La reina de la Oscuridad (33 page)

Read La reina de la Oscuridad Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La reina de la Oscuridad
7.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nos encaminaremos hacia Palanthas —le atajó Caramon.

—Ya veremos —repuso el semielfo. Davey había regresado con un carro tirados por un esquelético caballo, y todos se pusieron en movimiento—. ¿Estás seguro de querer encontrar a tu hermano? —susurró Tanis en el oído del guerrero cuando se hubieron incorporado.

Caramon no contestó.

Los compañeros llegaron a Kalaman a media mañana.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Tanis a Davey cuando el joven conducía el destartalado vehículo por las calles de la ciudad—. ¿Se celebra alguna fiesta?

La urbe estaba atestada, y la mayoría de los comercios permanecían cerrados. Los habitantes se congregaban en pequeños círculos para hablar en tonos apagados.

—Más parece un funeral—comentó Caramon—. Debe haber muerto alguna personalidad.

—O se avecina la guerra —apostilló el semielfo. Las mujeres sollozaban, los hombres adoptaban expresiones entre tristes e iracundas y los niños, que correteaban a su alrededor, miraban a los mayores en actitud temerosa.

—No puede tratarse de la guerra, señor —declaró Davey— y la Fiesta de Primavera concluyó hace dos días. No sé qué es lo que sucede, pero si queréis puedo enterarme —ofreció a la vez que tiraba de las riendas del cansino caballo.

—Sigue adelante —ordenó el semielfo—. Pero dime, ¿por qué no puede haber estallado una guerra?

—¡Por que ya la hemos ganado! —exclamó Davey perplejo—. Por los dioses, señor, debíais estar muy borrachos si no lo recordáis. El Aureo General y los Dragones del Bien...

—¡Ah, sí! —se apresuró a interrumpirle Tanis.

—Me detendré en el mercado de los pescadores —decidió Davey saltando del pescante—. Ellos lo sabrán.

—Te acompañaremos. —El semielfo hizo señal a los otros para que se apearan.

—¿Qué noticia ha creado este revuelo? —inquirió Davey frente a un grupo de hombres y mujeres que se habían reunido en torno a un puesto rebosante de oloroso pescado.

Algunos de los interpelados dieron media vuelta y empezaron a hablar todos a la vez. Tanis, que se había acercado por detrás del muchacho, sólo logró oír algunas frases de la excitada conversación:

—El Áureo General ha sido capturado... ciudad maldita... los habitantes huyen... los dragones perversos...

Pese a sus esfuerzos, los compañeros no sacaron nada en claro de tan entrecortada cháchara. Los lugareños parecían reticentes a hablar con desconocidos y, en lugar de explicarse mejor, se limitaron a lanzarles miradas de desconfianza, más aún al reparar en su rico atuendo.

Después de agradecer una vez más a Davey la excursión hasta la ciudad, el grupo le dejó junto a sus amigos. Tras una breve discusión resolvieron dirigirse a la plaza central, con la esperanza de averiguar más detalles de lo sucedido. La multitud se intensificaba a medida que avanzaban, hasta tal punto que tuvieron que abrirse camino a empellones en las intransitables calles. Corrían todos de un lado para otro, indagando sobre los últimos rumores y meneando la cabeza presas de la desesperación. Algunos ciudadanos cargadas sus pertenencias al hombro, se alejaban en dirección a las puertas de la urbe, sin duda deseosos de emprender la fuga cuanto antes.

—Deberíamos comprar armas —propuso Caramon preocupado—. Las nuevas no auguran nada bueno. ¿ Quién creéis que es el Aureo General? Mucho respeto inspira a los habitantes de Kalaman cuando su captura provoca tanto dolor e inquietud.

—Probablemente un Caballero de Solamnia —aventuró Tanis—. y tienes razón, debemos comprar armas. —Se llevó la mano al cinto y exclamó—: ¡Maldita sea! Tenía una bolsa llena de curiosas monedas de oro, pero parece haberse esfumado. Como si no nos enfrentásemos ya a bastantes, problemas...

