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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (40 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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—¡Flint! —exclamó el semielfo. Se había olvidado de el. Fizban asintió con tristeza y lanzó una mirada de soslayo al cadáver de Berem.

—Vamos, no hay nada más que puedas hacer aquí.

Tanis se puso en pie tambaleándose y se enjugó las lágrimas antes de dejarse caer de nuevo, esta vez junto a Flint. Yacía su cuerpo en el rocoso terreno, si bien ahora su cabeza reposaba en el regazo de Tasslehoff.

El enano sonrió al ver su rostro volcado sobre él encogido su cuerpo en la proximidad de tan entrañable amigo. Estrechando la rugosa mano del enano entre las suyas, Tanis la estrujó con la fuerza que confiere el cariño.

—Casi le perdí —explicó Flint mientras aplicaba la otra mano a su pecho—. Cuando Berem se disponía a escapar por la cavidad de la roca estalló mi viejo corazón. Supongo que me oyó gritar, porque lo último que recuerdo es que me sostenía en sus brazos para depositarme sobre la roca.

—Entonces no intentó lastimarte —afirmó, más que preguntó él desconcertado Tanis. Apenas podía hablar.

—¡Lastimarme! Berem es incapaz de matar una mosca, no resulta más nocivo que nuestra dulce Tika. —El enano sonrió a la muchacha, que también se arrodilló a su lado—. Cuida a ese asno de Caramon, ¿me oyes bien? —le dijo—. Asegúrate de que salga ileso de la tormenta.

—Lo haré, Flint. —Tika lloraba.

—Por lo menos no tendrás oportunidad de ahogarme de nuevo —gruñó el enano a la vez que clavaba en el guerrero una mirada no furibunda, sino rebosante de amistad—. Y si vuelves a ver a tu hermano, propínale un puntapié de mi parte.

Caramon no supo responder, la congoja se lo impedía.

—Voy a ver qué ocurre con Berem —balbuceó el fornido hombretón, antes de ayudar a Tika a incorporarse y llevarla a un lugar apartado.

—¡No permitiré que emprendas tu aventura sin mí! —gimió Tas—. Te enfrentarás a un sinfín de problemas y debo estar allí para ayudarte.

—Ahora gozaré al fin de la paz que no he conocido desde que te tropezaste en mi camino —rezongó el enano—. Quiero que conserves mi yelmo, el del penacho de plumas de grifo—. Tras dirigir a Tanis una resuelta mirada volvió de nuevo el rostro hacia el lloroso kender y, suspirando, acarició su mano—. ¡Oh, vamos, no te lo tomes así! He llevado una existencia feliz, rodeado siempre de compañeros leales. He presenciado catástrofes lamentables, pero también actos bondadosos. Detesto tener que dejaros cuando le esperanza renace en nuestro mundo y más vais a necesitarme —su nublada visión se desvió hacia el semielfo—. Pero ya os he enseñado cuanto sé. Todo irá bien, estoy seguro de que saldréis adelante.

Se apagó su voz, al mismo tiempo que entornaba los ojos para exhalar un profundo suspiro. Tanis apretó la mano que aún sostenía y, en el instante en que semielfo hundía el rostro en el hombro de su moribundo amigo, Fizban se plantó a los pies de este último.

—Sé quién eres —dijo el enano en tonos apagados, observando al mago con un extraño brillo en los ojos—. Vendrás conmigo, ¿verdad? Al menos en el inicio del viaje, para que no esté solo. He pasado tanto tiempo entre amigos que me resulta difícil embarcarme en solitario en mi nueva andadura.

—Te acompañaré —prometió Fizban. Ahora descansa. Las miserias de este mundo han cesado de incumbirte, te has ganado el derecho a dormir.

—Dormir —repitió el enano relajado—. Sí, es lo que necesito. Despiértame cuando estés a punto, cuando sea el momento de partir.

Cerró de nuevo los ojos, inhaló una bocanada de aire y lo expulsó por última vez.

