La reina de los condenados (5 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Pero Los Que Deben Ser Guardados habían continuado mirando con ininterrumpida indiferencia. ¿O era maravilla? ¿Gran e indiferenciada maravilla que hacía que las partículas de polvo del aire fueran una fuente de inacabable fascinación?

¿Quién lo sabría? Habían vivido cuatro mil años, antes de que él naciera. Quizá las voces del mundo bramaban en sus cerebros, tan fidedigno era su oído telepático; quizás un millón de imágenes cambiantes los cegaban ante todo lo demás. Pensamientos como éstos lo habían casi sacado de quicio, hasta que aprendió a controlarlos.

¡Se le había ocurrido incluso que podría utilizar instrumentos médicos modernos para resolver la cuestión, que les podía conectar electrodos en la cabeza, para comprobar las funciones de su cerebro! Pero había sido demasiado desagradable, la sola idea de unos instrumentos tan toscos y tan horrendos. Después de todo, eran su Rey y Reina, el Padre y la Madre de todos. Bajo su techo, habían reinado sin oposición durante dos milenios.

Debía admitir una culpa. Últimamente tenía la lengua afilada para hablar con ellos. Ya no era el Alto Sacerdote cuando entraba en la cámara. No, había algo irrespetuoso y sarcástico en su tono, y eso debería guardárselo para él. Quizás era lo que llamaban «el carácter moderno». ¿Cómo se podía vivir en un mundo de cohetes que llegan a la Luna sin una intolerable conciencia que amenazaba cualquier sílaba trivial? Y nunca había sido ignorante del siglo en que vivía.

Cualquiera que fuera el caso, ahora tenía que ir a la cripta. Y allí purificaría sus pensamientos. No iría con resentimiento o desesperación. Más tarde, después de que él estudiara los vídeos, los pondría para ellos. Se quedaría allí, observando. Pero ahora no tenía las suficientes fuerzas para hacerlo.

Entró en el ascensor de acero y apretó el botón. El agudo silbido electrónico y la súbita pérdida de gravedad le produjeron un ligero placer sensual. ¡El mundo de su día y de su época estaba lleno de tantos sonidos que nunca había oído…! —Era casi refrescante. Y luego estaba aquella encantadora suavidad de la caída a plomo de decenas de metros, a través de un hueco de hielo sólido que llegaba a las estancias inferiores iluminadas con electricidad.

Abrió la puerta y salió al corredor cubierto con una alfombra. De nuevo Lestat cantando, ahora en la cripta; entonaba una canción rápida, más alegre; su voz combatía contra un retronar de tambores y contra gemidos electrónicos retorcidos y ondulantes.

Pero algo no estaba del todo bien. Le bastó mirar hacia el largo pasillo para darse cuenta. El sonido se oía demasiado alto, era demasiado claro. ¡Las antecámaras que conducían a la cripta estaban abiertas!

Se dirigió enseguida a la entrada. Alguien había abierto las puertas eléctricas y las había dejado así. ¿Cómo podía ser? Sólo él conocía el código para la pequeña serie de teclas del ordenador. La segunda puerta estaba abierta de par en par, y también la tercera. De hecho, podía ver la misma cripta, sólo que su vista quedaba interrumpida por una pared de mármol blanco en la pequeña cámara. El parpadeo rojo y azul de la pantalla de televisión al otro lado era como la luz de una vieja estufa de gas.

Y la voz de Lestat resonaba poderosamente en los muros de mármol, en los techos abovedados.

Matadnos, hermanos y hermanas,

la guerra ha estallado.

Comprended lo que veáis,

cuando me veáis.

Aspiró lenta y largamente. No había otro sonido aparte de la música, que ahora se desvanecía para ser reemplazada por un indefinido murmullo mortal. No había ningún intruso. No, lo habría sabido. Nadie en su guarida. Sus instintos se lo afirmaban con toda rotundidad.

Sintió una punzada de dolor en el pecho. Incluso sintió un ardor en el rostro. Muy curioso.

Cruzó las antecámaras marmóreas y se detuvo frente a la puerta de la capilla. ¿Estaba rezando? ¿Estaba soñando? Sabía lo que vería de inmediato (Los Que Deben Ser Guardados), y lo vería como siempre había estado. Y alguna razonable y lamentable explicación para las puertas abiertas (un cortocircuito, un fusible fundido) pronto se evidenciaría.

Sin embargo, de repente, no temió sino la cruda anticipación de un joven místico al borde de una visión, de uno que por fin vería al Señor viviente o los estigmas sangrientos en sus propias manos.

Entró despacio en la capilla.

Por el momento, no percibió nada especial. Vio lo que esperaba ver, la gran estancia llena de árboles y flores, el banco de piedra que constituía el trono, y, más allá, la gran pantalla de televisión palpitando con ojos, bocas y sonrisas triviales. Luego se percató del hecho: ¡sólo había un figura sentada en el trono y aquella figura era casi totalmente transparente! ¡Los violentos colores de la distante televisión la atravesaban!

No, ¡pero si está fuera de toda duda! «Marius, mira atentamente. Incluso tus sentidos no son infalibles». Como un mortal nervioso, se llevó las manos a la cabeza como para impedir cualquier distracción posible.