—¡Esperad un momento! —gruñó Caramon palpando también su cinturón—. ¿Qué diablos...? ¡Mi saquillo estaba en su lugar hace un segundo! —Al dar media vuelta el fornido guerrero vislumbró una figura que trataba de confundirse en el gentío, armada con una raída bolsa de cuero—. ¡Eso es mío! —rugió y, apartando a los presentes como si fueran briznas de paja, emprendió la persecución del ladrón. Cuando le dio alcance estiró su descomunal mano para agarrar al escurridizo individuo por su lanuda zamarra y arrancarlo de la calle en volandas—.Devuélveme ahora mismo... ¡Tasslehoff!

—¡Caramon! —exclamó el kender.

El guerrero soltó a su presa sin dar crédito a sus ojos, mientras Tas buscaba a los otros con la mirada.

—¡Tanis! —vociferó al ver que se acercaba entre la muchedumbre—. ¡Oh, Tanis! —Corrió a su encuentro, abrazándole y prorrumpiendo en sollozos con el rostro enterrado en su pecho.

Los habitantes de Kalaman acudieron en masa a los muros de su ciudad, como hicieran sólo unos días antes. Entonces, sin embargo, les embargaba la felicidad. Con ánimo festivo contemplaron el triunfante desfile de los caballeros y los dragones de plata y oro, mientras que ahora guardaban el silencio que sólo inspira el más profundo desaliento. Las miradas confluían en la llanura atentas a los rayos del sol que se elevaban hacia su cénit, próximo ya el mediodía Esperaban. Esperaban que la Dama Oscura apareciera de un momento a otro.

Tanis estaba junto a Flint, apoyada su mano en el hombro del enano. Este último casi se había desplomado al ver a su amigo.

El suyo fue un triste encuentro. En tonos apagados, Flint y Tasslehoff se turnaron para explicar a sus compañeros todo lo ocurrido desde que se separaran en Tarsis unos meses antes. Hablaba uno hasta que la emoción le impedía continuar, y entonces el otro tomaba el hilo de la historia. Así conocieron Tanis y los demás el hallazgo de las Dragonlance, la destrucción del Orbe de los Dragones y la muerte de Sturm.

Cuando Tanis oyó esta triste nueva bajó la cabeza incapaz de contener su dolor, de imaginar el mundo sin tan noble amigo. Flint, aunque también apesadumbrado, se apresuró a narrar la gran victoria del caballero y la paz que había hallado en las tinieblas.

—Ahora es un héroe en Solamnia —dijo—. Se cuentan leyendas sobre él, al igual que hicieran en torno a la figura de Huma. Todos están de acuerdo en que salvó a su estirpe y eso, Tanis, es lo que él habría deseado.

El semielfo, esbozando una sonrisa, asintió en silencio antes de rogarle que prosiguiera.

—Relátame lo que hizo Laurana al llegar a Palanthas —le rogó——. ¿Aún está allí? Si es así, quizá vayamos...

Flint y Tas intercambiaron una penosa mirada. El enano bajó los ojos, mientras el kender desviaba el rostro para secar su pequeña nariz con un pañuelo.

—¿Qué ocurre? —inquirió Tanis en una voz que no reconoció como suya—. Debo saberlo.

Despacio, Flint contó la historia.

—Lo lamento, Tanis —farfulló entre sollozos una vez hubo concluido—. No me ocupé de ella como me encomendaste.

El viejo enano estalló en tan violento llanto que Tanis sintió una punzada en el corazón. Estrechando al hombrecillo entre sus brazos, trató de consolarle.

—No te culpes, Flint —dijo sin lograr sobreponerse a su propia desazón—. Soy yo el causante de su infortunio, fue por mí por quien se arriesgó a morir.

—Empieza profiriendo reproches y acabarás maldiciendo a los dioses —intervino Riverwind, al mismo tiempo que daba una palmada en el hombro del semielfo—. Es un antiguo refrán de mi pueblo.

