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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (96 page)

BOOK: La Regenta
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La novena de los Dolores tuvo aquel año en Vetusta una importancia excepcional, si se ha de creer lo que decía
El Lábaro
.

Por lo menos el templo de San Isidro, donde se celebraba, se adornó como nunca. Tal semilla de piedad postiza y rumbosa habían dejado los PP. Goberna y Maroto. No se podía, como en la novena de la Concepción, colgar el templo de azul y plata, ni colocar un templete de cartón delante del retablo del altar mayor imitando capilla gótica de marquetería; pero todo lo que fue compatible con los siete Dolores de la Virgen se hizo: el lujo fue majestuoso, triste, fúnebre. Todo era negro y oro. La capilla de la catedral se trasladó en masa al coro de San Isidro reforzada por algunas partes rezagadas de la última compañía de zarzuela, que había tronado en Vetusta.—Los sermones se encomendaron a
otro jesuita
, el Padre Martínez, que vino de muy lejos y cobrando muy caro. En la mesa de petitorio, colocada frente al altar mayor a espaldas del cancel de la puerta principal, pedían limosna y vendían libros devotos, medallas y escapularios las damas de más alta alcurnia, las más guapas y las más entrometidas.

La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la costumbre, trajeron su contingente respectivo al templo que estaba todas las tardes de bote en bote. No cabía un vetustense más.

Los jóvenes laicos de la ciudad, estudiantes los más, no se distinguían ni por su excesiva devoción ni por una impiedad prematura; no pensaban en ciertas cosas; los había carlistas y liberales, pero casi todos iban a misa a ver las muchachas. A la novena no faltaban; se desparramaban por las capillas y rincones de San Isidro, y terciando la capa, el rostro con un tinte romántico o picaresco, según el carácter,
se timaban
, como decían ellos, con las niñas casaderas, más recatadas, mejores cristianas, pero no menos ganosas de tener lo que ellas llamaban
relaciones
. Mientras el P. Martínez repetía por centésima vez—y ya llevaba ganados unos cinco mil reales—que como el dolor de una madre no hay otro, y echaba, sin pizca de dolor propio, sobre la imagen enlutada del altar, toda la retórica averiada de su oratoria de un barroquismo mustio y sobado; el amor sacrílego iba y venía volando invisible por naves y capillas como una mariposa que la primavera manda desde el campo al pueblo para anunciar la alegría nueva.

Ana Ozores, cerca del presbiterio, arrodillada, recogiendo el espíritu para sumirlo en acendrada piedad, oía el
rum rum
lastimero del púlpito, como el rumor lejano de un aguacero acompañado por ayes del viento cogido entre puertas. No oía al jesuita, oía la elocuencia silenciosa de aquel hecho patente, repetido siglos y siglos en millares y millares de pueblos: la piedad colectiva, la devoción común, aquella elevación casi milagrosa de un pueblo entero prosaico, empequeñecido por la pobreza y la ignorancia, a las regiones de lo ideal, a la adoración de lo Absoluto por abstracción prodigiosa. En esto pensaba a su modo la Regenta, y quería que aquella ola de piedad la arrastrase, quería ser molécula de aquella espuma, partícula de aquel polvo que una fuerza desconocida arrastraba por el desierto de la vida, camino de un ideal vagamente comprendido.

Calló el P. Martínez y comenzó el órgano a decir de otro modo, y mucho mejor, lo mismo que había dicho el orador de lujo. El órgano parecía sentir más de corazón las penas de María.... Ana pensó en María, en Rossini, en la primera vez que había oído, a los diez y ocho años, en aquella misma iglesia, el
Stabat Mater
... Y después que el órgano dijo lo que tenía que decir, los fieles cantaron como coro monstruo bien ensayado el estribillo monótono, solemne, de varias canciones que caían de arriba como lluvia de flores frescas. Cantaban los niños, cantaban los ancianos, cantaban las mujeres. Y Ana, sin saber por qué, empezó a llorar. A su lado un niño pobre, rubio, pálido y delgado, de seis años, sentado en el suelo junto a la falda de su madre cubierta de harapos, cantaba sin pestañear, fijos los ojos en la Dolorosa del altar portátil; cantaba, y de repente, por no se sabe qué asociación de ideas, calló, volvió el rostro a su madre y dijo:—¡Madre, dame pan!

