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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (56 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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—¡Laurana espera! —le rogó con voz estentórea para sobreponerse a la barahúnda.

La muchacha lo oyó y, al contemplarla en la estancia iluminada por la luna, el semielfo reparó en la serenidad que dimanaba de sus imperturbables ojos.

—Adiós, Tanis —dijo ella en lengua elfa—.Te debo la vida, pero no mi alma.

Concluida tan brusca despedida la Princesa dio media vuelta y se alejó, traspasando el umbral de la antecámara y desvaneciéndose en las sombras.

Un fragmento del techo se estrelló contra el suelo de mármol. Los escombros envolvieron a Tanis que, ajeno a los desprendimientos, permaneció inmóvil con la vista perdida en el lugar por donde había desaparecido la joven. Un nuevo riachuelo de sangre goteó ahora sobre su ojo pero lo secó con aire ausente para, de pronto, estallar en carcajadas. Rió hasta que las lágrimas se mezclaron con su savia y, recobrando la compostura, blandió la espada y se internó en la penumbra en busca de Laurana.

—Éste es el pasillo que siguieron, Raist... Raistlin. —Caramon se sintió incómodo al pronunciar el nombre de su hermano. Por alguna razón, el cariñoso apelativo le pareció inadecuado para invocar a aquella silenciosa figura revestida de la Túnica Negra.

Estaban junto a la mesa del carcelero, cerca del cadáver de éste. A su alrededor los muros bailaban una danza siniestra desplazándose agrietándose, formando retorcidos contornos para luego reconstruirse. La visión inspiró al guerrero un temor impreciso, como una pesadilla que no lograse recordar. Fue éste el motivo de que clavara los ojos en Raistlin y se aferrase a su brazo. Al menos él era de carne y hueso, configuraba la realidad en medio de un sueño perturbador.

—¿Sabes adónde conduce? —preguntó al mago a la vez que espiaba el pasillo oriental.

—Sí —respondió Raistlin inexpresivo.

—Tengo el presentimiento de que algo malo les ha sucedido —aventuró el guerrero presa de un miedo irrefrenable.

—Actuaron como unos necios —declaró el mago con amargura—. El sueño de Silvanesti los alertó —miró a su hermano—, igual que a los otros. De todos modos quizá llegue a tiempo, aunque debemos apresurarnos. ¡Escucha!

Caramon alzó la vista hacia el hueco de la escalera. Oyó sobre sus cabezas unos ecos de garras, que arañaban el suelo al tratar de impedir la fuga de los prisioneros liberados con el derrumbamiento de los calabozos. Se llevó la mano a la empuñadura de su acero.

—Detente —le espetó el mago—, y piensa. Aún vistes la armadura, pasarás desapercibido. Ahora que la Reina Oscura se ha esfumado ya no obedecen sus órdenes, no les interesamos nosotros sino el botín que puedan obtener. Mantente a mi lado y procura caminar con paso firme.

Caramon respiró hondo, resuelto a seguir las instrucciones de su hermano. Había recobrado una parte de su fuerza, de modo que ya no necesitaba ayuda para andar. Ignorando a los draconianos, que tras dirigirles una fugaz mirada siguieron su camino, la pareja se internó en el pasillo. Los muros cambiaban de forma, el techo se agitaba y el suelo se rizaba como el mar en la tormenta. Oían a su espalda los gritos proferidos por los prisioneros, ansiosos de libertad.

—Al menos no habrá centinelas en la puerta —recapacitó Raistlin, señalando un punto en la distancia.

—¿A qué te refieres? —inquirió Caramon. El guerrero se detuvo y estudió alarmado el rostro de su gemelo.

—Se oculta una trampa en su cerrojo. ¿Recuerdas el sueño?

Demudada su faz, Caramon echó a correr hacia la puerta seguido por Raistlin, quien no cesaba de menear su encapuchada cabeza. Al doblar la esquina el mago halló a su hermano acuclillado junto a dos cuerpos inertes.