Tanis se llevó a los labios la mano de Flint que sostenía entre las suyas y luego la depósito sobre el exánime pecho musitando:

—Adiós, viejo amigo.

—¡No, Flint! —Agitado por un llanto incontrolable, Tasslehoff atravesó su cuerpo sobre el del yaciente. Tanis incorporó con dulzura al kender, que forcejeó como un niño entre sus firmes brazos hasta que, agotado, se refugió en su hombro para seguir sollozando.

El semielfo acarició el copete del compañero, pero, de pronto, alzó los ojos y se puso rígido.

—¡Alto! ¿Qué haces, anciano? —vociferó.

Alejándose del atribulado Tas, Tanis centró su atención en el frágil mago. Fizban había alzado a Flint en sus brazos y, ante la atónita mirada de todos, echó a andar en pos del extraño círculo de piedras.

—¡Detente ! —le ordenó—. Debemos celebrar sus exequias, construir un cúmulo funerario en su honor.

El hechicero giró el rostro para encararse con Tanis. Su expresión era severa, y sostenía al pesado enano con tanta delicadeza como facilidad.

—Le prometí que no le dejaría solo en su viaje —se limitó a declarar.

Sin la más leve vacilación, se encaminó de nuevo hacia las piedras. Tras un momento de duda Tanis salió en su persecución, mientras los otros permanecían paralizados contemplando a la figura que se alejaba.

En un principio al semielfo le pareció sencillo alcanzar a un viejo cargado con tan pesado fardo. Pero Fizban avanzaba a una velocidad vertiginosa, liviano como el aire a pesar del inerte cuerpo de Flint. Atenazado, de pronto, por el agotamiento, Tanis tuvo la sensación de estar tratando de dar caza a una nube de humo que se elevara hacia el cielo. Continuó su marcha a empellones hasta llegar al rocoso anillo, donde el viejo mago acababa de penetrar sin soltar el cadáver del enano.

Tanis se asomó al interior del misterioso círculo, animado tan sólo por un pensamiento: arrancar los despojos de su amigo de los brazos de aquel anciano demente.

No pudo evitar detenerse. Ante él se extendía lo que se le antojó un estanque de agua, tan remansada que nada alteraba su lisa superficie. Sin embargo, aquella sustancia no era líquida sino una losa de refulgente roca negra. Tan bruñida estaba que despedía destellos luminosos, poseedores de un brillo fantasmal. Reposaba frente a Tanis tan oscura como la noche y, al escudriñar sus profundidades, el semielfo distinguió el reflejo de innumerables estrellas y levantó la vista esperando descubrir que, pese a no haber caído el crepúsculo, por algún inexplicable fenómeno el manto nocturno había cubierto la bóveda celeste. Pero no, esta última permanecía azul y despejada, sin sol ni ningún otro astro. Débil y aturdido, Tanis hincó la rodilla en el borde de la losa y examinó de nuevo su lustrosa superficie. Vio las estrellas y también las lunas,
tres lunas,
tan bien perfiladas que empezó a temblar pues la tercera, la negra, sólo se mostraba a los poderosos magos de túnica azabache y ahora se exhibía ante él cual un círculo de negrura extraído de las tinieblas. Incluso atisbó los huecos dejados por las constelaciones de la Reina de la Oscuridad y del Guerrero Valiente en el inefable firmamento.

Recordó Tanis la explicación de Raistlin, quien afirmó que ambas habían desaparecido. Una se había cernido sobre Krynn, y el Guerrero se había lanzado en persecución de la Reina para presentarle batalla.

Mientras se hallaba sumido en estas cavilaciones, Fizban se adentró en la negra superficie con los restos de Flint en sus brazos. El semielfo trató desesperadamente de seguirle, pero le resultaba más difícil deslizarse por aquella masa de fría roca que zambullirse en los abismos. No podía sino observar como el mago, caminando sigiloso como si temiera despertar a la criatura que acunaba, evolucionaba en el centro de la refulgente losa.

—¡Fizban! —le llamó.

