Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Centró su mirada en el hombre que caminaba delante de él, cerca de Caramon. «Haré lo que sea con tal de salvar a Laurana —se dijo para sus adentros, apretando el puño—. ¡Lo que sea! Aunque tenga que sacrificar mi vida o la de...»
Se interrumpió. ¿Realmente estaba dispuesto a entregar a Berem? ¿Aceptaría negociar un intercambio con la Reina Oscura, quizá para hundir al mundo en unas tinieblas tan vastas que nunca había de volver a ver la luz?
No, era incapaz de hacerlo. Laurana preferiría la muerte antes que formar parte de semejante confabulación. Mientras caminaba, sin embargo, cambió de actitud. No permitiría que ella opinase. El mundo debía correr su propia suerte. «Estamos condenados. No podemos vencer bajo ninguna circunstancia, y la vida de Laurana es lo único que importa... lo único», pensó entristecido. .
Tanis no estaba solo en sus lóbregas cavilaciones. Tika avanzaba junto al guerrero, con sus pelirrojos tirabuzones convertidos en un hálito de luz y calor bajo el tormentoso cielo; pero su luminosidad se terminaba en los vibrantes reflejos del cabello, sin alcanzar sus ojos. Aunque Caramon la colmaba de atenciones, no la había abrazado desde aquel breve y maravilloso momento en que, bajo el mar, su amor le había pertenecido por entero. El recuerdo de su efímera felicidad la atormentaba en las interminables noches, irritándola e incluso impulsándola a decidir que el hombretón la había utilizado para aliviar su propio sufrimiento. Se prometió a sí misma que una vez concluida la aventura correría en busca de un noble de Kalaman que, durante su estancia en la ciudad, la había mirado con insistencia... pero eran sólo elucubraciones nocturnas. Durante el día, siempre que observaba a Caramon y le veía arrastrarse cansino por el sendero se disolvía su máscara de indiferencia. No podía evitar acariciarle en la frente, a lo que él respondía alzando el rostro y sonriéndole. Tika entonces suspiraba, y se borraba de su pensamiento la imagen de todos los aristócratas que poblaban el universo.
Flint los seguía a trompicones, sin apenas despegar los labios ni proferir la menor queja. De no haber estado envuelto en su torbellino particular, Tanis habría comprendido que aquella actitud no auguraba nada bueno.
En cuanto a Berem, nadie sabía que ocurría en su interior ...si ocurría algo. Sus nervios y hosquedad aumentaban a cada hora que pasaba, y aquellos ojos azules que contrastaban por su brillo con sus ajadas facciones se asemejaban ahora a los de un animal enjaulado.
Fue en la segunda jornada de viaje por las montañas cuando el Hombre Eterno desapareció.
Aquella mañana había cundido la alegría al anunciar Fizban que pronto llegarían a la Morada de los Dioses. Sin embargo, una vez más la oscuridad reemplazó a la luz. La lluvia arreció. En tres ocasiones a lo largo de una hora los guió el mago por los enmarañados arbustos entre excitadas exclamaciones de «!Ahí está! ¡Lo conseguimos!», para detenerse en la orilla de un pantano, en el borde de un precipicio y frente a un impracticable muro de roca.
En este último escollo Tanis sintió que le arrancaban el alma del cuerpo, hasta tal punto que incluso Tasslehoff retrocedió lleno de espanto al ver su rostro desencajado. El semielfo hizo un denodado esfuerzo para recobrar la compostura, y fue entonces cuando advirtió lo ocurrido.
—¿Dónde está Berem? —preguntó con un escalofrío que borraba cualquier sentimiento que aún se agitara en su interior.
Caramon parpadeó, regresando al parecer de un mundo imaginario, y se apresuró a mirar a su alrededor antes de responder con un rubor purpúreo en los pómulos:
—N-no lo sé, Tanis. Creía que se hallaba junto a mí.
—Es nuestro salvoconducto para entrar en Neraka, la única razón por la que respetan la vida de Laurana. Si lo atrapan...
El semielfo se interrumpió, las lágrimas le impedían continuar. Trató de aclarar sus ideas pese a los pálpitos que retumbaban en su cerebro.
—No te preocupes, lo encontraremos —trató de calmarle Flint dándole unas palmadas en el brazo.
—Lo siento, Tanis —se disculpó Caramon—. Me he puesto a pensar en Raist y... No debí hacerlo.
—En nombre del Abismo, ¿cómo se las arregla ese endiablado hermano tuyo para perjudicarnos incluso no estando entre nosotros? —se quejó el semielfo. Tras unos instantes le reflexión, logró contenerse y añadir—: Lo lamento, Caramon. No es tuya la culpa, también era mi obligación vigilar a ese individuo. Todos deberíamos habernos ocupado le él. En cualquier caso hemos de retroceder, a menos que Fizban pueda hacemos atravesar esta sólida pared de piedra... ni se te ocurra considerarlo, anciano —apostilló al verle en actitud reflexiva—. Berem no andará lejos y habrá dejado un rastro visible, dada su escasa experiencia en viajar por las montañas.
