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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (60 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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—¡Fuiste tú quien llamaste a los soldados, quien nos metió en este atolladero! —le acusó el semielfo.

—Tan sólo me ocupé de montar la escena —replicó Fizban con picardía—, pero no os di ningún guión. Dejó los diálogos a la iniciativa de los actores, a la vuestra. —Estudió de hito en hito los rostros de Laurana y de Tanis, antes de añadir meneando la cabeza—: Podría haber mejorado ciertos decorados, lo reconozco, pero poco importa. —Se giró de nuevo para dar órdenes al durmiente reptil—. ¡Vamos, despierta, animal piojoso!

—¡Piojoso! —Pyrite abrió sus llameantes ojos—. ¿Cómo te atreves a insultarme, mago decrépito? No serías capaz ni de convertir el agua en hielo en la noche más cruda del invierno.

—¿De modo que es eso lo que opinas de mí? —gritó Fizban presa de una ira incontenible, azuzando al coloso con su cayado—. Ahora mismo te haré una demostración de mis poderes —le amenazó, y se apresuró a consultar un manoseado libro de hechizos—. Bola de fuego...estoy seguro de que se hallaba en esta sección.

Abstraído, sin cesar de refunfuñar, el viejo mago se encaramó al lomo del Dragón.

—¿Preparado para el viaje? —preguntó el animal con tono gélido, si bien desplegó sus resquebrajadas alas antes de que el jinete acertara a contestar. Las batió con esfuerzo hasta conferirles cierta flexibilidad, y se dispuso a levantar el vuelo.

—¡Espera, mi sombrero! —le ordenó Fizban enloquecido.

Demasiado tarde. Agitando todo su ser debido a la dificultad que hallaba en mantener el equilibrio en posición ingrávida, el Dragón comenzó a surcar el aire. Después de trazar un precario círculo y estrellarse casi contra el borde del risco, Pyrite alcanzó una corriente y se dejó impulsar hacia las alturas.

—¡Detente! —seguía vociferando el mago mientras se alejaban.

—¡Fizban! —le llamó Tas.

—¡Mi sombrero!

—¡Fizban!

Pero el animal y su cabalgadura estaban a demasiada distancia para oír al kender. No eran ya sino un reflejo dorado bajo la luz de Solinari, que bañaba las escamas del Dragón con sus puntos rayos.

—Lo llevas puesto —susurró Tasslehoff en una última alusión a la prenda que buscaba el distraído mago.

Los compañeros contemplaron un instante más la mancha luminosa, y procedieron a disponerlo todo para su partida.

—¿Puedes echarme una mano, Caramon? —le rogó Tanis. Con la ayuda del guerrero, desabrochó las cinchas de su armadura y lanzó una pieza tras otra al precipicio—. ¿Qué vas a hacer con la tuya?

—De momento prefiero conservarla. Hemos de recorrer un largo trecho, un camino largo y dificultoso —decidió Caramon sin apartar los ojos de la ciudad incendiada—. Raistlin tenía razón, los ejércitos de los Dragones no cejarán en su empeño sólo porque haya desaparecido su soberana.

—¿Donde iréis? —preguntó el semielfo con un suspiro. La brisa nocturna soplaba tibia y suave, impregnada de la promesa de un nuevo renacer.

Libre de la pesada carga que para él suponía la odiosa armadura, se sentó aliviado bajo una arboleda que dominaba el Templo desde la repisa de roca. Laurana se acomodó cerca de él, pero no a su lado, y oteó las llanuras con el mentón apoyado en las rodillas. Sus rasgos denotaban las fluctuaciones de sus pensamientos.

—Tika y yo lo hemos discutido a conciencia —respondió Caramon. Se sentó la pareja junto al semielfo, e intercambiaron una significativa mirada en la que cada uno instaba a hablar al otro. Fue el guerrero quien se aclaró la garganta y continuo—: Queremos volver a Solace, aunque imagino que eso equivale a separarnos. —Hizo una pausa, demasiado apesadumbrado para concluir.