Miró la espalda de Enkil, quien, salvo por su pelo negro, se había convertido en una especie de estatua de cristal lechoso a través de la cual los colores y las luces se movían en ligeras distorsiones. Y entonces, un desigual estallido de luz provocó que la figura resplandeciera y se convirtiera en una fuente de débiles rayos luminosos.

Sacudió la cabeza. No era posible. Luego, un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo.

—Bien, Marius —susurró—. Procedamos con cautela.

Pero una docena de sospechas informes se agitaban en su cabeza. Alguien había venido, alguien más antiguo y poderoso que él, alguien que había descubierto a Los Que Deben Ser Guardados y ¡había hecho algo indecible! ¡Y todo por culpa de Lestat! Lestat, que había contado sus secretos al mundo.

Las rodillas le fallaban. ¡Imaginar una cosa así! Hacía tanto tiempo que no sentía tales debilidades mortales, que las había olvidado por completo. Despacio, sacó un pañuelo de su bolsillo. Se limpió la delgada capa de sudor sanguinolento que le cubría la frente. Luego, se dirigió hacia el trono, y lo rodeó hasta quedarse mirando frente a la figura del Rey.

Enkil, con el mismo aspecto que había tenido durante dos mil años, el pelo negro en delgadas y largas trenzas colgando en sus hombros. La ancha torques dorada colgando contra su pecho liso, sin pelo; la tela de su inmaculada falda con sus pliegues planchados; los anillos, siempre en sus dedos inmóviles.

¡Pero el cuerpo en sí era vidrio! ¡Y totalmente hueco! Incluso las inmensas órbitas de sus ojos eran transparentes; sólo unos círculos sombríos definían los iris. No, un momento. Observémoslo todo. Se podían distinguir los huesos, convertidos en la misma sustancia que la carne; sí, allí estaban, y también las delgadas grietas de las venas y las arterias, y algo como pulmones en su interior, pero todo transparente ahora, todo de la misma textura. Pero, ¿qué le habían hecho?

Y el cuerpo continuaba cambiando. Ante sus mismos ojos estaba perdiendo su tinte lechoso. Se estaba secando, volviéndose todavía más transparente.

Lo tocó. No era cristal, no. Era una cáscara.

Pero su gesto tembloroso lo tumbó. El cuerpo se inclinó y cayó en las baldosas de mármol, con los ojos desorbitados, los miembros rígidos en la misma posición que tenía sentado. Produjo un sonido casi tan imperceptible como el de un insecto al posarse.

Únicamente el pelo se movió. El suave pelo negro. Pero éste también había cambiado. Se rompía en fragmentos. Se rompía en diminutas astillas relucientes. Una fresca corriente de ventilación los esparcía como paja. Y, cuando, caído el pelo se vio el cuello, observó las dos oscuras heridas en forma de punzada. Heridas que no habían cicatrizado porque le habían extraído hasta la última gota de la sangre que las podía haber restañado.

—¿Quién lo ha hecho? —susurró, apretando con fuerza el puño derecho como si eso le evitara llorar. ¿Quién podía haberle quitado la vida hasta el último resquicio?

Y aquello estaba muerto. No había la menor duda. ¿Y qué se demostraba con aquel horrible espectáculo?

«Nuestro Rey está destruido, nuestro Padre. Y yo continúo vivo; respiro. Lo cual sólo puede significar que ella posee el poder original. Ella existió primero, y el poder siempre ha residido en ella.
¡Y alguien se la ha llevado!»

«Busca en el sótano. Busca por toda la casa.» Pero eran pensamientos desesperados, de locura. Nadie había entrado allí, y él lo sabía. ¡Sólo una criatura podía haber cometido aquel acto! Sólo una criatura sabía que una cosa así era definitivamente posible.

Permaneció inmóvil. Contempló la figura que yacía en el suelo, observando cómo perdía sus últimos rastros de opacidad. Si hubiera podido, habría llorado por aquello, porque, sin duda alguien debería hacerlo. Desaparecer ahora con todo lo que sabía, con todos los hechos de que había sido testigo. Aquello también tenía un final. Aceptarlo parecía estar más allá de sus capacidades.

Pero él no estaba solo. Algo o alguien acababa de salir del nicho y sentía que aquel algo o alguien lo estaba observando.

Durante un momento, un momento irracional, mantuvo los ojos en el Rey caído. Intentaba aprehender, con tanta serenidad como le fuera posible, todo lo que ocurría a su alrededor. Ahora aquello avanzaba hacia él, sin un murmullo. Apareció como una grácil sombra en el rabillo de su ojo, dio la vuelta al trono y se detuvo frente a él.

Sabía quién era, quién tenía que ser y sabía que se había aproximado con el porte natural de un ser vivo. Sin embargo, al levantar la vista, comprendió que nada pudo haberlo preparado para aquel momento.

Akasha, en pie, sólo a diez centímetros de él. Tenía la piel blanca, dura y opaca, como siempre la había tenido. Sus mejillas brillaban como perlas cuando esbozaba una sonrisa; sus oscuros ojos se humedecían y animaban, al tiempo que la piel se arrugaba un poco en sus comisuras. Brillaban con vitalidad.