—¡Tika! —gimió Caramon al mismo tiempo que apartaba los rojizos bucles de su cara a fin de auscultar sus latidos en el cuello. Cerró un momento los ojos en señal de agradecimiento, y estiró la mano hacia el kender. —Tas, háblame. ¡Tas!

Al oír su nombre Tasslehoff alzó despacio los párpados, como si le pesaran demasiado para levantarlos.

—Caramon, lo siento. —La voz del kender se quebró en un susurro.

—Tas, no conviene que te esfuerces —le aconsejó el guerrero. Arrullando el pequeño y febril cuerpo entre sus robustos brazos, lo estrechó contra su pecho.

Azotaban al maltrecho Tasslehoff fuertes convulsiones. Caramon miró apesadumbrado a su alrededor y vio las bolsas de su amigo en el suelo, esparcido su contenido como los juguetes en una habitación repleta de niños. Afluyeron las lágrimas a sus ojos.

—Intenté salvarla —explicó Tas tembloroso—, pero no pude.

—Sí pudiste —lo reconfortó el hombretón—. No está muerta, sólo herida. Se repondrá.

—¿De verdad? —Los ojos del kender, encendidos por la fiebre, se iluminaron en un asomo de dicha antes de ensombrecerse—. Me temo que yo no voy a recuperarme, Caramon. Pero no me importa, me causa una gran satisfacción pensar que pronto me reuniré con Flint. Me espera, y además no debo dejarle solo mucho tiempo. Aún no comprendo cómo partió sin mí.

—¿Qué le ocurre? —preguntó el guerrero a su hermano cuando éste se inclinó hacia el kender, cuya voz se perdía en una cháchara incoherente.

—Sufre los efectos del veneno —dictaminó el hechicero, prendida su vista de la dorada aguja que brillaba bajo la luz de las antorchas. Estirando la mano, Raistlin empujó la puerta y su hoja giró sobre sus goznes con un estridente chirrido.

Oyeron en el exterior los gritos ensordecedores de los soldados y esclavos de Neraka, hermanados en su denodado afán por huir del moribundo Templo. Atronaban el cielo los bramidos de los dragones, mientras los dignatarios luchaban entre ellos para ganarse un puesto preferente en el nuevo mundo que estaba naciendo.

Raistlin esbozó una sonrisa, pero interrumpió sus cavilaciones una mano que agarraba su brazo.

—¿Puedes ayudarle? —inquirió Caramon.

—Su estado es crítico —respondió el mago con frialdad tras examinar una vez más al agonizante—. Si le rescato tendré que prescindir de una parte de mi energía, hermano, y todavía no ha concluido esta aventura.

—¿Puedes salvarle o no? ¿Posees la fuerza necesaria?

—Por supuesto —se limitó a contestar Raistlin, encogiéndose de hombros.

Tika, ajena a la conversación, se sentó con las manos apoyadas en su dolorida testa.

—¡Caramon! —exclamó, pero decayó su ánimo al descubrir a Tas—. ¡Oh, no —se lamentó. Desdeñando su propio sufrimiento, la muchacha posó una mano ensangrentada en la frente del kender. Tas abrió los ojos al sentir su contacto y, sin reconocerla, lanzó un grito de agonía.

Se confundieron con su alarido las pisadas que resonaban en el pasillo, producidas por los espantados draconianos. Sin prestarles atención Raistlin miró a su hermano, y vio cómo sostenía a Tas con aquellas manazas capaces de transmitir tanta ternura.

«Así me abrazaba a mí», pensó. Desvió la vista hacia Tas, que yacía en el acogedor regazo, y al hacerlo le invadieron los recuerdos de tiempos mejores. Las correrías con Flint habían terminado con la muerte del enano. También Sturm había perecido, así como los tibios días de sol, los brotes verdeantes que poblaban en primavera los vallenwoods de Solace. Atrás quedaron las veladas en «El Ultimo Hogar», ahora en ruinas, desmoronado junto a los socarrados árboles.

