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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (43 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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Se apagó el griterío, y los fanfarrones soldados obligaron a retroceder a la muchedumbre. Viendo que todo estaba bajo control, los guardianes dieron media vuelta para conducir a sus prisioneros al calabozo.

De pronto Tanis tropezó y cayó, arrastrando al draconiano que lo escoltaba y arrojándolo de bruces sobre el polvo.

—¡Levántate, bribón! —renegó el otro centinela a la vez que hostigaba a Tanis con la punta de su látigo. Al ver que se disponía a flagelarle el semielfo se lanzó contra él, logrando atenazar su herramienta de castigo y la mano con que la sujetaba. Puso todo su ahínco en la arremetida, y su fuerza unida a su celeridad dieron el fruto deseado. El soldado se desplomó, estaba libre.

Consciente de la presencia de los guardianes a su espalda, y también de la atónita expresión de Caramon, el semielfo echó a correr en pos de la regia figura que cabalgaba a lomos del Dragón Azul.

—¡Kitiara! —vociferó en momento en que lo apresaban de nuevo—. ¡Kitiara! —insistió, con un grito desgarrador que parecían arrancarle del pecho. Tras debatirse entre los centinelas logró recuperar el uso de una mano y, con ella, se desprendió de su yelmo para acto seguido arrojarlo al suelo.

La Señora del Dragón, ataviada con su armadura de escamas azules, se sorprendió al oír aquel apasionado aullido pronunciando su nombre. Tanis advirtió que sus ojos pardos se abrían perplejos bajo su espantosa máscara, y también se percató de la fiereza que irradiaban las pupilas del reptil al desviarse en su dirección.

—¡Kitiara! —volvió a bramar. Desembarazándose de sus aprehensores con una energía fruto de la desesperación reanudó su embestida, pero varios draconianos surgieron del gentío para abalanzarse sobre él y derribarle sin contemplaciones. Una vez en el suelo, le inmovilizaron los brazos a fin de evitar una nueva intentona. Tanis forcejeó, quería alzar el rostro y mirar a los ojos a la Señora del Dragón.

—¡Alto, Skie! —ordenó la mujer a su montura, posando su enguantada mano en la testuz del animal. El reptil se detuvo obediente, aunque sus garras resbalaban en el empedrado de la calle, y observó a Tanis con unos ojos que rezumaban celos y odio.

El semielfo contuvo el aliento. Su corazón palpitaba dolorosamente, su cabeza estaba a punto de estallar y la sangre de una herida que ni siquiera había sentido goteaba sobre su ojo. Esperaba oír un grito que pusiera de manifiesto que Tasslehoff no le había entendido, un grito de guerra lanzado por sus amigos al correr en su auxilio. Temía que Kitiara examinara a la multitud y descubriera a Caramon detrás de él, reconociendo a su hermanastro. No osaba hacer el menor ademán para comprobar qué había sido de los compañeros, sólo le cabía confiar en que el hombretón tuviera el bastante sentido común, la bastante fe en él para permanecer en la sombra.

Se acercó entonces el capitán tuerto, con el rostro desencajado de ira, y alzó en el aire una de sus botas resuelto a propinarle un puntapié en la cabeza que dejara inconsciente a tan detestable alborotador.

—Detente —ordenó una voz.

Con tanta presteza obedeció el oficial que se tambaleó y casi perdió el equilibrio.

—Soltadle —dijo la misma criatura.

Aunque a regañadientes, los guardianes liberaron a Tanis y retrocedieron acatando un imperativo gesto de la Dama Oscura.

—¿Puede haber algo tan importante como para entorpecer mi entrada en el Templo? —inquirió Kitiara, con un tono cavernoso que deformaba aún más el grueso yelmo.

Tanis se puso en pie vacilante, debilitado por la penosa lucha con los soldados, y avanzó hacia la Señora del Dragón hasta detenerse junto a ella. Cuando se hallaba próximo distinguió un destello irónico en los pardos ojos de la mujer, y se dijo que la inesperada situación le divertía; era un nuevo juego con una vieja marioneta. Tras aclararse la garganta, Tanis habló sin titubeos.

—Estos idiotas me han arrestado por desertor —declaró—, sólo porque el inepto de Bakaris olvidó darme los documentos adecuados.

—Me aseguraré de que reciba su castigo por haberte causado problemas, mi buen Tanthalas —respondió Kitiara sin poder reprimir la risa—. ¿Cómo te has atrevido? —añadió volviéndose enfurecida hacia el capitán, que se amedrentó al saberse amonestado por un superior de tal categoría.

—S-sólo cumplía órdenes, señora tartamudeó, tembloroso como un goblin.

—Aléjate o te entregaré a mi Dragón para que te devore —ordenó Kitiara a la vez que agitaba la mano en perentorio ademán. Luego, con gesto más amable, extendió su enguantado miembro hacia Tanis—. ¿Puedo ofrecerte un paseo, oficial? Sólo a guisa de disculpa, por supuesto.

—Gracias, señora —aceptó Tanis.

