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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La reina de las espadas (6 page)

BOOK: La reina de las espadas
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—Soy mortal —contestó Córum—, pero no de la raza Mabdén, eso es cierto.

—Entonces eres un Vadhagh.

—Así es. Soy el último.

Venerak levantó una mano temblorosa hasta llevársela a la cara. Se volvió hacia el populacho.

—Llevaos a estos dos fuera de aquí para que los Señores del Caos no se venguen de ellos en nuestras últimas tierras. El Caos volverá pronto y debéis serle fieles a Urlech si deseáis sobrevivir.

—Urlech ya no existe —dijo Córum—. Fue desterrado de nuestros Planos junto con Arioch.

—¡Mentira! —gritó Venerak—. ¡Urlech vive!

—Difícilmente —dijo Jhary.

Córum habló al pueblo.

—El Señor Arkyn de la Ley es quien manda ahora en estos Cinco Planos. Os traerá más paz y mayor seguridad de las que nunca hayáis conocido.

—¡Tonterías! —voceó Venerak—. Arkyn fue derrotado por Arioch hace años.

—Y ahora es Arioch quien ha sido derrotado —replicó Córum—. Debemos defender esta nueva paz que nos han ofrecido. El Caos, con todos sus poderes, no trae más que terror y destrucción. Vuestra tierra está amenazada por invasores de vuestra propia raza, servidores del Caos, dispuestos a mataros a todos.

—¡Digo que mientes! ¡Lo que quieres es que nos revolvamos contra Arioch y Urlech! ¡Somos leales al Caos!

Los del pueblo no parecían tan convencidos como Venerak de aquella aseveración.

—Haréis que el desastre caiga sobre vosotros —insistió Córum—. Yo sé muy bien que Arioch se ha marchado. Yo mismo le mandé al Limbo. Yo destruí su corazón.

—¡Blasfemia! —gritó Venerak—. Fuera de aquí. Nunca o consentiré que corrompáis todas estas almas inocentes.

Los lugareños miraron a Córum torvamente y luego, del mismo modo, contemplaron a Venerak. Uno de ellos se adelantó.

—No tenemos ningún interés particular ni en el Caos ni en la Ley —dijo—, sólo deseamos vivir nuestras vidas como siempre lo hemos hecho. Venerak, hasta hace poco, nunca te metiste con nosotros, aparte de ofrecernos algún que otro consejo mágico de vez en cuando, recibiendo tu paga por ello. Ahora nos hablas de causas importantes, de luchas y terror. Dices que tenemos que armarnos y marchar en contra de nuestro Señor, el Duque. Ahora, este extranjero, este Vadhagh, nos dice que tenemos que aliarnos con la Ley, y también para salvarnos. Y no podemos ver ninguna amenaza. No ha habido presagios, Venerak...

Venerak se sintió dominado por la cólera:

—Sí los ha habido. Me han llegado en sueños. ¡Debemos convertirnos en guerreros y aliarnos con el Caos, atacar Llarak, demostrar que somos leales a Urlech!

Córum se estremeció.

—No debéis aliaros con el Caos —aseguró—. De todos modos aunque no os aliaseis con nadie, el Caos os devoraría igualmente. Llamáis ejército a nuestro pequeño grupo, y eso quiere decir que no tenéis ni idea de lo que es un ejército. A menos que os preparéis contra vuestros enemigos, estos valles floridos pronto estarán llenos de caballeros que, al tiempo que pisotearán las flores, os pisotearán también a vosotros. He sufrido en sus manos y sé que torturan y violan antes de matar. No quedará nada de vuestro pueblo a menos que vengáis con nosotros a Llarak y aprendáis a defender vuestra hermosa tierra.

—¿Cómo empezó esta discusión? —preguntó Jhary cambiando de tema—. ¿Por qué intentas volver a esta gente contra el Duque, Venerak?

Venerak se inflamó.