Cantaba un anciano junto a un confesonario, con voz temblorosa, grave y dulce... olvidado de las fatigas del trabajo a que el hambre le obligaba, contra los fueros de la vejez. Cantaba todo el pueblo y el órgano, como un padre, acompañaba el coro y le guiaba por las regiones ideales de inefable tristeza consoladora, de la música.

«¡Y había infames, pensó Ana, que querían acabar con aquello! ¡Oh, no, no, yo no! Contigo, Virgen santa, siempre contigo, siempre a tus pies; estar con los tristes, ésa es la religión eterna, vivir llorando por las penas del mundo, amar entre lágrimas...». Y se acordó del Magistral. «¡Oh qué ingrata, qué cruel había sido con aquel hombre! ¡Qué triste, qué solo le había dejado!... Vetusta le insultaba, le escarnecía, le despreciaba, después de haberle levantado un trono de admiración; y ella, ella que le debía su honra, su religión, lo más precioso, le abandonaba y le olvidaba también.... ¿Y por qué? Tal vez, casi de fijo, por aprensiones de la vanidad y de la malicia torpe y grosera. ¡Ah!, porque ella estaba tocada del gusano maldito, del amor de los sentidos; porque ella estaba rendida a don Álvaro si no de hecho con el deseo—esta era la verdad—porque ella era pecadora ¿había de serlo también el
hermano de su alma
, el padre espiritual querido? ¿qué pruebas tenía ella? ¿No podía ser aprensión todo, no podía la vanidad haber visto visiones? ¿Cuándo De Pas se había insinuado de modo que pudiera sospecharse de su pureza? ¿No habían estado mil veces solos, muy cerca uno de otro, no se habían tocado, no había ella, tal vez con imprudencia, aventurado caricias inocentes, someros halagos que hubieran hecho brotar el fuego si lo hubiera habido allí escondido?... ¡Y está abandonado! Se burlan de él hasta en los periódicos; hasta los impíos alaban a los misioneros, para rebajar la influencia del Magistral; la moda y la calumnia le han arrinconado, y yo como el vulgo miserable, me pongo a gritar también, ¡crucifícale, crucifícale!... ¿Y el sacrificio que había prometido? ¿Aquel gran sacrificio que yo andaba buscando para pagar lo que debo a ese hombre?...».

En aquel momento cesaron los cánticos del pueblo devoto; siguió silencio solemne; después hubo toses, estrépito de suelas y zuecos sobre la piedra resbaladiza del pavimento... una impaciencia contenida. Hacia la puerta sonaba el
tic, tac
, de las monedas con que Visitación y la Marquesa golpeaban la bandeja para llamar la atención de la caridad distraída. Rechinaban los canceles; había en el aire un cuchicheo tenue. En el coro daban señales de vida violines y flautas con quejidos y suspiros ahogados; se oía el ruido de las hojas del papel de música. Gruñó un violín. Cayeron dos golpes sobre una hojalata.... Silencio otra vez.... Comenzó el
Stabat Mater
.

La música sublime de Rossini exaltó más y más la fantasía de Ana; una resolución de los nervios irritados brotó en aquel cerebro con fuerza de manía: como una alucinación de la voluntad. Vio, como si allí mismo estuviese, la imagen de su resolución, «sí... ella... ella, Ana a los pies del Magistral, como María a los pies de la Cruz. El Magistral estaba crucificado también por la calumnia, por la necedad, por la envidia y el desprecio... y el pueblo asesino le volvía las espaldas y le dejaba allí solo... y ella... ella... ¡estaba haciendo lo mismo! ¡Oh, no, al Calvario, al Calvario! al pie de la cruz del que no era su hijo, sino su padre, su hermano, el hermano y el padre del espíritu».