La suposición de Tanis era cierta. Tras una hora de minuciosa búsqueda, descubrieron una estrecha senda de animales que ninguno de ellos había observado al pasar por primera vez. Fue Flint quien detectó las huellas del Hombre Eterno en el fango y, llamando muy excitado a los otros, se acuclilló entre los matorrales para determinar el rumbo de las aún frescas pisadas. Sin esperar a sus compañeros echó a correr, animado por un acceso de energía que a todos dejó boquiabiertos. Como un sabueso conocedor de que su presa está al alcance, el enano salvó las marañas de trepadores que entorpecían su marcha por el bosque. Tan veloces eran sus zancadas que no tardó en interponer distancia con el resto del grupo.
—¡Flint! —le gritó Tanis en diversas ocasiones—. ¡Espera!
Pero a cada minuto quedaban más y más rezagados del hombrecillo hasta que lo perdieron de vista por completo. Por fortuna, su rastro era tan ostensible como el de Berem y hallaron poca dificultad en seguir las improntas que dejaban en el barro sus pesadas botas, por no mencionar las ramas quebradas y arbustos arrancados que marcaban su paso.
De pronto se detuvieron.
Habían llegado a otro risco vertical, si bien esta vez existía un modo de franquear un agujero excavado en la roca que formaba una abertura similar a la boca de un túnel. El enano se había internado fácilmente a juzgar por sus recientes huellas, pero era tan angosto que Tanis lo contempló desalentado.
—Berem ha conseguido entrar —anunció Caramon señalando una mancha de sangre en la roca.
—Quizá —titubeó el semielfo—. Tas, comprueba qué hay al otro lado —ordenó, reticente ante la idea de aventurarse si tener la total certeza de que no caerían en una trampa.
Tasslehoff culebreó hacia el interior del supuesto pasadizo, y pronto oyeron sus confusas exclamaciones invitándoles a reunirse con él. Parecía sobrecogido, pero sus palabras resonaban de tal modo en la roca que no lograban entenderlas.
De súbito, el rostro de Fizban se iluminó.
—¡Claro! —profirió en la cumbre del regocijo—. ¡Hemos hallado la Morada de los Dioses! Ese túnel es la entrada a la antigua ciudad.
—¿No hay otro medio para acceder a ella? —preguntó Caramon sin apartar su inquieta mirada de la estrecha abertura.
—Creo recordar —empezó a decir Fizban reflexivo— que existía...
—¡Tanis, apresúrate! —Era el kender quien así interrumpía al mago.
—No me arriesgaré a tropezarme con otro punto muerto. Iremos por aquí, cueste lo que cueste —decidió el semielfo.
A gatas, apoyados sobre sus miembros, los compañeros se introdujeron en la angosta boca. La travesía no fue fácil, en algunos tramos tuvieron que acostarse en el suelo y reptar cual culebras por el barro. Los anchos hombros de Caramon quedaban atascados constantemente, y al advertir su penosa situación Tanis se dijo que quizá deberían haberle dejado en la entrada hasta cerciorarse de que valía la pena internarse en el túnel. Tasslehoff los esperaba al otro lado, sin cesar de espiar su avance presa de una gran ansiedad.
—He oído los gritos de Flint un poco más adelante, no me cabe la menor duda —informó al cabecilla—. Cuando veas esto no darás crédito a tus ojos, Tanis.
Pero el semielfo no tenía tiempo para escucharle ni examinar su entorno, no hasta que todos los miembros del grupo hubieran salido sanos y salvos del pasadizo. Hubo que sumar esfuerzos cuando llegó el momento de arrastrar a Caramon al exterior, y aun así la piel de sus brazos sufrió diversos cortes que sangraban con profusión.
—Aquí estamos al fin —constató Fizban.
El semielfo dio media vuelta para contemplar el paraje denominado la Morada de los Dioses.
—No es el lugar que elegiría como hogar si fuera una divinidad —comentó Tasslehoff en tonos apagados.
Tanis no pudo por menos que mostrar su acuerdo con el kender.
Se hallaban en el borde de una depresión circular en las entrañas de cerro, similar a un cráter, siendo el aspecto lo primero que llamó la atención de Tanis de profunda soledad que envolvía la zona. En su agotadora escalada por las montañas los compañeros habían visto promesas de vida renovada en forma de brotes arbóreos, hierba verdeante y flores silvestres que se abrían paso en el fango y en los montículos de nieve. Aquí, sin embargo, no se divisaban tales indicios. El fondo de la cuenca era llano, desértico, gris y mortecino. Los imponentes picos que los rodeaban se erguían en pos del cielo con su aserrada piedra vuelta hacia dentro, como si quisieran empujar al observador hacia el vacío y hundirle en la desmenuzada roca que se extendía a sus pies. El azul del firmamento era puro y gélido, desprovisto de sol, nubes o aves, pese a que llovía cuando entraron en el túnel. Se asemejaba a un ojo implacable que los contemplara sin pestañear. Tanis se estremeció al pensarlo, de modo que se apresuró a desviar la mirada de las alturas para posarla en el valle.