—Sabemos que vosotros regresaréis a Kalaman —le ayudó Tika, vuelto el rostro hacia Lausana—. En un principio nos planteamos la posibilidad de acompañaros por si nos necesitabais en una ciudad que vive bajo la amenaza de una ciudadela flotante y las desordenadas hordas de renegados, y además nos gustaría ver a Riverwind, Goldmoon y Gilthanas, pero...

—Deseo sentirme de nuevo en casa, Tanis. —Caramon había tomado una vez más la palabra, aunque su voz tenía todos los tintes del agotamiento—. Adivino cuán duro me resultará el reencuentro con una Solace asolada por el fuego y la guerra —añadió para anticiparse a las objeciones de su interlocutor—, mas hemos pensado en Albana, en los elfos, en los esfuerzos que han de realizar si desean reconstruir Silvanesti, y tal idea nos ha infundido ánimos. Debemos estar agradecidos porque nuestra tierra no es, como la suya, una espantosa pesadilla. Quiero contribuir con mi fuerza al levantamiento de una nueva Solace, estoy acostumbrado a que se apoyen en mí.

Tika apoyó la mejilla en su brazo, y él enmarañó cariñosamente su cabello. Tanis inclinó la cabeza en señal de asentimiento, mientras se decía que también él ansiaba visitar Solace. Sin embargo, aquél no era ya su hogar, no sin Flint, Sturm y tantos otros.

— ¿Qué vas a hacer tú, Tas? —indagó el semielfo con una sonrisa al ver que el kender se aproximaba al grupo, acarreando un odre que había llenado de agua en un arroyo cercano—. ¿Vendrás a Kalaman con nosotros?

—No —repuso Tasslehoff con un intenso rubor—. Verás, ya que estoy aquí sería una lástima no dar un rodeo hasta mi lugar natal. Matamos a un Señor del Dragón —irguió orgulloso la barbilla— sin el concurso de nadie. A partir de ahora todos respetarán a mi pueblo e incluso es posible que Kronin, nuestro jefe sea evocado como un héroe en las leyendas de Krynn.

Tanis se atusó la barba a fin de ocultar la mueca que afloraba a sus labios, cuidando muy bien de no revelar a Tas que el enemigo que habían ajusticiado los de su raza era el cobarde y pretencioso Toede.

—Creo que será a otro kender al que aclamarán como héroe —intervino Laurana en serio—, aquél que rompió el Orbe de los Dragones, que batalló en el sitio de la Torre del Sumo Sacerdote, que capturó a Bakaris y que arriesgó su vida para rescatar a una amiga de las garras de la Reina Oscura.

—¿Quién es ese valiente? —preguntó Tas excitado pero, al comprender que la elfa se refería a él, enrojeció hasta las puntas de las orejas y se derrumbó avergonzado sobre el suelo.

Caramon y Tika apoyaron la espalda en el tronco de un árbol y, durante unos instantes, inundó sus rostros una inefable expresión de paz. Tanis los envidiaba, se preguntaba si algún día también se adueñaría de su persona tal sentimiento. Se volvió sin poder evitarlo hacia Laurana, que había enderezado el cuerpo y observaba ensimismada el llameante cielo.

—Laurana —titubeó el semielfo, quebrada la voz al enfrentarse a su bello rostro y con el anillo de oro en la palma de la mano—, en una ocasión me diste este objeto, antes de que ninguno de nosotros conociera el verdadero significado de la palabra amor o compromiso. A través del tiempo ha cobrado una importancia que jamás sospeché, Laurana. En el sueño esta sortija me liberaba de las tinieblas de la pesadilla, del mismo modo que tu amor me ha salvado de la negrura que atenazaba mi alma. —Se interrumpió unos segundos, asaltado por un súbito aguijonazo interior—. Me gustaría conservarla si tú no te opones, y al mismo tiempo obsequiarte otra que puedas lucir en tu dedo.

