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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (15 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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—Ha cambiado —dijo a Tasslehoff con voz queda— y los elfos no suelen alterarse por nada. ¿Recuerdas cuando la conocimos en Qualinesti? Fue en otoño, hace tan sólo seis meses. Sin embargo, se diría que han transcurrido años.

—Todavía no se ha repuesto de la muerte de Sturm. Ha pasado muy poco tiempo desde tan triste suceso —comentó Tas con una expresión grave y melancólica en su rostro habitualmente pícaro.

—No es ése el único motivo. —El enano meneó la cabeza—. Su actual estado se debe también al encuentro que tuvo con Kitiara en el muro de la Torre del Sumo Sacerdote. Sin duda le dijo algo que la perturbó. ¡Maldita sea! —imprecó agresivo—. Nunca confié en ella, ni siquiera en los viejos tiempos. No me sorprendió en absoluto verla ataviada con el uniforme de los Señores de los Dragones, y daría una montaña de monedas de cobre por saber qué fue lo que le comunicó a Laurana para apagar su luz interior. Parecía un fantasma cuando la bajamos del muro una vez se hubo marchado Kitiara a lomos de su Dragón Azul. Apostaría mi barba a que guarda alguna relación con Tanis.

—Aún no puedo creer que Kitiara se haya convertido en una Señora del Dragón. Siempre fue —Tas se interrumpió para buscar la palabra adecuada— una muchacha divertida.

—¿Divertida? —repitió Flint frunciendo el ceño—. Quizá, pero también fría y egoísta. Debo reconocer, sin embargo, que sabía ser encantadora cuando se lo proponía. —Su voz se convirtió en un susurro, pues Laurana se había acercado lo bastante para oírles—. Tanis nunca aceptó la realidad, se empeñó en que algo valioso se ocultaba bajo la tosca apariencia de Kitiara. Estaba convencido de ser el único que la conocía, de que se cubría con un duro caparazón para proteger sus tiernos sentimientos. ¡Tenía tanto corazón como estas piedras!

—¿Qué noticias nos traes, Laurana? —preguntó el kender con tono alegre cuando la elfa se detuvo frente a ellos.

La muchacha sonrió a sus amigos pero, como bien decía Flint, la suya no era ya la sonrisa inocente y feliz de la joven que solía pasear bajo los álamos de Qualinesti. Ahora emanaba de sus labios la mortecina luz del sol en el frío cielo invernal. Aún alumbraba pero era incapaz de calentar, quizá porque se había extinguido la llama de sus ojos.

—Me han nombrado Comandante de los ejércitos —anunció a boca de jarro.

—Felici... ——empezó a decir Tas, pero murió su voz al encontrarse con el parapeto de su rostro.

—No hay razón para felicitarme —declaró Laurana con amargura—. ¿A quién voy a dirigir? A un puñado de caballeros atrincherados en un baluarte en ruinas que se yergue a varias millas de distancia en las Montañas Vingaard, y a un millar de hombres que defienden la muralla de esta ciudad. —Cerró su enguantado puño sin apartar la vista del cielo, que empezaba a revestirse de los primeros albores del nuevo día—. Deberíamos estar allí en este momento, mientras el ejército de los Dragones está aún diseminado y tratando de reagruparse. ¡Los derrotaríamos fácilmente! Pero no, no osamos adentrarnos en las Llanuras ni siquiera con las lanzas Dragonlance. ¿De qué nos sirven contra un enemigo que vuela? Si tuviéramos un Orbe...

Guardó silencio, antes de respirar hondo y proseguir:

—No merece la pena pensar en ello. Aquí nos quedaremos, en las almenas de Palanthas, para esperar la muerte.