—Voy a pagar mi última deuda —dijo en voz alta. Ignorando la expresión de agradecimiento que iluminaba los rasgos de Caramon, le ordenó—: Déjale en el suelo. Debes embaucar a los draconianos mientras yo me concentro en formular mi hechizo. No permitas que me interrumpan.

El guerrero depositó suavemente el cuerpo de Tas delante de Raistlin. La mirada del kender se perdía en el olvido, su cuerpo se tornaba rígido a pesar de las convulsiones, su respiración se hacía dificultosa.

—Recuerda, hermano —insistió el mago a la vez que introducía la mano en uno de los numerosos bolsillos secretos de su túnica—, que vistes la armadura de un oficial de su ejército. Actúa con sutileza.

—De acuerdo. —Caramon dirigió a Tasslehoff una postrera mirada y tragó saliva—. Tika –añadió—, no te muevas. Finge estar inconsciente.

Tika asintió y volvió a tenderse, cerrando obediente los ojos sin proferir el menor comentario sobre la imprevista aparición del mago. Raistlin oyó como Caramon se alejaba en ruidosas zancadas por el corredor, oyó su voz estentórea y al instante se olvidó de él, de los draconianos y de todo cuanto le rodeaba a fin de concentrarse en el encantamiento que debía invocar.

Tras extraer una perla blanca de los pliegues de su atavío, la sostuvo en una mano mientras sacaba a la luz con la otra una hoja de tintes grisáceos. Abrió entonces las apretadas mandíbulas del kender, apresurándose a colocar el reseco vegetal debajo de su hinchada lengua. El mago escudriñó unos segundos la perla y procedió a rememorar los complejos versos del hechizo que recitó para sus adentros hasta asegurarse de que los repetía en el orden correcto y aplicaba la entonación adecuada a cada uno de ellos. Tendría una oportunidad, tan sólo una. Si fracasaba corría el riesgo de morir junto con Tas.

Aproximando la perla a su pecho, sobre el corazón, Raistlin cerró los ojos y comenzó a pronunciar las frases del hechizo. Las entonó seis veces, sin dejar de introducir los cambios de inflexión que requería la fórmula, y sintió en un éxtasis rebosante que la magia invadía su cuerpo para absorber una parte de su fuerza vital y capturarla en el interior de la luminosa joya.

Concluida la primera fase del encantamiento, Raistlin suspendió la perla encima del corazón del kender. Cerró los ojos de nuevo y recitó el complejo cántico, esta vez al revés. Mientras murmuraba tan ininteligibles palabras estrujaba en su mano la pequeña esfera hasta convertirla en un fino polvo, que vertió sobre el rígido cuerpo del moribundo. Al fin enmudeció. Agotado, levantó los párpados y comprobó triunfante que los surcos del dolor se diluían en las facciones del kender, devolviéndoles la paz.

Con la vitalidad que le caracterizaba, Tas clavó en el mago una atónita mirada.

—¡Raistlin! No acabo de entender... ¡Puah! —Había escupido la hoja—. ¿Cómo ha entrado este repugnante objeto en mi boca? ¿Qué es en realidad? —El kender se sentó algo mareado, y al hacerlo vio sus saquillos—. ¿Quién ha desordenado así mis herramientas de trabajo? —Observó al mago en actitud acusadora, pero al fijarse en él abrió los ojos de par en par—. Raistlin, llevas la Túnica Negra. ¡Es fantástico! ¿Puedo tocarla? De acuerdo, no me mires con ojos iracundos, sólo te lo he pedido porque me atrae su suavidad. ¿Significa esta vestimenta que eres una criatura perversa? Haz algo terrible para que me convenza. ¡Ya sé! En una ocasión presencié cómo un hechicero invocaba a un diablo. ¿Por qué no llamas a uno, aunque sea de ínfima categoría?Así lo devolverías sin dificultad a los abismos. ¿No? —Suspiró desencantado—. Bien, tendré que conformarme. Oye, Caramon, ¿qué haces con esos draconianos? ¿Qué le ha ocurrido a Tika? ¡Oh, Caramon, no...!