—Porque el Duque se ha vuelto loco. No ha pasado ni un mes desde que desterró a todos los sacerdotes de Urlech de la ciudad y permitió que todos esos diosecillos de leche y agua de Han se quedaran. Se puso de parte de la Ley y dejó de tolerar a los seguidores del Caos. Eso quiere decir que atraerá la venganza de Urlech sobre él. Y ésa es la razón por la que intento advertir a esta pobre y sencilla gente: para que reaccionen ante tales ignominias.

—Esta gente parece considerablemente más inteligente que tú, amigo mío —se burló Jhary.

Venerak levantó los brazos al cielo.

—¡Oh, Urlech, destruye a este estúpido burlón!

Perdió el equilibrio y se cayó hacia atrás, al agua del pilón. Los de pueblo se echaron a reír. El que había hablado se acercó hasta Córum.

—No te preocupes, amigo mío. No haremos nada de lo que nos decía. Tenemos que recoger las mieses.

—No tendréis ninguna cosecha que recoger si llegan los Mabdén del este a estos parajes —le advirtió Córum—. Pero no discutiré más, sólo te diré que nosotros, los Vadhagh, no podíamos creer en esa codicia de sangre que tienen los Mabdén e ignoramos las advertencias. Por esa razón, vi muertos a mi padre, a mi madre y a mis hermanas. Y por eso soy el último de mi raza.

El hombre se pasó la mano por la frente y se rascó la cabeza.

—Pensaré en lo que me has dicho, amigo Vadhagh.

—¿Y él? —Córum señaló hacia Venerak, que se levantaba del abrevadero.

—No nos molestará más. Tiene que visitar muchas ciudades. No creo que haya ninguna con la paciencia con que le hemos escuchado nosotros.

Córum asintió con la cabeza.

—Muy bien; pero, por favor, recuerda que estas discusiones, estas divisiones que parecen que no tienen ninguna importancia, como cuando el Duque expulsó a los sacerdotes de Urlech, son las indicaciones de una lucha mucho mayor entre la Ley y el Caos. Venerak la siente tanto como el Duque. Venerak busca aliados para el Caos y el Duque para la Ley. Ninguno de los dos sabe que llega una terrible amenaza, aunque los dos sienten algo. Yo traigo, desde Lywm-an-Esh, la noticia de que se avecina una terrible lucha. Presta atención a esta advertencia, amigo mío. Piensa en lo que te he dicho cuando llegue el momento de tomar una decisión...

El hombre se llevó una mano a la boca.

—Pensaré en ello —agregó finalmente.

El resto de los aldeanos se dirigió a sus asuntos. Venerak se abalanzó hacia el caballo volviéndose para mirar a Córum ferozmente.

—¿Deseáis, junto con tus compañeros, hospedaros en nuestro pueblo? —le preguntó el aldeano a Córum.

Córum sacudió la cabeza.

—Te lo agradezco, pero lo que hemos visto y oído en este lugar confirma que hemos de apresurarnos para llegar a Llarak-an-Fol y dar nuestras noticias lo antes posible. Adiós.

—Adiós, amigo —dijo el hombre, todavía pensativo.

Mientras subían la pendiente, Jhary, sonriendo, dijo:

—Una escena más cómica que cualquiera de las que pudiera haber escrito en mis buenos tiempos.

—Pero lleva una tragedia oculta —le dijo Córum.

—Como toda buena comedia.

La compañía galopaba por el ducado de Bedwilral-nan-Rywm como si les estuvieran persiguiendo los guerreros de Lyr-a-Brode.

Había tensión en el aire. Por todos los pueblos que atravesaron se discutía tranquilamente, unos apoyando a Urlech, otros a Han, pero todos negándose a escuchar a Córum, negándose a oír lo que tenía que explicar, que los instrumentos del Caos pronto estarían en sus tierras y que serían eliminados si no se preparaban a resistir al Rey Lyr y sus huestes.

Y cuando finalmente llegaron a Llarak-an-Fol, se encontraron con disturbios en las calles.