—Vamos, Laurana —la amonestó Flint tras aclararse la garganta— no creo que la situación sea tan desesperada. Una sólida muralla rodea a esta ciudad, con mil hombres dispuestos a luchar en todo su perímetro. Los gnomos custodian el puerto con sus catapultas, los caballeros se hallan apostados en el único paso franqueable de las Montañas: Vingaard, donde hemos enviado refuerzos, tenemos las Dragonlance... sólo unas pocas, de acuerdo, pero Gunthar nos ha comunicado que hay más en camino. ¿De verdad opinas que no podemos atacar a esos reptiles voladores? Se lo pensarán dos veces antes de aventurarse a traspasar la muralla, aunque sea por el aire...

—No es suficiente, Flint —lo interrumpió Laurana—. Podemos contener el avance de las tropas rivales durante una semana o dos, quizá durante todo un mes. Pero ¿qué ocurrirá luego? ¿Qué será de nosotros cuando se hayan apoderado de las tierras adyacentes? La única opción que nos restará entonces será reunimos en pequeños reductos seguros. Pronto nuestro mundo consistirá en una ristra de diminutas islas luminosas rodeadas por vastos océanos de oscuridad, que nos acabarán invadiendo hasta los últimos resquicios.

Laurana apoyó la cabeza en su mano, reclinándose en la pared.

—¿Cuántas horas hace que no duermes? —preguntó Flint en actitud severa.

—No lo sé —respondió la muchacha. Mis períodos de sueño y de vela parecen entremezclarse. Pero la mitad del tiempo caminando corno una sonámbula, y la otra mitad durmiendo con plena conciencia de la realidad.

—Descansa ahora —le ordeno el enano con aquella voz que a Tas le recordaba la de su abuelo—. Nosotros te seguiremos, nuestra guardia ha terminado.

—No puedo —repuso Laurana frotándose los ojos. La primera idea de dormir le había hecho comprender cuán exhausta se sentía—. He venido a informaros que, según noticias recientes, los dragones han sido vistos sobrevolando la ciudad de Kalaman en dirección oeste.

—En ese caso vienen hacia aquí —comentó Tas tras visualizar un mapa en su mente.

—¿ Quién ha traído esas noticias? —preguntó receloso el enano.

—Los grifos. No hagas muecas —riñó la muchacha a Flint, aunque sonrió frente a su expresión de incredulidad—. Los grifos nos han proporcionado una gran ayuda. Aunque 1os elfos no prestaran en esta guerra más servicio que el de cedernos a sus animales, ya habrían hecho mucho por la causa.

—Los grifos son torpes y estúpidos —afirmó Flint—. No confío más en ellos que en un kender. Además —prosiguió, ignorando la mirada fulgurante de Tas— no tiene sentido lo que nos cuentas. Los Señores de los Dragones no lanzarían al ataque a sus animales sin el respaldo de los ejércitos.

—Quizá no estén tan desorganizados como creemos. —Laurana suspiró agotada—. O quizá mandan a los dragones tan sólo para hacer todos los estragos posibles, tales como desmoralizar a los habitantes o arrasar la región. Lo ignoro, pero veo que ha corrido la voz de su próxima venida.

Flint lanzó una mirada a su alrededor. Los centinelas que ya habían recibido el relevo permanecían en sus puestos, contemplando las montañas cuyos níveos picos asumían unas delicadas tonalidades rosáceas en el incipiente amanecer. Hablaban quedamente con quienes acudían junto a ellos, tras ser alertados con la alarmante nueva.

—Me lo temía —susurró Laurana—. ¡No tardará en cundir el pánico! Advertí a Amothus que guardara silencio, pero la discreción no es una de las mejores virtudes de los palanthianos. Fijaos, ¿qué os decía?

Al bajar la vista desde su atalaya los amigos comprobaron que las calles comenzaban a atestarse de personas que salían de sus casas a medio vestir, aún soñolientas y asustadas. Mientras observaba como corrían de un edificio a otro, la muchacha imaginó en qué términos debían divulgarse los rumores. Se mordió el labio, y sus ojos centellearon de ira.

