito que se metió en la conversación diciendo:

—No señor, ya se han ido. Eran doña Visita y la señora Regenta. Se han ido. Yo hablé con ellas. Les dije que hoy no se sentaba el señor Magistral; y doña Visita que ya quería irse antes, cogió del brazo a doña Ana y se la llevó.

—¿Y qué decían?—preguntó don Cayetano.

—Doña Ana callaba. Doña Visita estaba incomodada porque la señora Regenta había querido venir sin mandar antes un recado. Creo que fueron a paseo, porque doña Visita dijo no sé qué del Espolón.

—¡Al Espolón!—gritó Ripamilán, cogiendo con una mano un brazo del Magistral y con la otra la teja—. ¡Al Espolón!

—¡Pero don Cayetano!—Es cuestión de honra para mí; de ese desaire tengo yo culpa en cierto modo.

—Pero si no fue desaire—repetía el Provisor dejándose llevar, y con el rostro hermoseado por una especie de luz espiritual de alegría que lo inundaba.

—Sí, señor; y de todos modos, desaire o no, yo quiero dar una explicación a mi querida amiga.... ¡Al Espolón! Por el camino hablaremos; quiero que V. conozca bien a esa mujer, psicológicamente, como dicen los pedantes de ahora; es una gran mujer, un ángel de bondad como le tengo dicho; un ángel que no merece un feo.

—Pero, si no hubo feo.... Yo le explicaré a V.... Yo no sabía....

Y hablaban en voz baja, porque ya iban andando por la nave Sur de la catedral, dirigiéndose a la puerta. La última capilla de este lado era la de Santa Clementina. Era grande, construida siglos después que las otras capillas, en el diez y siete. Tenía cuatro altares en el centro; las paredes estaban adornadas con profusión de hojarasca, arabescos y otros cosméticos del género decadente a que pertenecía.

El Magistral y el Arcipreste oyeron voces dentro de la capilla. De Pas no paró la atención en ellas, pero Ripamilán se detuvo, olfateando, y tendió el cuello en actitud de escuchar.

—¡Así Dios me valga, son ellos!—dijo pasmado.

—¿Quién?—Ellos; la viudita y don Saturno; reconozco el chirrido de ese grillo destemplado.

Y el Arcipreste que manifestara poco antes tanta prisa por salir del templo, se empeñó en entrar en Santa Clementina. El Magistral le siguió, para ocultar su deseo de llegar al Espolón cuanto antes.

Eran
ellos
, en efecto.

En medio de la capilla, don Saturnino sudando copiosamente, cubierta la levita de telarañas y manchas de cal, rojo el rostro, cárdenas las orejas, arengaba a su auditorio, con un brazo extendido en dirección de la bóveda. Estaba indignado, al parecer, y su indignación la comunicaba de grado o por fuerza a los Infanzones.

—Señores—exclamaba—ya lo ven ustedes: esta capilla es el lunar, el feo lunar, el borrón diré mejor, de esta joya gótica. Han visto ustedes el panteón, de severa arquitectura románica, sublime en su desnudez; han visto el claustro, ojival puro; han recorrido las galerías de la bóveda, de un gótico sobrio y nada amanerado; han visitado la cripta llamada Capilla Santa de reliquias, y han podido ver un trasunto de las primitivas iglesias cristianas; en el coro han saboreado primores del relieve, si no de un Berruguete, de un Palma Artela, desconocido, pero sublime artífice; en el retablo de la Capilla mayor han admirado y gustado con delicia los arranques geniales, sí, geniales puedo decir, del cincel de un Grijalte; y
reasumiendo
, en toda la Santa Basílica han podido corroborar la idea de que este templo es obra de arte severo, puro, sencillo, delicado...
Empero
aquí, señores, forzoso es confesarlo, el mal gusto desbordado, la hinchazón, la redundancia se han dado cita para labrar estas piedras en las que lo amanerado va de la mano con lo extravagante, lo recargado con lo deforme. Esta Santa Clementina, hablo de su capilla, es una deshonra del arte, la ignominia de la catedral de Vetusta.

Calló un momento para limpiar el sudor de la frente y del cogote con el pañuelo perfumado de Obdulia, porque el suyo estaba empapado tiempo hacía en elocuencia liquefacta.