Lanzando una ominosa mirada al capitán, el semielfo asió la mano de Kitiara y se encaramó sobre el lomo del Dragón Azul. Se apresuró a escudriñar el gentío mientras ella indicaba a su montura que se pusiera de nuevo en marcha y, aunque al principio sus ansiosos ojos no detectaron nada, emitió un suspiro de alivio al ver que Caramon y los otros eran apartados del lugar por los guardianes. El hombretón alzó la mirada cuando pasaron junto a ellos, pero no se detuvo. O bien Tas le había transmitido su mensaje, o bien el guerrero tenía el suficiente sentido común para contribuir a la representación. Quizá confiaba en él de un modo instintivo, ése era su más ferviente deseo. Sus amigos estaban ahora a salvo, al menos más que en su compañía.

De pronto el semielfo pensó, entristecido, que ésta podía ser la última vez que les veía, pero se esforzó en desechar tal idea. Desviando la vista hacia Kitiara, descubrió que la joven lo observaba con una extraña mezcla de picardía y franca admiración.

Tasslehoff se puso de puntillas para ver qué era de Tanis. Oyó clamores y vítores, seguidos por un expectante silencio en el momento en que el semielfo se acomodaba en la grupa del Dragón. Cuando se reanudó el desfile, el kender creyó percibir que su amigo lo miraba mas, si lo hizo, pareció no reconocerle. Entonces los centinelas azuzaron a los cuatro prisioneros, obligándolos a avanzar entre la muchedumbre, y la imagen de Tanis se perdió en la barahúnda.

Uno de los soldados hurgó con su daga en las costillas de Caramon.

—Así que tu compañero se va con la Señora del Dragón Y deja que te pudras en los calabozos —bromeó, emitiendo un desagradable chasquido.

—No me olvidaré —farfulló él.

El draconiano sonrió y dio un codazo de complicidad al otro centinela, que arrastraba a Tasslehoff con su reptiliana mano cerrada en torno al cuello del kender.

—Sin duda volverá a buscarte, si logra escabullirse de su lecho.

Caramon enrojeció de ira, y Tas le dirigió una mirada llena de espanto. No había tenido ocasión de comunicar a su fornido amigo el último mensaje de Tanis y temía que lo estropease todo, si bien no creía que nada pudiera empeorar el aprieto en que ahora estaban.

Por fortuna Caramon se limitó a menear la cabeza como si hubieran herido su dignidad.

—Estaré en libertad antes de que caiga la noche —declaró con su voz de barítono—. Hemos vivido juntos muchas experiencias, no me abandonará.

Advirtiendo una nota nostálgica en las palabras del guerrero Tas se estremeció, ansioso por acercarse y explicarle lo que sabía. En aquel momento Tika lanzó un grito de furia y el kender se giró para comprobar qué ocurría. El guardián que la escoltaba había desgarrado su pectoral, varios surcos sanguinolentos se dibujaban en el cuello de la muchacha a causa de la presión de sus hediondas garras. Caramon intentó actuar, pero su gesto fue tardío: Tika había propinado un severo golpe en la faz reptiliana de su oponente, fruto de su amplia experiencia como moza de posada.

Furioso, el atacado acorraló a la muchacha contra el muro y enarboló su látigo. Tas oyó que Caramon contenía el aliento y se dobló sobre sí mismo, esperando un dramático desenlace.

—¡No la lastimes! —rugió el guerrero—. Si lo haces, atente a las consecuencias. Kitiara quiere que obtengamos por ella seis monedas de plata, y nadie nos las dará si está marcada.

El draconiano vaciló. Aquel individuo corpulento era un prisionero, cierto, pero todos ellos habían visto la bienvenida que dispensara la Señora del Dragón a su amigo. ¿Podía correr el riesgo de contrariar a alguien que quizá gozaba también de su favor? Al parecer decidió que no pues puso a Tika en pie y, de un violento empellón, la obligó a seguir adelante.

Tasslehoff emitió un suspiro de alivio y, ahora volvió la cabeza con disimulo para mirar a Berem, que había permanecido encerrado en su mutismo durante todo aquel episodio. En efecto, el Hombre Eterno parecía hallarse en otro mundo. Sus ojos, muy abiertos, contemplaban el horizonte con hechizada fijación mientras que sus labios, entrecerrados, le conferían el aspecto de un retrasado mental. Por lo menos su actitud no denotaba que fuera a causar problemas, y por otra parte Caramon continuaba interpretando su papel. También Tika estaba a salvo después del altercado, de modo que nadie le necesitaba. Respiró hondo y empezó a contemplar interesado el recinto del Templo, tanto como le permitían aquellas manos de reptil que aferraban su cuello.

Lamentaba este entorpecimiento. Neraka era en realidad lo que aparentaba, un pequeño pueblo que rezumaba pobreza construido para los habitantes del Templo, si bien la imagen de este último quedaba ahora distorsionada por las tiendas que se erguían como hongos en su derredor.

Al fondo del complejo, el santuario propiamente dicho se cernía sobre la ciudad como un ave carroñera, con una obscena y retorcida estructura que parecía dominar incluso las montañas adyacentes. En cuanto se entraba en Neraka, saltaba a la vista la gran mole y nadie podía substraerse a su influjo. El Templo se hallaba siempre presente, incluso de noche y más aún en las peores pesadillas.