—¡Ahora tendré que ordenar a mis hombres que abandonen la muralla para obligar a la población a encerrarse en sus hogares! No puedo permitir que estén en las calles cuando ataquen los dragones. ¡Vosotros, seguidme! —exclamó al mismo tiempo que hacía una señal a un grupo de soldados cercanos y se alejaba a toda prisa. Flint y Tas la vieron desaparecer por la escalera, en dirección al palacio, y al poco rato varias patrullas armadas ocuparon las calles e intentaron reagrupar a los habitantes, tanto para conducirles a sus casas como para sofocar la oleada de pánico.

—¡No parece que consigan su propósito! —gruñó Flint.

En efecto, la muchedumbre era más numerosa a cada minuto que pasaba.

Tas, erguido sobre un bloque de piedra desde el que se divisaba un panorama más amplio que entre las almenas, meneó la cabeza.

—No importa —dijo desalentado—. Mira, Flint...

El enano se apresuró a encaramarse a la roca, situándose al lado de su compañero. Algunos hombres gritaban, mientras señalaban el horizonte con el dedo extendido y las armas enarboladas. Aquí y allá, las dentadas puntas plateadas de varias Dragonlance refulgían bajo las antorchas.

—¿Cuántos son? —preguntó Flint entrecerrando los ojos.

—Diez —respondió despacio Tas—. Dos formaciones. y son unos dragones enormes, quizá rojos como los que vimos en Tarsis. No distingo su color en la tenue luz, pero es evidente que transportan jinetes. Quizá un Señor del Dragón, acaso Kitiara. Espero tener la oportunidad de hablarle esta vez —añadió, asaltado por un súbito pensamiento Debe ser interesante la vida de un Señor del Dragón...

Sus palabras se confundieron con el repicar de campanas que atronaba en todas las torres de la ciudad. El gentío que invadía las calles alzaba la mirada hacia los muros, donde los soldados proferían incesantes exclamaciones. A sus pies, en la lejanía, Tas vio salir a Laurana del palacio seguida por Amothus y dos de sus generales, adivinando por la postura de sus hombros que la muchacha estaba furiosa. Señaló las campanas, evidentemente para ordenar que las silenciaran, pero era demasiado tarde. Los habitantes de Palanthas estaban aterrorizados, y los inexpertos, y también espantados, soldados no lograban impedir el desenfreno. Se alzaron en el aire desgarrados alaridos, lamentos y voces de mando que trajeron a la mente de Tas tristes recuerdos de Tarsis. Presentía que centenares de personas morirían aplastadas en la barahúnda, y que las casas arderían sin remisión.

El kender se volvió despacio.

—Creo que no deseo hablar con Kitiara —rectificó, frotándose los ojos con las manos para ver mejor el imparable avance de los dragones—. No quiero saber cómo se siente un Señor del Dragón, porque deben llevar una existencia triste y oscura... Espera un momento...

Clavó su mirada en el horizonte, hacia el este, sin acertar a creer lo que veían sus ojos. Estiró su cuerpo y a punto estuvo de despeñarse por el parapeto.

—¡Flint! —exclamó agitando los brazos.

—¿Qué ocurre? —le espetó el enano pero, por fortuna, le prestó la atención necesaria para salvarle. Agarrándolo por el cinto de sus calzones azules, izó al excitado kender con una brusca y oportuna sacudida.

—¡lgual que en Pax Tharkas! —farfulló Tas de un modo casi incoherente, una vez recuperado el equilibrio—. Igual que en la tumba de Huma. ¡Están aquí, tal como preconizó Fizban! ¡Han venido!

—¿Quién ha venido? —¿De qué hablas? —rugió Flint exasperado.

Tras dar unos incontrolados saltos que hicieron rebotar sus bolsas, Tas dio media vuelta y se alejó a la carrera sin contestar al enano, que lanzaba chispas de cólera por todos sus poros mientras preguntaba una y otra vez:

—¿Quién ha venido, cabeza de chorlito?