La joven permaneció unos minutos contemplando el anillo, hasta que al fin lo alzó de la palma de Tanis y lo arrojó al vacío con determinación. El intentó protestar, incluso hizo ademán de incorporarse, pero la joya refulgió bajo los haces rojizos de Lunitari y desapareció en la noche.

—Supongo que es la respuesta que merezco, no puedo reprochártelo.

Laurana clavó en él unos ojos llenos de serenidad, y le habló en estos términos:

—Cuando te ofrecí esta sortija, Tanis, lo hice guiada por el amor insensato de un corazón indisciplinado. Hiciste bien al devolvérmela, ahora lo sé. Tenía que madurar, que aprender a valorar una emoción tan auténtica y compleja. Me he enfrentado a las llamas y a la oscuridad, Tanis. He matado dragones, inundado de lágrimas el cadáver de alguien a quien quise mucho. Fui caudillo de la causa, me enfrenté a responsabilidades que, pese a las advertencias de Flint, no aprecié en su justa medida. Tras caer en la trampa de Kitiara comprendí, demasiado tarde, cuán frágil era mi amor. El inquebrantable sentimiento que comparten Riverwind y Goldmoon restituyó la esperanza al mundo mientras que el nuestro, más mezquino, cerca estuvo de destruirlo.

—Laurana —trató de intervenir Tanis, abrumado por la congoja. Ella cerró su mano en torno a la del semielfo para conminarle al silencio.

—Déjame terminar —le susurró—. Te amo, Tanis. Te amo porque conozco la batalla que libran en tus entrañas la luz y las tinieblas. Por eso me he desprendido del anillo, en la certeza de que no es un aro de hojas de enredadera lo que ha de conducirnos al buen camino. Quizá llegará el día en que nuestro querer nos sirva para asentar los cimientos de una relación perdurable, y cuando eso suceda te entregaré otro y aceptaré el tuyo.

—Serán unas alianzas talladas en oro y en acero —declaró él esbozando una sonrisa.

Extendió el brazo sobre el hombro de la elfa, deseoso de atraerla hacia sí. Ella se resistió pero Tanis la sujetó con más fuerza y, al cruzarse sus miradas, la muchacha le dedicó a su vez una dulce sonrisa y hundió la áurea cabeza en el hombro protector de su amado.

—Quizá me rasure la barba —comentó el semielfo en actitud pensativa.

—No lo hagas —le suplicó Laurana mientras se arropaba en su capa—. Me he habituado a ella.

Los compañeros pasaron la noche en vela arracimados bajo los árboles, en espera del amanecer. Exhaustos y heridos, sabedores también de que el peligro no se había disipado, comprendieron que cualquier intento de conciliar el sueño sería infructuoso.

Desde su atalaya vieron cómo los draconianos huían en tropel del recinto del Templo. Libres del yugo de sus superiores, pronto se abandonarían al robo y al asesinato para asegurarse la supervivencia sin que nadie pudiera arrancar de raíz el daño que habían de infligir al mundo. Todavía quedaban en pie algunos Señores de los Dragones y, aunque nadie mencionó su nombre, los compañeros sabían que una al menos había logrado salvarse del caos que arrasaba el lugar. Y quizá había otras fuerzas del Mal con las que tendrían que enfrentarse más tarde o más temprano, tan poderosas y terroríficas que escapaban a su imaginación.

Pero, de momento, se les ofrecían unos momentos de paz, y ansiaban disfrutarlos antes de que el alba impusiera las despedidas.

Ni siquiera Tasslehoff despegó los labios. No necesitaban palabras, se lo habían dicho todo o debían esperar para hacerlo. No querían enturbiar los recuerdos ni mucho menos precipitar los acontecimientos, de modo que se contentaron con rogar al tiempo que se detuviera y les permitiera descansar. Y acaso éste atendió su súplica.