—¡Cállate! —rugió el guerrero quien, tras amonestarle de forma tan abrupta, lo señaló a él y a la muchacha mientras explicaba a los soldados—: El mago y yo conducíamos a estos prisioneros a presencia de nuestro Señor del Dragón cuando intentaron atacarnos. Son esclavos valiosos, sobre todo la mujer, y además el kender posee una singular destreza como ladrón. No queremos que escapen, nos pagarán un alto precio por ellos en el mercado de Sanction. Ahora que ha muerto la Reina de la Oscuridad cada uno debe cuidar de sí mismo, ¿no os parece?

Caramon hundió el puño en las costillas de uno de los draconianos en un gesto de complicidad, al que éste respondió con una pícara mueca. Sus negros ojos reptilianos escudriñaron lascivos a Tika.

—¡Ladrón yo! —protestó Tas indignado, resonando su aguda voz en el pasillo—. Soy tan honrado... —engulló sus palabras al recibir en el costado el pellizco de la supuesta mente moribunda muchacha.

—Ayudaré a la humana —propuso Caramon antes de que actuase el draconiano—. Tú ocúpate de vigilar a este bribón y tú —se dirigía a un tercero— atiende al mago. El hechizo que ha tenido que emplear lo ha debilitado.

Haciendo una respetuosa reverencia a Raistlin, uno de los soldados se apresuró a ofrecerle el brazo.

—Vosotros dos —Caramon hallaba cierto placer en impartir órdenes a « sus » tropas—caminaréis delante y os aseguraréis de que no hallamos ningún tropiezo al atravesar la ciudad. Quizá podáis acompañarnos a Sanction —añadió, y se concentró en levantar a Tika. Ella meneó la cabeza y fingió recobrar el conocimiento.

Los draconianos intercambiaron sonrisas de complacencia. Uno de ellos agarró a Tas por el cuello de la camisa y lo empujó hacia la puerta.

—¡Mis posesiones! —se lamentó el kender, volviendo la vista atrás.

—¡Muévete! —le apremió Caramon.

—Está bien —obedeció él, aunque no lograba apartar la mirada de los preciosos objetos que yacían diseminados sobre el suelo manchado de sangre—. De todos modos no han acabado aquí mis aventuras y, como mi madre solía decir, unos bolsillos vacíos son las arcas idóneas para recoger nuevos tesoros.

Mientras caminaba dando traspiés detrás de los fornidos draconianos, Tasslehoff alzó el rostro hacia el estrellado cielo y exclamó: «Lo siento, Flint, tendrás que esperar un poco más.»

13

Kitiara

Cuando Tanis entró en la antecámara, el cambio fue tan brusco que al principio no pudo asimilarlo. Un momento antes se debatía para mantenerse en pie en medio de una muchedumbre enloquecida, y ahora se hallaba en una tranquila estancia similar a la que ocuparan Kitiara y sus tropas mientras esperaban su turno para acceder a la sala de audiencias.

Un breve examen del recinto le reveló que estaba solo. Aunque su instinto lo incitaba a abandonar el lugar y reanudar la febril búsqueda sin demora, se obligó a sí mismo a hacer una pausa, recobrar el resuello y limpiar la sangre que le impedía abrir el ojo. Intentó recordar la estructura de la parte anterior del Templo, tal como la había visto al visitarla por vez primera. Las antecámaras, que formaban un círculo en torno a la gran sala, se comunicaban con el vestíbulo mediante una serie de tortuosos pasadizos que sin duda en un tiempo remoto estaban distribuidos en un diseño lógico. Pero la distorsión sufrida por el edificio los había entrelazado en un laberinto sin sentido, haciéndolos terminar de manera abrupta cuando cabía esperar que continuaran, o extenderse hasta el infinito pese a no conducir a ninguna parte.

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