Los Infanzones sudaban también. El marido tenía en la cabeza una olla de grillos. Había oído en hora y media un curso peripatético—¡a pie y andando todo el tiempo!—de arqueología y arquitectura y otro curso de historia pragmática. El desgraciado ya confundía a los califas de Córdoba con las columnas de la Mezquita, y ya no sabía cuáles eran más de ochocientos, si las columnas o los califas; el orden dórico, el jónico y el corintio, los mezclaba con los Alfonsos de Castilla, y ya dudaba si la fundación de Vetusta se debía a un fraile descalzo o al arco de medio punto;
reasumiendo
, como decía el sabio; sentía náuseas invencibles y apenas oía al arqueólogo, preocupándole más sus esfuerzos por contener impulsos del estómago cuya expansión hubiera sido una irreverencia.

—Si estuviéramos en un barco, no sería tan inoportuno—pensaba—¡pero en una catedral!

El Infanzón estaba en rigor como en alta mar, y cada vez que oía decir la nave del Norte, la nave del Sur, la nave principal, se creía al frente de una escuadra y se figuraba que don Saturno apestaba a brea. Pero el pobre lugareño seguía diciendo que sí a todo.

«Estaba conforme, aquello era una profanación. ¡Qué pesadez la de aquellos doseletes, la de aquellas hornacinas! ¡Vaya si eran pesados! Como que el Infanzón temía que se le cayeran encima; porque se meneaban, sin duda. Pero ¡buen Dios! añadía para sus adentros; si el género plateresco es cargante y pesadísimo ¿dónde habrá cosa más plateresca que este señor don Saturnino?».

Se le pasó por la imaginación si estaría burlándose de ellos porque eran de un pueblo de pesca. Pero, no; aquella cara no debía de mentir; hablaba de veras; era verdad lo del rey Veremundo y lo de la emigración de la piña pérsica a las columnas árabes; sólo que todo aquello ¡qué le importaba a él que era un compromisario!

La digna esposa de Infanzón también estaba cansada, aburrida, despeada, pero no aturdida. Hacía más de una hora que no oía palabra de cuanto hablaba aquel charlatán, sin vergüenza, libertino. «¡Oh, si no fuera porque su marido todo lo consideraba inconveniencia y falta de educación! ¡Si no fuera porque estaban en la casa de Dios!... Estaba escandalizada, furiosa. ¡Bonito papel iban representando ella y el bobalicón de su marido! Le había hecho señas, pero inútilmente. Él pensaba que aludía a lo de la arquitectura y se hacía el distraído. ¿Y la doña Obdulita? No, y que parecía maestra en aquel teje maneje. No habían desperdiciado ni una sola ocasión. ¡Claro! y así les habían traído y llevado por desvanes y bodegas, muertos de cansancio. En cuanto estaba obscuro... ¡claro!... se daban la mano. Ella lo había visto una vez y supuesto las demás. Y él la pisaba el pie... y siempre juntos; y en cuanto había algo estrecho querían pasar a la una... y pasaban ¡qué desenfreno! ¿Pero de dónde le venía a su marido la amistad de aquella señorona?». Hasta celos sentía la noble lugareña. No hablaba ni palabra; y si Obdulia y Bermúdez hubieran estado menos preocupados con el Renacimiento, hubiesen notado el ceño y la sequedad de la antes amable y cortés señora de pueblo. Don Saturno reanudó su discurso. Se trataba de probar sus injuriosas afirmaciones.

—Véase si no—continuaba—lo que salta a los ojos, a los del alma quiero decir, de toda persona de gusto. ¡Malhaya el dignísimo Obispo, salvo el respeto debido, malhaya el dignísimo Obispo don García Madrejón que consintió este confuso acervo de adornos y follajes, quinta esencia de lo barroco, de la profusión manirrota y de la falsedad. Cartelas, medallas, hornacinas (y señalaba con el dedo), capiteles, frontones rotos, guirnaldas, colgadizos, hojarasca, arabescos, que pululáis por las decoraciones de puertas, ventanas, tragaluces y pechinas; en nombre del arte, de la santa idea de sobriedad y la no menos inmortal e inmaculada de armonía, yo os condeno a la maldición de la historia!

—Pues oiga usted—se atrevió a decir la Infanzón sin mirar a su esposo—; diga usted lo que quiera, esta capilla me parece a mí muy bonita; y me parece en cambio muy feo profanar el templo... ¡blasfemando así de Dios y sus santos!

Ea, se había cansado; quería dar la batalla al libertino y escogía, con un pudor evidente, el terreno neutral, del arte, puro y desinteresado. Además le gustaba de veras la capilla y no quería más contemplaciones.

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