Poco antes de amanecer, cuando un mero atisbo del sol naciente se asomaba por el horizonte, el Templo de Takhisis, Reina de la Oscuridad, estalló. La tierra tembló con la explosión, la luz brilló tan cegadora como si el astro hubiera irrumpido de forma repentina en el cielo.

Deslumbrados por los intensos destellos los compañeros apenas podían ver, pero tenían la impresión de que los fragmentos de la mole se alzaban en el aire en un vasto y sobrenatural remolino. Aumentó el brillo de los ígneos escombros a medida que surcaban la noche en su veloz trayectoria, hasta asumir centelleos tan radiantes como los de las estrellas.

Eran estrellas. Una tras otra, las partes del malogrado Templo ocuparon su lugar en el firmamento y al hacerlo ocuparon los dos espacios negros que descubriera Raistlin el pasado otoño, cuando navegaban en un bote sobre el lago Crystalmir.

Una vez más, las constelaciones se perfilaban en el cielo. Una vez más el Guerrero Valiente —Paladine, el Dragón de Platino— se enseñoreó de su mitad mientras en la otra se instalaba la Reina de la Oscuridad, Takhisis, la de las Cinco Cabezas, la de Todos los Colores y Ninguno. Reanudaron al unísono su incesante rotación, vigilándose mutuamente, en torno a Gilean, dios de la Neutralidad, Fiel de la Balanza.

Regreso al hogar

Nadie acudió a recibirle cuando entró en la ciudad. Llegó en una negra y silenciosa madrugada, alumbrado por la luna que sólo sus ojos podían ver. Había despachado al Dragón Verde con instrucciones de aguardar su llamada. No atravesó las puertas, ningún centinela presenció su arribo.

No necesitaba cruzar portales ni murallas, fronteras destinadas a los simples mortales que habían dejado de interesarle. Invisible, ignoto, recorrió las dormidas calles.

Sin embargo, alguien supo de su presencia. En el interior de la biblioteca Astinus, volcado como siempre sobre su trabajo, cesó de escribir y alzó la cabeza. Mantuvo un instante la pluma suspendida encima del papel hasta que, encogiéndose de hombros, reanudó la redacción de sus crónicas.

El recién llegado avanzaba presuroso, apoyado en un bastón coronado por una bola de cristal que sostenía la garra dorada de un dragón fantasmal. Aquella esfera luminosa estaba ahora apagada, no precisaba de su luz para guiarle pues sabía dónde se dirigía, durante siglos había realizado este trayecto con la imaginación. El repulgo de su negra túnica rozaba sus tobillos mientras caminaba; sus dorados ojos, que resplandecían en las profundidades de su oscura capucha, eran los únicos destellos en la amodorrada ciudad.

No se detuvo al llegar a la plaza central, ni siquiera miró los edificios abandonados cuyas ventanas vacías parecían las cuencas oculares de una calavera. Su paso no flaqueó cuando se deslizó bajo las sombras de los altos robles, aun que estas sombras bastaron un día para aterrorizar a un kender. Las manos descarnadas que se extendían para atraparle se desmenuzaron en polvo bajo sus pies, y las aplastó sin inmutarse.

Apareció en el panorama la elevada Torre, negra en medio de la noche cual una puerta cavada en la penumbra. Al fin la criatura de negros ropajes y enhiesto cuerpo hizo un alto en su peregrinar para contemplar la mole. Escudriñaron sus pupilas la estructura, los desmoronados minaretes y el bruñido mármol que refulgía bajo la fría pero penetrante luz de las estrellas. Asintió despacio, satisfecho.

Se sumió ahora en la contemplación de la verja de la Torre, de los inquietantes jirones que revoloteaban apresados en la valla. Ningún mortal corriente podría haberse enfrentado a aquella cancela rodeada de misterio sin haberse vuelto loco, presa de un indescriptible terror. Ningún mortal habría salvado indemne la doble hilera de centinelas en forma de robles.

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