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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (52 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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Los rostros de los draconianos que constituían la guardia de honor de Ariakas flotaban a su alrededor como surgidos de una pesadilla. Sólo veía cabezas sin cuerpos, ristras de dientes que flanqueaban viscosas lenguas. Uno tras otro se apartaron a su paso, hasta que la escalinata se materializó en una bruma irreal.

Alzando la cabeza oteó la cúspide donde se erguía Ariakas, aquel hombre majestuoso y revestido de poder. La Corona que ceñía su testa parecía absorber toda la luz de la sala. Su brillo hería los ojos y Tanis pestañeó, deslumbrado, al iniciar el ascenso con la mano cerrada sobre su acero.

¿Le había traicionado Kitiara? ¿Cumpliría su promesa? Tanis lo dudaba, se maldijo por haberla creído. Había caído una vez más en su hechizo, de nuevo había cometido la necedad de confiar en sus palabras. Era ella quien, como siempre, tenía todos los ases sin darle opción a la réplica... o quizá no.

De pronto se le ocurrió una idea que le obligó a detenerse, con un pie en un peldaño el otro en el inferior.

«¡Sigue caminando, estúpido!», se apremió a sí mismo consciente de ser observado. Tratando de cubrirse de una máscara de tranquilidad, el semielfo reanudó su escalada mientras su plan se perfilaba con mayor claridad a cada paso.

«¡Aquél que ostenta la Corona, gobierna! » —Las palabras del caballero espectral habían surgido en su mente y se propagaban por todos sus recovecos.

¡Matar a Ariakas y arrebatarle la Corona! Sería sencillo. Tanis examinó febrilmente aquella zona de la cámara y comprobó que no había centinelas apostados junto a Ariakas, pues sólo los mandatarios podían ocupar las tarimas, pero tampoco se veía a ninguno en la escalera como en los recintos de los otros señores. Tan arrogante, tan segura de su poder debía sentirse aquella criatura, que había prescindido de cualquier protección.

Trató el semielfo de pensar. «Kitiara vendería su alma por la posesión de esa Corona. Si me adueño de ella reinaré, podré salvar a Laurana y escapar con ella. Una vez salgamos de aquí, le explicaré lo ocurrido. ¡No tengo más que desenvainar mi espada y, en lugar de depositarla a los pies de Ariakas, traspasar su cuerpo! Nadie osará tocarme cuando me apodere del refulgente objeto.»

Le agitaba una incontenible excitación, así que se apresuró a calmarse como mejor pudo. No se atrevía a mirar a Ariakas, temía que leyera en sus ojos la patraña que había urdido.

Permaneció cabizbajo, y sólo supo que se hallaba cerca de Ariakas al constatar que cinco escalones le separaban de la plataforma. Sus dedos jugueteaban con la empuñadura de su arma, pero había logrado recuperar la serenidad y se aventuró a clavar sus ojos en la figura que le aguardaba. La malignidad que éstos delataban estuvo a punto de paralizarle. Era el suyo un rostro que la ambición había desnudado de todo sentimiento humano, que había contemplado la muerte de millares de inocentes como simples medios para alcanzar un fin.

Ariakas observaba a Tanis con hastío, animado su semblante por una sonrisa de desdén. Incluso dejó de prestarle atención en algún momento para concentrarse en asuntos que le preocupaban más, tales como la actitud de Kitiara. El mandatario lanzaba a la mujer miradas de soslayo, meditabundas, como el jugador que se vuelve sobre el tablero a la expectativa del próximo movimiento de un temible competidor.

Dominado por la revulsión y el odio, el semielfo comenzó a extraer la hoja de su espada de la vaina. Aunque fracasara en su intento de rescatar a Laurana, aunque ambos perecieran entre aquellas paredes, al menos realizaría un acto noble en su vida matando al comandante supremo de los ejércitos de los Dragones.

Pero cuando oyó el siseo del acero, Ariakas centró de nuevo su interés en Tanis. El negro fulgor de sus ojos penetró el alma del semielfo, quien sintió su abrumador influjo similar al calor que despide un horno. La súbita oleada asestó a Tanis un golpe casi físico, haciendo que se bamboleara en la escalera. Aquella aureola invencible que le rodeaba tan sólo podía manar de una fuente que el conspirador no había considerado: ¡Ariakas era mago!

«Como he podido estar tan ciego? —se imprecó al vislumbrar, en torno a su imponente cuerpo, un muro luminoso—. ¡Por eso no le custodia ningún centinela! Ariakas no confía en sus servidores, y además le basta con invocar sus dotes arcanas si ha de defenderse!»

Para colmo de desventuras, Tanis leyó en sus desapasionados ojos que el hechicero abrigaba recelos contra él. Bajó los hombros, derrotado antes de atacar.

— ¡Arremete, Tanis, no temas su magia! Yo te ayudaré.

¿De dónde provenía aquella nueva voz que, pese a hablar en un quedo susurro, resonó en la mente de Tanis con tal intensidad que casi percibió su aliento? Se le erizaron los cabellos de la nuca, un escalofrío agitó su ser.