Tras lanzar un breve vistazo el kender se apresuró a apartar la mirada, sintiéndose invadido por una extraña náusea. Pero el espectáculo que se desplegaba ante él era aún peor. La improvisada ciudad estaba atestada de tropas; draconianos y mercenarios humanos, goblins y las más singulares criaturas salían en masa de las tabernas y burdeles poblando las mugrientas calles, mientras esclavos de todas las razas servían a sus aprehensores para proporcionarles los más abyectos placeres y los enanos gully se deslizaban como las ratas, llenando el empedrado de desperdicios. El hedor era asfixiante, la escena tan apocalíptica como el abismo. Aunque aún no había anochecido la lobreguez de la plaza. unida al frío reinante, producían en Tas la engañosa sensación de hallarse envuelto en las brumas de la madrugada. Alzó el kender la mirada y vio las inmensas ciudadelas voladoras, flotando sobre el Templo con terrible majestad rodeadas por los dragones que montaban incesante guardia.

Al iniciar la marcha por las abarrotadas calles. Tas había abrigado la esperanza de huir aprovechando la primera ocasión que se le ofreciera. Era un experto en confundirse con el gentío y le animaron las furtivas miradas de Caramon, quien sin duda había forjado el mismo plan. Pero tras recorrer unas pocas avenidas, tras ver las acechantes ciudadelas sobre sus cabezas, comprendió que sería inútil. Era evidente que Caramon había llegado a idéntica conclusión, pues el kender le vio bajar los hombros en un ademán de impotencia.

Desalentado y temeroso, Tas pensó, de pronto, que Laurana vivía prisionera en aquel infierno desde hacía tiempo. Su talante alegre, despreocupado, pareció quedar aplastado por el peso de la penumbra y perversidad que lo cercaban, una oscura maldad cuya existencia no había concebido ni en sueños.

Los soldados los apremiaban con sus armas mientras se abrían camino a codazos entre los borrachos y pendencieros, que obstaculizaban su avance en las angostas callejas. Por mucho que se esforzase, el kender comprendió que no hallaría el modo de transmitir a Caramon el mensaje de Tanis.

De pronto los obligaron a detenerse, pues un contingente de tropas de Su Oscura Majestad marchaban por el lugar en apretada formación. Quienes no se apartaban a tiempo eran arrojados de bruces a los callejones por los oficiales draconianos, o simplemente derribados y pisoteados. Los centinelas de los compañeros se apresuraron a arrinconarlos en un muro desmoronado, con la orden de permanecer inmóviles hasta que hubieran pasado los soldados.

Tasslehoff quedó aprisionado entre Caramon y uno de los draconianos, quien soltó su cuello convencido de que ni siquiera un kender osaría acometer la huida en medio de semejante multitud. Aunque sentía sobre él los vigilantes ojos del centinela, Tas logró deslizarse en pos de Caramon con la esperanza de obedecer al fin las instrucciones de Tanis. Sabía que nadie lo oiría, los estruendos de armaduras y recias botas impedirían que los ecos de sus palabras penetrasen en tímpanos hostiles.

—Caramon —le dijo con voz queda—, tengo un mensaje para ti. ¿Me escuchas?

El guerrero no se volvió. Permaneció con la mirada fija en la calle, convertido su rostro en una máscara de piedra. Sin embargo el kender, que estaba casi a su lado, detectó un ligero pestañeo en sus ojos.

—Tanis te pide que confíes en él —se apresuró a susurrarle—. Haga lo que haga, debes representar tu papel... creo que ésas han sido sus palabras.

Caramon frunció el ceño

—Hablaba en lengua elfa —se disculpó el kender—. Además, apenas podía oírle.

El hombretón no se inmutó. Si acaso, se ensombreció su rostro.

Tas tragó saliva y se arrimó a la pared, colocándose detrás de la ancha espalda de su amigo.

—Esa Señora del Dragón era Kitiara, ¿verdad?

No hubo respuesta pero Tas vio cómo se tensaban los músculos de la mandíbula del guerrero, cómo un nervio comenzaba a vibrar en su cuello.

Olvidando por un momento dónde estaba, el kender alzó la voz.

—Espero que confíes en él, Caramon, porque de lo contrario...

Sin previo aviso el draconiano que custodiaba a Tasslehoff giró sobre sus talones y le dio una bofetada en la boca, arrojándolo contra la pared. Aturdido a causa del dolor, el atacado se desplomó en el suelo. Una sombra se inclinó entonces sobre él y, a través de la nebulosa que empañaba sus ojos, creyó que se trataba de su agresor y se preparó para un nuevo golpe. Sin embargo, sintió cómo unas poderosas pero suaves manos lo alzaban por su lanuda zamarra.

—Os advertí que no lastimarais a los prisioneros —gruñó Caramon.

—¡Es sólo un kender! —comentó desdeñoso el draconiano.

Las tropas ya habían pasado y Caramon incorporó al kender quien, pese a sus intentos de mantenerse en pie, tuvo la sensación de que el suelo se obstinaba en resbalar bajo su persona.

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