Pocas ciudades de Lywm-an-Esh estaban amuralladas, y Llarak no era la excepción. Sus casas eran bajas y alargadas, de madera tallada, todas pintadas de colores distintos. La casa del Duque de Bedwilral no era muy notable, pues era muy poco diferente de las demás casas importantes de la ciudad, pero Rhalina la reconoció. La lucha tenía lugar muy cerca de la residencia del Duque, y un edificio cercano estaba en llamas.

La compañía de Allomglyl empezó a bajar a la ciudad, dejando a las mujeres en lo alto del monte.

—Parece que algunos de esos sacerdotes del Caos eran más persuasivos que Venerak —le dijo Córum a Rhalina mientras ésta preparaba su lanza.

Galoparon por las afueras de la ciudad. Las calles estaban vacías y tranquilas. Del centro, provenía un gran rumor de combate.

—Mejor que nos guíes tú —le dijo Córum—, pues conocerás a los hombres del Duque.

La Margravina aligeró el paso sin decir palabra y la siguieron hasta el centro de Llarak-an-Fol.

Había hombres con uniformes azules, con cascos y escudos muy parecidos a los que llevaban los soldados de Rhalina, luchando contra una fuerza de campesinos y lo que parecían ser soldados profesionales.

—Los hombres de azul son los seguidores del Duque —dijo Rhalina—. Los de marrón y morado son los guardias de la ciudad. Imagino que siempre hubo rivalidad entre ambos.

Córum dudaba si entrar o no en la pelea. No por miedo, sino porque no quería mal a ninguno de ellos.

Los campesinos, particularmente, ni siquiera sabían el porqué de aquel combate, y los guardias de la ciudad apenas se habían dado cuenta de que era el Caos quien tramaba a sus espaldas para causar conflictos.

Los soldados se veían dominados por una cierta sensación de intranquilidad, que, unida a la presión de los sacerdotes de Urlech, les hizo acudir furiosamente a las armas.

Rhalina dio orden de cargar con las lanzas. Las dirigieron hacia abajo y la caballería penetró en la masa de hombres abriendo un camino entre sus filas. La mayoría de los enemigos estaban desmontados y el hacha de Córum volaba de arriba abajo mientras hendía las cabezas de los que con cara estupefacta intentaban detenerles.

El caballo de Córum relinchaba y se encabritaba, y por lo menos una docena de campesinos y guardias pereció antes de que llegaran a juntarse con los hombres del Duque. Córum se sintió aliviado cuando vio que casi todos los campesinos habían soltado sus armas y echado a correr.

Unos pocos guardias seguían luchando, y, entre ellos, Córum vio algunos sacerdotes armados. Un hombre muy pequeño, casi un enano, montado en un gran corcel amarillo, y con una inmensa espada en la mano izquierda, gritaba, estimulando a los recién llegados. Por su vestimenta, Córum dedujo que debía ser el propio Duque.

—¡Rendios! —les gritó a los guardias.

Córum vio cómo uno de ellos le veía y soltaba la espada. Pero, instantáneamente, un sacerdote del Caos lo mató, mientras gritaba:

—¡Luchad hasta la muerte! ¡Si traicionáis al Caos, vuestras almas sufrirán mucho más que vuestros cuerpos!

Los guardias sobrevivientes habían perdido valor y uno de ellos, volviéndose con resentimiento contra el que había matado a su compañero, lo acuchilló.

Córum guardó el hacha de guerra. La patética y pequeña batalla había terminado. Los hombres de Rhalina y los del uniforme azul cerraron el paso a los que seguían luchando y los desarmaron.

El enano montado en el gran caballo se acercó a Rhalina, que se había unido con Córum y Jhary-a-Conel. El gato blanco y negro seguía aferrado al hombro de Jhary y parecía más desconcertado que atemorizado por lo que acababa de presenciar.