Volvió el rostro hacia la escalera y escudriñó también la plataforma pero, salvo el mismo Ariakas, nadie había en su proximidad. El siniestro personaje se hallaba a tres pasos de distancia y refunfuñaba, deseoso de que la ceremonia concluyera cuanto antes. Al advertir que Tanis titubeaba, le hizo un imperioso gesto conminándole a depositar la espada a sus pies.

¿Quién había hablado? De pronto atrajo la atención del semielfo una figura que, ataviada de negro, se perfilaba junto a la Reina de la Oscuridad. Por algún motivo se le antojó familiar, si bien no creía haberla visto antes. ¿Era aquella criatura quien le había apremiado a la acción? Si era así, no le transmitió ninguna señal.

«¿Qué hacer?», se preguntó desconcertado.

—¡Ataca, Tanis! —le hostigó la voz una vez más—. ¡Rápido!

Sudando, trémula su mano, el semielfo acabó de desenvainar su espada. Se hallaba frente a Ariakas, cuya aureola mágica irradiaba difusos destellos como el arco iris cuando cerca las transparentes aguas de un lago.

«No tengo elección —se dijo Tanis—. Si es una trampa, sucumbiré gustoso. Prefiero morir así.

Fingiendo arrodillarse, sosteniendo la empuñadura de su espada del modo más inofensivo posible, hizo ademán de posarla en la granítica tarima antes de torcer bruscamente la muñeca y ensayar el golpe mortal. Aunque se vio obligado a embestir con rapidez, apuntó al corazón.

Estaba seguro de sucumbir a la ira de su rival. Los dientes le rechinaban, se encogió sobre sí mismo en espera de que el escudo mágico lo agostase al igual que el relámpago socarra al árbol inmóvil.

En efecto, un relámpago zigzagueó en el aire... ¡pero no contra él! Vio anonadado que el arco iris estallaba y su tilo penetraba la etérea pared para hundirse en la carne. Un alarido de dolor, de orgullo ultrajado, vibró en su tímpano con una fuerza ensordecedora.

Ariakas se tambaleó al traspasar su pecho la afilaba hoja. Cualquier hombre corriente habría perecido bajo el impacto, pero la energía y la furia de la portentosa criatura lograron mantener la muerte a raya. Desencajada su faz por el odio, abofeteó a Tanis y lo lanzó escaleras abajo.

Se estrelló el semielfo contra el suelo, completamente descalabrado. Le daba vueltas la cabeza, y apenas vislumbró su espada cuando cayó junto a él manchada de sangre. Creyó que iba a perder el conocimiento, aunque sabía que si se abandonaba sería el fin tanto para él como para Laurana. Esta idea lo impulsó a menear la testa en un intento de despejarla y rechazar así su embotamiento. ¡Tenía que resistir! ¡Debía apoderarse de la Corona a cualquier precio! Al alzar la vista comprobó que Ariakas se erguía sobre la tarima con las manos extendidas, presto a invocar un hechizo que aniquilara de una vez por todas a su osado atacante.

El semielfo no podía hacer nada. Carecía de protección contra la magia y una voz interior le decía que su invisible aliado no volvería a ayudarle, que ya había cumplido su enigmático objetivo.

Sin embargo Ariakas no era tan poderoso como para vencer a la fuerza que lo acechaba, ansiosa por cobrarse una nueva víctima. Se asfixiaba, se empañaba su mente de forma tan irremisible que las palabras del encantamiento no llegaron a cruzar sus labios y se difuminaron en medio de un espantoso dolor. Bajó entonces los ojos, descubriendo que su sangre bañaba el purpúreo manto en una mácula que se ensanchaba a cada momento como si la vida se le escapara a través del maltrecho corazón. La muerte lo reclamaba, no aceptaría más demoras. Luchó Ariakas contra la negrura que se cernía sobre él, a la vez que suplicaba el concurso de la Reina Oscura.

Pero Su Majestad desdeñaba a los débiles. Del mismo modo que había presenciado cómo Ariakas abatía a su padre, observó inamovible la caída del dignatario pronunciando su nombre en el último aliento.

Invadió la sala de audiencias un tenso silencio cuando el cuerpo de Ariakas se desplomó hasta el suelo. La Corona del Poder se desprendió de su cabeza con estrépito y quedó aprisionada en una maraña de sangre y negros cabellos.

¿Quién pugnaría por ella?

Alguien emitió un penetrante grito. Era Kitiara, que pronunciaba un nombre en una urgente demanda.

Tanis no comprendió sus palabras, pero poco importaba. Ignorando a la enloquecida Señora del Dragón, estiró la mano en pos de la Corona.

De pronto se encarnó frente a él una figura ataviada con negra armadura. ¡El caballero Soth!

El semielfo intentó desechar el pánico que le inspiraba el espectro para concentrarse en el símbolo del poder que yacía a escasas pulgadas de sus dedos. Se lanzó sobre él y sintió aliviado el contacto del frío metal en su carne, en el instante en que un esquelético miembro trataba de arrebatárselo.