Se quedó sin habla contemplándola. Observó cómo ella levantaba sus dedos llenos de joyas para tocar su hombro. Cerró los ojos y los volvió a abrir. Durante miles de años le había hablado en tantas lenguas (plegarias, súplicas, quejas, confesiones)… y ahora no decía ni una palabra. Se limitaba a mirar sus labios móviles, el resplandor de sus colmillos blancos, el frío reflejo de reconocimiento en sus ojos y la dulce y blanda hendidura entre sus pechos que oscilaban bajo el collar de oro.

—Me has servido bien —dijo ella—. Muchas gracias. —Su voz fue grave, ronca, bella. Pero la entonación, las palabras… ¡era lo que, horas antes, en la ciudad, había dicho a la chica de la tienda a oscuras!

Los dedos apretaron su hombro.

—Ah, Marius —dijo imitando de nuevo su tono a la perfección—, nunca desesperas, ¿verdad? No eres mejor que Lestat, con sus sueños de idiota.

Otra vez sus propias palabras, dichas para sí en una calle de San Francisco. ¡Se burlaba de él!

¿Era aquello terror? ¿O era odio lo que sentía? Odio, que había permanecido latente en su interior, esperando desde hacía siglos, mezclado con resentimiento y cansancio, y pena por su corazón humano, odio que ahora estaba tan ardiente como nunca podía haber imaginado. No osó moverse, no osó hablar. El odio era recién nacido y asombroso, y había tomado plena posesión de él; no podía hacer nada para controlarlo o comprenderlo. Toda capacidad de juicio lo había abandonado.

Pero ella lo sabía. Por supuesto. Siempre lo había sabido todo, ¡cada pensamiento, palabra y obra que había querido saber! Y había sabido que el ser carente de inteligencia que había tenido a su lado era indefenso. Y aquello, que debería haber sido un momento triunfante, era, sin embargo, un momento de horror.

Ella reía con delicadeza al mirarlo. El no podía soportar aquel estado de cosas. Quería herirla. ¡Quería destruirla, que todos sus monstruosos hijos se fueran el infierno! ¡Perezcamos con ella! Si hubiera podido, la habría destruido.

Pareció que ella asentía, que le estaba diciendo que comprendía. Que comprendía el monstruoso insulto que representaba. Bien, él no lo comprendía. Un momento más y se pondría a llorar como un niño. Se había cometido algún terrorífico error, alguna horrorosa equivocación en los pronósticos.

—Mi querido servidor —dijo, y estiró los labios hasta formar una sonrisa leve y amarga—. Nunca has tenido poderes para detenerme.

—¿Qué quieres? ¿Qué quieres hacer?

—Debes disculparme —dijo ella, muy educada, exactamente de la misma forma en que había dicho las mismas palabras al joven del cuarto trasero del bar—. Ya me iba.

Oyó el sonido antes de que el suelo se moviera: el chirrido del metal que se abre. Él caía; la pantalla de televisión había reventado y el cristal le había dejado la carne horadada como por numerosas diminutas dagas. Lanzó un grito, como un mortal, y esta vez fue de miedo. El hielo se resquebrajaba, bramando, al tiempo que se le abatía encima.

—¡Akasha!

Se hundía por una grieta gigante, se zambullía en una frialdad que lo escaldaba.

—¡Akasha! —volvió a gritar.

Pero ella había desaparecido y él continuaba cayendo. Y los bloques de hielo desprendidos lo arrastraron consigo, lo rodearon, lo cubrieron, aplastándole los huesos de los brazos, de las piernas, de la cabeza. Sintió que su sangre brotaba contra la superficie aprisionadora y que se congelaba. No se podía mover. No podía respirar. Y el dolor era tan intenso que no lo podía soportar. Volvió a ver la jungla, no podía explicárselo, durante un instante, como la había visto antes. La cálida y fétida jungla, y algo que se movía por ella. Luego, la jungla desapareció. Y cuando él volvió a gritar, fue para Lestat:
¡Peligro Lestat, ten cuidado! ¡Todos estamos en peligro!

Por fin sólo existieron el frío y el dolor; perdió la consciencia. Llegaba un sueño, un precioso sueño de un tibio sol, brillando en un claro de hierba. Sí, el sol sagrado… Ahora el sueño lo poseía. Y las mujeres…, ¡qué encantadora era su cabellera pelirroja! Pero ¿qué era, qué era lo que yacía allí, bajo las hojas marchitas, en el altar?

PRIMERA PARTE: Por la senda del Vampiro Lestat

Intentando colocar en un collage coherente la abeja,

el macizo montañoso, la sombra de mi pata…

intentando acoplarlos, enlazados con un lógico,

vasto y resplandeciente molecular tejido de pensamientos

a través de toda sustancia…

Intentando decir que veo en todo lo que veo

el lugar donde la aguja empieza el tapiz,

pero, ahí, todo parece el todo y la parte.

Larga vida al globo del ojo y al corazón lúcido.

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