Tanis no se dejó reconfortar y, conocedor del rumor que corría en la ciudad acerca de la inminente llegada de Kitiara, pregunto:

—¿A qué hora vendrá la Dama Oscura?

—A mediodía —contestó Tas con un hilo de voz.

Era ya casi la hora señalada y Tanis fue a reunirse con los ciudadanos de Kalaman para aguardar la llegada de la Dama Oscura. Gilthanas se hallaba a cierta distancia del semielfo, ignorándolo de un modo patente. No podría reprochárselo, el elfo sabía por qué Laurana se había embarcado en tan arriesgada aventura, cuál fue el señuelo utilizado por Kitiara para atraer a su hermana. Cuando le preguntó fríamente si era cierta su convivencia con la Señora del Dragón, Tanis no pudo negarla.

—Entonces te consideraré el único responsable de la suerte de Laurana —se limitó a decir el dignatario elfo con la voz quebrada por la ira—. Y suplicaré a los dioses una noche tras otra que compartas su cruel destino, aunque aumentado en sus aspectos más dolorosos.

—Puedes estar seguro de que lo aceptaría de buen grado si eso pudiera devolvérnosla —

repuso Tanis. Gilthanas se limitó a alejarse sin despegar los labios.

El gentío comenzó a señalar el horizonte entre inquietos murmullos. Una sombra se perfilaba en el cielo, el inconfundible contorno de un Dragón Azul.

—Ese es su animal —anunció solemnemente Tasslehoff—. Lo vi en la Torre del Sumo Sacerdote.

El Dragón trazó perezosas espirales sobre la ciudad para, acto seguido, posarse sin violencia a escasa distancia de las murallas. Un mortal silencio flotó en el aire cuando su jinete se alzó sobre los estribos y, quitándose el casco, se dirigió a la multitud con una voz que resonó en todos los tímpanos.

—Supongo que ya os habréis enterado de que la mujer elfa a la que llamáis Aureo General está en mi poder. Por si necesitáis pruebas, quiero mostraros esto. —Alzó la mano, y Tanis vio el resplandor del sol reflejado en un yelmo de plata de exquisita filigrana—. En mi otra mano, aunque no podéis distinguirlo desde detrás del muro, guardo un mechón de cabellos dorados. Dejaré ambos objetos en el llano cuando parta para que recordéis a vuestro general a través de estas reliquias.

Un ininteligible susurro agitó a los ciudadanos congregados en la muralla. Kitiara se interrumpió unos instantes para mirarles con aquellos gélidos ojos que petrificaban a sus oponentes mientras Tanis, sin cesar de observarla, hundía sus uñas en la carne para obligarse a conservar la calma. Había cruzado por su mente la absurda idea de saltar sobre ella y atacarla por sorpresa.

Al ver su expresión, a un tiempo salvaje y desesperada, Goldmoon se acercó al semielfo y posó la mano en su hombro. Sintió cómo el cuerpo de Tanis se estremecía, antes de tomarse rígido bajo su contacto en un intento de recuperar el control. Al mirar sus puños la mujer de las Llanuras vio horrorizada que la sangre manaba por sus muñecas.

—Lauralanthalasa, la doncella elfa, ha sido llevada a presencia de la Reina de la Oscuridad en Neraka. Será rehén de Su Majestad hasta que se cumplan las condiciones que paso a exponeros. En primer lugar, la Reina exige que un humano llamado Berem, el Hombre Eterno, le sea entregado sin tardanza. También desea que los Dragones del Bien regresen a Sanction, donde se rendirán frente a Ariakas, y por último quiere que Gilthanas, Príncipe de los elfos, ordene a los Caballeros de Solamnia y a los miembros de las tribus Silvanesti y Qualinesti que depongan las armas. Por su parte Flint Fireforge, el enano, dará idénticas instrucciones a su pueblo.

—¡Eso es un desatino! —se rebeló Gilthanas avanzando hacia el borde del parapeto para enfrentarse a la Dama Oscura—. ¡No podemos acatar tales demandas! No sabemos quién es Berem ni dónde encontrarle, ni tampoco puedo responder en nombre de los elfos o los dragones bondadosos. ¡Carece de sentido cuanto nos propones!