—Soy el Duque Gwelhem de Bedwilral —anunció el hombrecillo—. Os agradezco mucho vuestra ayuda. Pero no os conozco. No sois ni de Nyvish ni de Adwyn. ¡Me alegro que oyerais la batalla desde tan lejos para así poder salvarme!

Rhalina se quitó el casco. Habló con tanta formalidad como lo había hecho el Duque.

—¿No me reconocéis, Duque Gwelhem?

—Me temo que no. Mi memoria para las caras...

Rhalina rió.

—Hace ya muchos años. Soy Rhalina y me casé con el hijo de vuestro primo.

—¡El responsable del Margraviato de Allomglyl! Oí que falleció en un naufragio.

—Así es —contestó ella gravemente.

—Creí que el Castillo Moidel había desaparecido bajo el mar hacía años. ¿Dónde has estado todo este tiempo, hija mía?

—Hasta hace poco tiempo, viví en Moidel, pero los bárbaros del este nos han hecho salir y venimos a advertiros que lo que hoy habéis vivido no es más que una bagatela comparado con lo que piensa hacer el Caos.

El Duque se mesó la barba. Se volvió hacia los suyos unos momentos y repartió algunas órdenes; luego, despacio, sonrió:

—Bien, bien, ¿y quién es este valiente sujeto que lleva un parche en el ojo? ¿Y ese que lleva un gato en el hombro y...?

Se rió.

—Si podemos ir a vuestra casa, os lo explicaré, Duque Gwelhem...

—¡Contaba con que lo hicieseis! Venid. Ahora que este triste asunto ha terminado, vayamos a casa.

En la sencilla morada de Gwelhem comieron frugalmente queso y carne fría, acompañados de la tibia cerveza local.

—Hoy en día no estamos acostumbrados a luchar —dijo Gwelhem cuando le hubieron explicado cómo habían llegado a Llarak—. En cierta manera, la escaramuza de hoy fue un asunto más sangriento de lo necesario. Si mis hombres hubieran tenido más experiencia, habrían podido controlar la situación y llevarse a la mayoría como prisioneros, pero perdieron los nervios. Y es posible que, de no haber llegado vosotros, yo mismo hubiese muerto. Todo esto que me contáis de la guerra entre la Ley y el Caos me recuerda los presentimientos que vengo sufriendo de un tiempo a esta parte. Os habréis enterado de que expulsé a los seguidores de Urlech. Sus seguidores se dedicaban a persecuciones mórbidas y de mala fe. Hubo asesinatos, cosas que... no podría explicar. Aquí vivimos contentos. No había motivos de intranquilidad. De modo que somos víctimas de fuerzas incontrolables, ¿no? Se trate de la Ley o del Caos, todo esto no me gusta. Preferiría permanecer neutral.

—Sí —afirmó Jhary—, cualquier hombre razonable haría lo mismo en este tipo de conflicto. No obstante, hay ocasiones en las que se ha de tomar partido, si es que uno quiere salvar de la destrucción aquello que ama.

—Esta tierra está moribunda, pues cada año que pasa, el mar se lleva un poco más de tierra —dijo Gwelhem, pensativo—. Pero tendría que morir a su propio ritmo. Tenemos que convencer al Rey como sea...

—¿Quién manda en Halwyg-nan-Vake? —dijo Rhalina.

Gwelhem la miró sorprendido.

—¡Qué lejos queda el Margraviato! Onald-an-Gyss es nuestro Rey. Es sobrino del viejo Onald, que murió sin descendencia...

—¿Cuál es su carácter? Estas cosas se deciden por el temperamento. ¿Prefiere la Ley o el Caos?

—Me parece que la Ley, pero no diría lo mismo de sus capitanes. Siendo como son los militares...

—Quizá ya estén decididos —murmuró Jhary—. Si la tierra entera está siendo arrasada por la misma lucha que hasta aquí venimos presenciando, quizá un hombre fuerte, ansioso de la llegada del Caos, intente sustituir al Rey, como hace muy poco intentaron hacer con vos, Gwelhem.

—Debemos salir ahora mismo para Halwyg.

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