«La Virgen le decía que sí, que estaba bien hecho; que aquella resolución era digna de un cristiano. Donde quiera que hay una cruz con un muerto, se puede llorar al pie, sin pensar en lo que era el que está allí colgado; mejor se podrá llorar al pie de la cruz de un mártir. Hasta del mal ladrón le estaba dando lástima en aquel momento. ¡Cuánta mayor lástima le daría del Magistral que, según ella, no era ladrón, ni malo ni bueno!». La forma del sacrificio, el día, la ocasión, todo estaba señalado: se juró no volverse atrás; aquella exaltación era lo que ella necesitaba para poder vivir; si más tarde el cansancio, la relajación de aquellas fibras tirantes traían a su ánimo la cobardía, los reparos mundanales, prosaicos, el miedo al qué dirán, no haría caso... iría derecha a su propósito sin vacilar, sin deliberar más. Haría lo que había resuelto. Y tranquila, segura de sí misma, volvió su pensamiento a la Madre Dolorosa, y se arrojó a las olas de la música triste con un arranque de suicida.... Sí, quería matar dentro de ella la duda, la pena, la frialdad, la influencia del mundo necio, circunspecto,
mirado
... quería volver al fuego de la pasión, que era su ambiente.

—XXVI—

Desde el día en que presidió el entierro de don Santos Barinaga, don Pompeyo no volvió a tener hora buena, de salud completa. Los escalofríos que le hicieron temblar en el cementerio y se repitieron, cada vez más fuertes, durante la enfermedad que siguió a la gran mojadura, volvían de cuando en cuando. Guimarán estaba triste sin cesar; aquel sol de Justicia que adoraba, tenía sus eclipses y el espectáculo de la maldad ambiente desanimaba al buen ateo hasta el punto de hacerle dudar del progreso definitivo de la Humanidad. «Laurent decía bien, estábamos nosotros mucho más adelantados que los bárbaros. ¡Pero había cada pillo todavía! ¿Y la amistad? La amistad era cosa perdida». Paquito Vegallana, Álvaro Mesía, Joaquinito Orgaz, el respetable, o al parecer respetable señor Foja, que se decían tan amigos suyos, le habían engañado como a un chino; se habían burlado de él. Eran unos libertinos que renegaban en sus comilonas de la religión positiva para seducirle a él y librarse del miedo del infierno. Don Pompeyo rompió bruscamente sus relaciones con todos aquellos «espíritus frívolos» y no volvió a poner los pies en el Casino. Tomó esta resolución el día de Navidad, cuando supo que por Vetusta se corría que él, don Pompeyo Guimarán, el hombre que más respetaba todos los cultos, sin creer en ninguno, había profanado la catedral oyendo borracho la Misa del gallo. Se llegó a decir que había llevado al templo, debajo de la capa, una botella de anís del mono.... «¡Del mono!... ¡él... don Pompeyo!...». No volvió al Casino. «Aquellos infames que le habían embriagado o poco menos, obligándole después a penetrar en el templo, eran muy capaces de haber inventado en seguida la calumnia con que querían perderle. ¿Qué autoridad iba a tener en adelante aquel ateísmo que se emborrachaba para celebrar las fiestas del cristianismo, y que asistía a los santos oficios a blasfemar y hacer eses por las respetables naves de la basílica?».

«¡Bastante tenía él sobre su alma con el entierro civil de Barinaga y la consiguiente ojeriza que gran parte del pueblo había tomado al señor Magistral!».

«No, no quería más luchas religiosas. Ya iba siendo viejo para tamañas empresas. Mejor era callar, vivir en paz con todos». La muerte de Barinaga le hacía temblar al recordarla. «¡Morir como un perro! ¡Y yo que tengo mujer y cuatro hijas!».

Se hizo misántropo. Siempre salía solo, al obscurecer, y volvía pronto a casa.