—La Reina no es una insensata como sugieres —repuso Kitiara sin alterarse—. Sabe muy bien que necesitaréis tiempo para satisfacer sus deseos, y ha decidido concederos tres semanas. Si en ese plazo no habéis hallado a Berem que, según nuestros informes, está en las inmediaciones de Flotsam, ni habéis despedido a los Dragones del Bien, regresaré... pero esta vez no depositaré tan sólo unos bucles de la melena de vuestro general ante las puertas de Kalaman.

Hizo una nueva pausa.

—El trofeo que encontraréis será su cabeza.

Arrojó entonces el yelmo a los pies del Dragón y éste obediente a su escueta orden, desplegó las alas para emprender el vuelo.

Durante unos interminables momentos nadie habló ni movió un solo músculo. Los ciudadanos observaban petrificados el yelmo que yacía frente a la muralla y cuyas cintas rojas constituían, en su incesante revoloteo, la única nota de color en aquel opresivo ambiente. Al fin alguien señaló al horizonte lanzando un grito de terror.

Apareció en lontananza una increíble visión, tan espantosa que cuantos la contemplaban se decían para sus adentros que quizá habían perdido el juicio. Pero el objeto de su desasosiego se acercó por el aire hasta que todos tuvieron que admitir su realidad, un hecho que no contribuyó precisamente a disipar sus temores.

Fue así como el pueblo de Krynn conoció la existencia del más ingenioso pertrecho guerrero de Ariakas: la ciudadela voladora.

Trabajando en las secretas cámaras de los templos de Sanction, los magos de Túnica Negra y unos clérigos tenebrosos arrancaron un castillo de sus cimientos y lo lanzaron hacia la bóveda celeste. Ahora la ciudadela se hallaba suspendida sobre Kalaman en medio de un banco de nubes tormentosas, que festoneaba el aserrado zigzag de los relámpagos, y era custodiada por centenares de escuadras de Dragones Rojos y Negros eclipsando el sol del mediodía al proyectar su ominosa sombra sobre la ciudad.

La muchedumbre abandonó la muralla. El miedo a los dragones, como un hechizo invencible, envolvió a los habitantes de Kalaman para sumirles en el más profundo desaliento. Sin embargo, los dragones que escoltaban la ciudadela no atacaron. La Reina Oscura había sido precisa en sus instrucciones, debían dar tres semanas a aquellos humanos a la deriva. Lo único que tenían que hacer era mantener la vigilancia para asegurarse de que, en ese tiempo, ni los Caballeros ni los Dragones del Bien organizaran escaramuzas de batalla.

Tanis se volvió hacia el resto de los compañeros, que permanecían apiñados junto al parapeto sin apartar la mirada de la ciudadela. Acostumbrados a los efectos del pánico que provocaban los reptiles no huyeron en desbandada como los restantes ciudadanos y, por consiguiente, al poco rato quedaron solos en su atalaya.

—Tres semanas —susurró Tanis, y todas las miradas confluyeron en él.

Por vez primera desde que salieran de Flotsam vieron que su expresión se había liberado del destructivo remordimiento que la atenazaba. Sus ojos reflejaban paz, una paz muy similar a la que había advertido Flint en las pupilas de Sturm después de su muerte.

—Tres semanas —repitió el semielfo con una voz pausada que produjo escalofríos en la espalda de Flint—, tenemos tres semanas. Creo que son suficientes. Me voy a Neraka, donde habita la Reina Oscura. Y tú vendrás conmigo —añadió señalando a Berem, que permanecía mudo a escasa distancia.

Other books

Tokyo Enigma by Sam Waite
Prince Daddy & the Nanny by Brenda Harlen
The Perimeter by Boland, Shalini
Asunder by David Gaider
Hush Hush by Steven Barthelme
The Sportin' Life by Frederick, Nancy
Camouflage by Murray Bail