¡Se había adelantado, era suyo! Los ardientes ojos de Soth centellearon, demostrando que no iba a darse por vencido. Su espectral mano arañó de nuevo el aire dispuesta a arrancar el trofeo de las garras de Tanis, azuzada por las incoherentes órdenes de Kitiara.

Cuando el semielfo levantaba la ensangrentada Corona por encima de su cabeza, clavando al mismo tiempo una firme mirada en el Caballero de la Muerte, quebraron el sepulcral silencio de la estancia unos clarines que sonaron con abrupta estridencia.

La mano de Soth se detuvo en el aire, se apagó la voz de Kitiara y entre el gentío nació un murmullo ininteligible. Tanis creyó en su turbación que aquellas trompetas bramaban en su honor, pero al volver la cabeza a fin de contemplar la sala advirtió que había cundido una alarma general que nada tenía que ver con él. Todos los ojos, incluso los de Kitiara, confluían en la Reina Oscura.

Su Oscura Majestad había observado muy atentamente todos los movimientos de Tanis, mas ahora su vista se perdía en la nada. Su sombra creció en tamaño e intensidad, extendiéndose por la estancia como un nubarrón de mal augurio mientras, obedeciendo una muda orden, los draconianos portadores de su negra insignia abandonaban sus puestos en el perímetro del imponente recinto y desaparecían en tropel por las puertas. La figura ataviada con una túnica azabache que vislumbrara Tanis junto a la soberana se había desvanecido.

Se produjo un nuevo clamor de aquellos metálicos instrumentos y el semielfo, estudiando con aire absorto la Corona que sostenía en su mano, se dijo que en dos ocasiones anteriores sus estentóreos acordes habían sido heraldo de muerte y destrucción. ¿Qué calamidad podía anunciar ahora la inefable música?

10

Aquél que ostenta la corona, gobierna.

Tan sonoro e inesperado fue el retumbar de los clarines que Caramon casi perdió el equilibrio en el húmedo suelo de piedra. En una reacción instintiva Berem detuvo su caída y ambos escucharon inmóviles, espantados, cómo los clamores se disolvían en ensordecedores ecos por la pequeña cámara. Sobre sus cabezas, en lo alto de la escalera, unos instrumentos de menor alcance respondieron a la sobrecogedora llamada.

— ¡El arco encerraba una trampa! —insistió Caramon—. En cualquier caso, el mal ya está hecho. Todas las criaturas vivientes del Templo saben que estamos aquí, aunque yo mismo ignoro dónde me encuentro en realidad. Rezo a los dioses para que al menos tú sepas qué estás haciendo.

—Jasla me llama —repitió Berem. Disipado el momentáneo sobresalto que le infligieran los portentosos clarines reanudó su avance, arrastrando al guerrero tras él.

Sin saber cómo actuar ni a dónde ir, Caramon alzó la antorcha y siguió a su guía hasta el interior de una caverna que al parecer había socavado el agua al filtrarse entre las rocas. El arco conducía a una escalera de piedra que, según vio el guerrero, descendía hacia un torrente de revuelto cauce. Agitó la tea en todas direcciones ansioso por encontrar un camino que jalonara la corriente de agua mas no distinguió nada semejante, al menos en el radio de su luz.

—¡Aguarda! —exclamó, pero Berem ya se había arrojado a las túrbidas aguas. Contuvo el aliento, convencido de que el Hombre Eterno se hundiría en un voraz remolino, y mucho se sorprendió al comprobar que el torrente no era tan profundo como aparentaba. Lo cierto era que sólo cubría hasta las pantorrillas.

—¡Vamos, acércate! —le apremió su acompañante.

Caramon se tanteó la herida del costado. La sangre manaba ahora con mayor lentitud, el improvisado vendaje estaba húmedo al tacto pero no empapado. Sin embargo, el dolor no remitía, le dolía la cabeza y estaba tan exhausto después de correr y luchar que se sentía mareado. Pensó en Tika y el kender durante unos segundos, y en Tanis aún más brevemente, pero decidió que era mejor desechar sus cavilaciones si deseaba seguir adelante.

El fin se avecinaba, para bien o para mal. Tika así lo había afirmado, y Caramon empezaba a creerlo también. Al apoyar un pie en el agua la corriente lo laceró con tal ímpetu que le asaltó la repentina idea de que era el tiempo y no una materia líquida lo que le empujaba hacia... ¿Hacia el ocaso del mundo, hacia la muerte? ¿O quizá encarnaba la esperanza de un nuevo comienzo?

Berem vadeaba delante de él, resuelto a avanzar a la mayor velocidad posible.

—Debemos mantenernos unidos —le recordó el fornido humano con voz resonante, obligándole a detener la marcha—. Podría haber más trampas, peores que la que acabamos de salvar.

El Hombre Eterno vaciló unos segundos, los suficientes para que el guerrero lo alcanzara. Echaron a andar despacio por el turbulento arroyo, afianzándose a cada paso pues el fondo era resbaladizo y traicionero a causa de su lecho de guijarros desmenuzados.

Caramon empezaba a respirar tranquilo cuando algo golpeó su bota con tal fuerza que casi salieron despedidos sus pies. Tuvo que sujetarse a Berem para no caer.

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