—¡Laurana! —gritó Tas, con una voz tan aguda que rasgó el fresco aire de la mañana como una trompeta desafinada—. ¡Laurana, han venido! ¡Están aquí! ¡Se han cumplido los augurios de Fizban! ¡Laurana!

Maldiciendo al kender entre dientes, Flint volvió de nuevo la mirada hacia el este. Tras escudriñar brevemente su entorno, el enano deslizó su mano en el interior de un bolsillo de su jubón y extrajo un par de anteojos que se caló en la nariz, no sin antes cerciorarse una vez más de que nadie lo observaba.

Ahora pudo distinguir lo que no había sido más que una neblina de luz rosada rota por las puntiagudas masas de la cadena montañosa. Dio un hondo, tembloroso suspiro, incapaz de contener las lágrimas que empañaban su vista. Con gestos precipitados se quitó los anteojos, los guardó en su estuche e introdujo éste en su bolsillo. Pero aquellos cristales reveladores le habían permitido ver cómo el alba iluminaba las alas de los dragones con una luz rosácea, sí, pero que reflejaba destellos argénteos...

—Deponed vuestras armas, muchachos —ordenó Flint a los hombres que estaban cerca suyo mientras secaba sus ojos con uno de los pañuelos del kender—. ¡Alabado sea Reorx! Ahora tenemos una oportunidad, una nueva esperanza..

8

El juramento de los dragones.

Cuando los Dragones Plateados se posaron sobre el suelo en los aledaños de la gran ciudad de Palanthas, sus alas llenaron el cielo matutino de un brillo cegador. Los habitantes se apiñaron en las murallas para contemplar con cierto desasosiego a aquellas magníficas criaturas.

Al principio se sintieron tan aterrorizados frente a los enormes animales que decidieron tratar de ahuyentarlos, pese a que Laurana se apresuró a afirmar que no eran dañinos. Fue necesaria la intervención de Astinus, que abandonó su biblioteca para asegurar a Amothus con su habitual frialdad que aquellos dragones no les lastimarían. Los habitantes de Palanthas, al oír esta nueva, depusieron las armas aunque no sin mostrar cierta reticencia.

De todos modos, Laurana sabía muy bien que la inquieta muchedumbre habría creído a Astinus aunque éste les dijera que el sol saldría a medianoche. Era en él, y no en los dragones, en quien confiaban.

Hasta que la Princesa elfa no atravesó personalmente las puertas de la ciudad para lanzarse en los brazos de uno de los jinetes de los plateados reptiles, los arracimados espectadores no empezaron a pensar que aquella increíble fábula podía contener un fondo de verdad.

—¿Quién es ese hombre? ¿Quién nos ha enviado a los dragones? ¿Por qué han venido a Palanthas tan imponentes animales?

Entre empellones y codazos, el gentío se asomó al fortificado muro formulando preguntas y escuchando erróneas respuestas. Mientras, en el valle, los dragones agitaban despacio sus alas para mantener activa la circulación de su sangre en la gélida mañana.

Cuando Laurana abrazó al desconocido otra figura desmontó de su cabalgadura, una mujer cuyo cabello despedía reflejos tan argénteos como las alas de los dragones. La princesa elfa también la estrechó contra su pecho antes de que, con gran asombro por parte de los palanthianos, Astinus condujera a los tres personajes hasta su biblioteca, donde fueron admitidos sin oposición por los Estetas. Las descomunales puertas se cerraron tras ellos.

Reinó el desconcierto en las calles, que fueron invadidas por un interminable zumbido de susurros mientras los que permanecían apostados en la muralla lanzaban desconfiadas miradas a los dragones que permanecían erguidos ante las puertas de la ciudad.

Las campanas repicaron una vez más, anunciando una asamblea general convocada por Amothus. Los innumerables curiosos corrieron hasta la plaza que se extendía frente al palacio del Señor de la Ciudad, quien salió a un balcón resuelto a desvelar sus incógnitas.

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