El anciano no se detuvo a escucharle y prosiguió su avance entre las estrellas. Tanis sintió la proximidad de Tasslehoff y, asiendo su mano, la estrechó como hiciera antes con la de Flint.

El hechicero alcanzó el centro del engañoso estanque... y se desvaneció.

El kender dio un ágil salto y se dispuso a abordar el negro espejo, pero Tanis lo sujetó por la muñeca.

—No, Tas —le dijo—. No puedes acometer esta aventura con él, todavía no. Debes permanecer a mi lado, te necesito.

Con una obediencia insólita en él, el kender retrocedió y señaló el interior de la brillante roca.

—¡Mira, Tanis! —exclamó tembloroso—. ¡La constelación ha regresado!

Bajando la vista hacia el punto que le indicaba, el semielfo vio que el Guerrero Valiente ocupaba de nuevo su lugar. Sus estrellas, al principio meros destellos, asumieron, de pronto, un brillo deslumbrador que llenó de azulada luz el oscuro y pétreo estanque. Tanis buscó en el cielo la realidad que debía reflejar la losa, pero no distinguió sino un vacío sereno y desolado.

4

La historia del Hombre Eterno.

—¡Tanis! —exclamó la voz de Caramon.

—¡Berem!

Recordando, de pronto, lo que había hecho, el semielfo retrocedió por el pedregoso terreno en pos de Caramon y Tika, que contemplaban horrorizados la roca manchada de sangre donde yacía el cuerpo de Berem. Bajo su atenta mirada el Hombre Eterno comenzó a moverse, entre gemidos que no eran de dolor sino más bien como una evocación del sufrimiento vivido. Se sujetó el pecho con mano temblorosa y se puso en pie. El único vestigio de su profunda herida eran unas sombras sanguinolentas en su piel, que desaparecieron antes de que Tanis se reuniera con el trío.

—Hace honor a su apelativo —comentó el semielfo al desconcertado Caramon—. Sturm y yo le vimos morir en Pax Tharkas, enterrado bajo una tonelada de granito. Dice que ha sucumbido a innumerables catástrofes para renacer de nuevo, y afirma que desconoce el motivo. —Dio un paso al frente a fin de acercarse a Berem y estudiarlo, mientras él lo observaba con el cansancio reflejado en sus, ahora, mortecinos ojos.

—Pero mientes en tus protestas de ignorancia, ¿no es cierto? —añadió Tanis con aparente calma—. Sabes muy bien por qué resucitas, y vas a revelárnoslo. Son demasiadas las vidas que dependen de tu secreto para que te permita conservarlo.

Berem bajó los ojos a modo de disculpa.

—Siento mucho lo de vuestro amigo —balbuceó—. Intenté ayudarle, pero no pude hacer nada.

—Soy consciente de ello —admitió Tanis tragando saliva—. También yo me horrorizo por mi actitud. La escena era borrosa, no vislumbré...

Al oír sus propias palabras, Tanis se preguntó a quién pretendía engañar. Lo había visto todo con total nitidez, su momentánea ceguera fue fruto de su voluntad. ¿De cuántos acontecimientos de su vida podía decirse lo mismo? ¿De las numerosas acciones que había presenciado, cuáles había deformado en su mente? No comprendía a Berem porque no deseaba hacerlo, aquel hombre personificaba para él los más abyectos sentimientos que albergaba en su propia alma y que detestaba sin habérselo confesado nunca. Le había matado, en efecto, mas en realidad su espada había traspasado a un desdoblamiento de su ego.

Se sentía como si aquella herida que él mismo se infligiera hubiera derramado el veneno gangrenoso que corroía sus entrañas. Su mal podía curarse, la pesadumbre por la muerte de Flint era un bálsamo vertido en su interior que le purificaba de su propia perversidad al recordarle la existencia de la bondad, de las más nobles aspiraciones. Al fin lograba liberarse de las oscuras sombras de la culpa. Fuera cual fuere el resultado se había esforzado por redimirse, por enderezar los entuertos que no sólo él causara. Debía reprocharse ciertos errores, pero había llegado la hora de perdonarse a sí mismo y seguir adelante.