Una noche le llamó la atención un ruido de colmena que venía de la parte de la catedral. Oyó cohetes. ¿Qué era aquello? La torre estaba iluminada con vasos y faroles a la veneciana. A sus pies, en el atrio estrecho y corto, de resbaladizo pavimento de piedra, cerrado por verja de hierro tosco y fuerte, se agolpaba una multitud confusa, como un montón de gusanos negros. De aquel fermento humano brotaban, como burbujas, gritos, carcajadas, y un zumbido sordo que parecía el ruido de la marea de un mar lejano.

Don Pompeyo, que daba diente con diente, de frío con fiebre, se detuvo en lo más alto de la calle de la Rúa para contemplar aquella muchedumbre apiñada a los pies de la torre, en tan estrecho recinto, cuando podía extenderse a sus anchas por toda la plazuela. «Ya sabía lo que era.
Los católicos
celebraban un aniversario religioso. ¿Pero cómo? ¡Oh ludibrio!». Don Pompeyo se acercó al atrio: observó desde fuera. Lo mejor y lo peor de Vetusta estaba allí amontonado; las chalequeras, los armeros, la flor y nata del paseo del Boulevard, aquel gran mundo del andrajo, con sus hedores de miseria, se codeaba insolente y vocinglero con la
Vetusta elegante
del Espolón y de los bailes del Casino: y para colmo del escándalo, según don Pompeyo,
so capa
de celebrar una fiesta religiosa la juventud dorada del clero vetustense, todos aquellos «
licenciados de seminario
» como él los llamaba con pésima intención, «¡paseaban también por allí, apretados, prensados, con sus manteos y todo, en aquel embutido de carne lasciva, a obscuras, casi sin aire que respirar, sin más recreo que el poco honesto de sentir el roce de la especie, el instinto del rebaño, mejor, de la piara!». Y separando los ojos «de aquella podredumbre en fermento, de aquella
gusanera inconsciente
», volviolos Guimarán a lo alto, y miró a la torre que con un punto de luz roja señalaba al cielo.... «¡Aquí no hay nada cristiano, pensó, más que ese montón de piedras!».

Huyó de la catedral, triste, aprensivo, dudando de la Humanidad, de la Justicia, del Progreso... y apretando los dientes para que no chocasen los de arriba con los de abajo. Entró en su casa.... Pidió tila, se acostó... y al verse rodeado de su mujer y de sus hijas que le echaban sobre el cuerpo cuantas mantas había en casa, el ateo empedernido sintió una dulce ternura nerviosa, un calorcillo confortante y se dijo: «Al fin, hay una religión, la del hogar».

A la mañana siguiente despertó a toda la casa a campanillazos. «Se sentía mal. Que llamasen a Somoza». Somoza dijo que aquello no era nada. Ocho días después propuso a la señora de Guimarán el arduo problema de lo que allí se llamaba «la preparación del enfermo». «Había que prepararle», ¿a qué? «A bien morir».

De las cuatro hijas de don Pompeyo dos se desmayaron en compañía de su madre al oír la noticia.

Las otras dos, más fuertes, deliberaron. ¿Quién le ponía el cascabel al gato? ¿Quién proponía a su señor padre que recibiera los Sacramentos?

Se lo propuso la hija mayor, Agapita.

—Papá, tú que eres tan bueno, ¿querrías darme un disgusto, dárselo a mamá, sobre todo, que te quiere tanto... y es tan religiosa?...

—No prosigas, Agapita querida—dijo el enfermo con voz meliflua, débil, mimosa—. Ya sé lo que pides. Que confiese. Está bien, hija mía. ¿Cómo ha de ser? Hace días que esperaba este momento. El señor de Somoza es tan angelical que no quería darme un susto; pero yo conocía que esto iba mal. He pensado mucho en vosotras, en la necesidad de complaceros. Sólo os pido una cosa... que venga el señor Magistral. Quiero que me oiga en confesión el señor De Pas; necesito que me oiga, y que me perdone.

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