Debajo del sobrecogedor retazo de cielo, en el centro mismo de la cuenca, se alzaba un círculo de inmensos y deformes peñascos. Se trataba de una circunferencia perfecta formada por rocas amorfas, circunstancia que no dejó de sorprender al semielfo. Tan bien encajadas estaban, que cuando trató de forzar la vista entre sus sólidas junturas no logró atisbar desde donde se hallaba lo que custodiaban con tanta solemnidad. Sus contornos constituían la única estructura visible en el silencioso paraje.
—Este lugar me inspira una honda tristeza —susurro Tika—. No me espanta ni recibo la impresión de que anide el mal en él, sólo me llena de pesar. Si los dioses lo visitan debe ser para lamentar las calamidades del mundo.
Fizban giró la cabeza para fijar en la muchacha una mirada penetrante, pero cuando se disponía a hablar lo interrumpió un grito de Tasslehoff.
—¡Tanis, fíjate en eso!
—Ya lo veo. —El semielfo emprendió carrera hacia el punto que señalaba el kender.
En el otro lado de la cuenca distinguió los vagos perfiles de dos figuras, una alta y la otra más pequeña, enzarzadas en lo que parecía una cruenta lucha.
—¡Es Berem! —anunció Tas que, con la agudeza propia de su raza, veía con total claridad a las criaturas—. ¡Intenta derribar a Flint! ¡Rápido, Tanis!
Maldiciéndose a sí mismo por permitir que esto sucediera, por no vigilar mejor al Hombre Eterno ni obligarle a revelar los secretos que de forma tan hermética guardaba en su alma, Tanis recorrió el pedregoso suelo con una velocidad fruto del temor. Oía cómo le llamaban los otros, pero hizo caso omiso de sus advertencias. Todos sus sentidos estaban concentrados en aquella pareja forcejeante que ahora se dibujaba con total nitidez. De pronto vio que el enano caía y Berem se plantaba junto a él.
—¡Flint! —vociferó el semielfo.
Tan violentas eran sus palpitaciones que la sangre nublaba su visión y sentía un punzante dolor en los pulmones, como si no recibieran el aire necesario para respirar. Sin prestar atención a su zozobra aceleró la marcha, a la vez que Berem se volvía hacia él y trataba de decirle algo. Percibió el movimiento de sus labios, pero la arremolinada sangre que bullía en sus tímpanos le impedía oírle. A los pies del Hombre Eterno yacía el enano. Tenía los ojos cerrados, la cabeza inclinada hacia un lado y la tez del rostro teñida de un gris ceniciento.
—¿Qué le has hecho? —imprecó Tanis a Berem—. ¡Le has matado!
Un sentimiento mezcla de pesar, culpabilidad y desesperación estalló en las entrañas del semielfo, inundando todos sus órganos. No veía apenas, una sanguinolenta oleada había empañado sus ojos.
Enarboló la espada sin tener conciencia de haberla desenvainado y, al instante, le sobrecogió el frío contacto de su empuñadura. El rostro de Berem se hallaba inmerso en un mar de tonos rojizos donde destacaban sus ojos preñados no de terror, sino de pesadumbre. Al ver que los abría hasta desorbitarse, Tanis comprendió que había hundido su acero en aquel cuerpo que se le ofrecía sin resistencia, traspasándolo con tanto ímpetu que oyó el chasquido de sus huesos quebrados seguido del estrépito producido por el filo en la roca donde se apoyaba el herido.
La tibia sangre empapó las manos del semielfo a la vez que un sordo aullido resonaba en su cerebro. Un peso muerto cayó sobre él, y a punto estuvo de derribarle.
Era el cuerpo de Berem lo que le atenazaba, pero ni siquiera lo advirtió. Luchó frenéticamente para liberar su arma y apuñalarle de nuevo, tan empecinado en su ataque que, aunque lo agarraron unas poderosas manos, no acertó sino a desembarazarse de ellas. Cuando recuperó el control de la espada, Berem se desplomó sobre el suelo en un charco de sangre, que manaba a borbotones por su espantosa herida. La joya verde despedía diabólicos destellos en el pecho del inerte individuo.
Oyó tras su espalda una profunda y cavernosa voz, que se confundió con los sollozos suplicantes de una mujer y un aullido de dolor. Enfurecido, Tanis dio media vuelta para encararse con quienes habían tratado de refrenarle. Vio a un hombre robusto con el semblante contraído y una muchacha pelirroja por cuyos pómulos corrían sendos torrentes de lágrimas, pero no los reconoció. Se acercó a la pareja un anciano de edad incalculable, que irradiaba paz pese a que en sus ojos brillaba la llama del sufrimiento, y esbozó una gentil sonrisa al mismo tiempo que posaba la mano en el hombro del semielfo.
Su contacto le produjo el mismo efecto que el agua fresca en las sienes de un enfermo devastado por la fiebre. La sangrienta bruma se desvaneció de los ojos de Tanis, quien soltó la espada manchada de sangre para arrodillarse en pleno llanto a los pies de Fizban. El anciano se inclinó hacia adelante y le dio unas reconfortantes palmadas.
—Sé fuerte, Tanis —le alentó—, debes despedirte de alguien a quien espera un largo viaje.