Quizá leyó Berem en sus ojos todas estas reflexiones. Sin duda descubrió una compasión que nunca antes había traslucido.

—Estoy cansado, Tanis —declaró de forma inesperada, sin apartar la vista de las enrojecidas pupilas del semielfo—. Agotado. Envidio a tu amigo porque ha hallado el reposo, la paz. ¿Cuándo me será concedida a mí? —Apretó los puños y, con un estremecimiento, hundió el rostro entre sus manos—. ¡Me abruma el temor! Sé que el fin está próximo y tal idea me espanta.

—Todos nosotros sentimos miedo —suspiró Tanis frotándose los llorosos ojos—. Tienes razón, se avecina el desenlace y se nos presenta surcado por las tinieblas. Tú encierras la respuesta, Berem, no lo olvides.

—Os contaré cuanto pueda —accedió el Hombre Eterno, aunque parecían arrancarle las palabras—. Pero debes ayudarme. —Su mano aferró la del semielfo—. ¡Promételo!

—No puedo hacer promesas sin conocer antes la verdad —repuso Tanis en ademán sombrío.

Berem se incorporó, apoyando la espalda en la roca empañada con su sangre. Los otros se acomodaron a su alrededor a la vez que se arropaban en sus capas debido al creciente viento, que azotaba en audibles silbidos las laderas montañosas y aullaba al filtrarse por las junturas de los extraños peñascos. Escucharon el relato de Berem sin interrumpirle aunque en ocasiones Tas, en un repentino acceso de llanto, suspiraba en silencio refugiando el rostro en el hombro de Tika.

Al principio, la voz del Hombre Eterno era poco más que un susurro, las frases brotaban de sus labios con una ostensible reticencia. Luchaba a menudo consigo mismo antes de vomitar la historia, como si le causara dolor. Pero a medida que hablaba aceleró el ritmo, invadida su alma por el inmenso alivio que le producía compartir su secreto tras tantos años de aislamiento.

—Cuando dije que comprendía el tormento que suponía para ti la pérdida de tu hermano era totalmente sincero —comenzó, indicando a Caramon con una inclinación de cabeza—. Yo también tuve una hermana. No éramos gemelos, pero nos sentíamos como tales. Le llevaba un año, y habíamos establecido vínculos muy especiales quizá debido a la soledad en que vivíamos. Nuestra granja se hallaba en las proximidades de Neraka, en un lugar apartado donde no nos rodeaban casas vecinas. Mi madre nos enseñó a leer y escribir lo suficiente para salir adelante, y trabajábamos en los quehaceres que exigía nuestro tipo de existencia.

Mi hermana era mi única compañera, mi única amiga. Y yo representaba lo mismo para ella.

«La supervivencia era entonces difícil y ella trabajó con todas sus fuerzas, demasiado, incluso. Después del Cataclismo, tuvimos que luchar afanosamente para que no faltara el alimento en la granja. Nuestros padres eran ya viejos y estaban enfermos. En el primer invierno casi sucumbimos a la miseria, algo que no puede imaginarse si no se ha conocido.

Mucho se ha hablado del hambre que asolaba estas tierras, pero la realidad sobrepasaba con creces a cualquier rumor. —Sus ojos se ensombrecieron al evocar aquellos tiempos—. Las voraces manadas de animales salvajes y hombres embrutecidos por la penuria deambulaban sin norte y acechaban la granja. Aunque aislados, debo reconocer que corrimos mejor suerte que otros, si bien algunas noches no conseguíamos conciliar el sueño o debíamos armarnos con garrotes para defendemos de los lobos que merodeaban por las cercanías, atentos a la primera oportunidad de asaltarnos. Vi impotente cómo a los veinte años mi delicada hermana se había convertido en una anciana. Su cabello encaneció, se arrugó y demacró su rostro. Sin embargo, nunca profirió una queja.

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