La reina de los condenados (10 page)

BOOK: La reina de los condenados
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¿Adorar aquella montaña? Sí, uno podía hacerlo con total impunidad porque la montaña nunca respondería. El viento aullante que le helaba la piel era la voz de nada y de nadie. Y esta grandiosidad accidental e indiferente le provocó deseos de llorar.

Lo mismo provocó el espectáculo de la vista de los peregrinos muy por debajo de ella: parecía una estrecha hilera de hormigas, subiendo la pendiente en zigzag por una senda de una estrechez imposible. La ilusión de los peregrinos era demasiado, hasta lo indecible, triste. No obstante, ella se dirigía hacia el mismo templo, oculto en las montañas. Se dirigía hacia el mismo dios, menospreciable y engañoso.

El frío la hacía sufrir. La escarcha le cubría el rostro, los párpados. Se pegaba a sus pestañas en diminutos cristales. Y cada paso en el fuerte viento era un tormento incluso para ella. En realidad, no le podía causar ni dolor ni muerte; era demasiado vieja para ello. Su sufrimiento era algo mental. Le llegaba de la tremenda resistencia de los elementos, de no ver nada durante horas y horas sino la nieve blanca y cegadora.

No importaba. Un profundo escalofrío de alarma había recorrido su médula dos noches atrás, en las calles abarrotadas y hediondas de la vieja Delhi, y, a partir de entonces, casi cada hora se había repetido el escalofrío, como si la tierra hubiera empezado a temblar desde su núcleo.

En determinados momentos, tenía la certeza de que la Madre y el Padre debían estar despertando. En algún lugar, muy lejos, en una cripta en donde su querido Marius los había colocado, Los Que Deben Ser Guardados se habían movido por fin. Nada inferior a una tal resurrección podía transmitir aquella poderosa, aunque vaga, señal: Akasha y Enkil levantándose (después de seis mil años de horrorosa quietud) del trono que compartían.

Pero aquello era pura fantasía, ¿no? Por lo mismo, podría pedir a la montaña que hablara. Porque Los Que Deben Ser Guardados, los padres ancestrales de todos los bebedores de sangre, no eran una mera leyenda para ella. A diferencia de muchos de su estirpe, ella los había visto con sus propios ojos. En el umbral de su cripta la habían hecho inmortal; se había arrastrado de rodillas hacia la Madre y la había tocado; había agujereado la superficie lisa y brillante que una vez había sido la piel humana de la madre, y había recibido en su boca abierta la sangre de la Madre brotando a chorro. ¡Qué milagro había sido, la sangre viva surgiendo del cuerpo sin vida, antes de que las heridas se cerraran como por encanto!

Pero, en aquellos siglos primitivos de creencias magníficas, había compartido con Marius la convicción de que la Madre y el Padre sólo dormitaban, que llegaría un día en que despertarían y hablarían una vez más a sus hijos.

En la luz de la vela, juntos, ella y Marius les habían cantado himnos; ella misma había quemado el incienso, había colocado ante ellos las flores; había jurado no revelar nunca el lugar del santuario a menos que otros bebedores de sangre llegaran para destruir a Marius, para robarle a los que tenía a su cargo y atracarse con glotonería de la sangre original y más poderosa.

Pero de aquello hacía mucho tiempo, cuando el mundo estaba dividido en tribus e imperios, cuando héroes y emperadores eran divinizados en un día. En aquella época había tomado afición a las elegantes ideas filosóficas.

Ahora sabía qué significaba vivir para siempre. Díselo a la montaña.

«Peligro.» Volvió a sentir que una descarga abrasadora recorría su cuerpo. Luego se esfumaba. Y después vislumbraba un lugar verde y húmedo, un lugar de tierra blanda y vegetación sofocante. Pero se desvanecía casi de inmediato.

Se detuvo, la luz de la luna reflejada en la nieve la cegó un momento y ella levantó los ojos a las estrellas, que parpadeaban a través de una delgada capa de nubes pasajeras. Escuchó para intentar oír otras voces inmortales. Pero no oyó ninguna transmisión clara y vital, sólo un leve palpitar del templo al cual se dirigía, y, a mucha distancia, a sus espaldas, elevándose de la oscura colmena de una ciudad superpoblada, las grabaciones muertas, electrónicas, del bebedor de sangre loco, de la «estrella de rock», de El Vampiro Lestat.

Estaba sentenciado, aquel crío moderno e impetuoso que había osado amañar canciones de pedazos e ideas sueltas de verdades antiguas. Ella había visto incontables ascensiones y caídas de jóvenes neófitos.

Sin embargo, su audacia la intrigaba, incluso la sorprendía. ¿Podría ser que la alarma que oía estuviese relacionada de algún modo con sus quejumbrosas y roncas canciones?

Akasha, Enkil,

escuchad a vuestros hijos.

¿Cómo osaba pronunciar los nombres ancestrales ante el mundo mortal? Parecía imposible, un ultraje a la razón, que aquella criatura no fuera despachada en el acto. No obstante, el monstruo, deleitándose en una improbable celebridad, revelaba secretos que sólo podía haber aprendido del mismo Marius. ¿Y dónde estaba Marius, quien durante dos mil años había cargado con Los Que Deben Ser Guardados de un santuario secreto a otro? Ponerse a pensar en Marius, en las peleas que mucho tiempo atrás los habían dividido, le destrozaba el corazón.

Pero la voz grabada de Lestat se esfumó ahora, absorbida por otras débiles voces eléctricas, por vibraciones surgidas de ciudades y pueblos e incluso por los gritos audibles de almas mortales. Como ocurría a menudo, sus poderosos oídos no podían aislar una señal. La marea creciente (informe, horrorosa) la sobrecogió de tal forma que se encerró en sí misma. Sólo el viento de nuevo.

¡Ah!, ¿qué debían ser las voces colectivas de la tierra para la Madre y para el Padre, cuyos poderes habían aumentado, inevitablemente, desde la aurora de tiempos inmemoriales? ¿Tenían el poder, mientras permanecían sentados inmóviles, de cerrarse al flujo o de seleccionar de tiempo en tiempo las voces que querían oír? Quizás eran tan pasivos a este respecto como en cualquier otro; quizás eran los irrefrenables clamores lo que los mantenía fijos; quizás eran incapaces de razonar mientras oían los inextinguibles gritos, mortales e inmortales, del mundo entero.

Levantó la vista hacia el gran pico escarpado que se alzaba ante ella. Debía continuar. Se embozó más con la ropa que le cubría el rostro. Y echó a andar de nuevo.

Y, cuando la senda la llevó a un pequeño promontorio, distinguió al fin su destino. Al otro lado de un inmenso glaciar, al borde de un precipicio insondable, se levantaba el templo, una construcción de roca, una roca de casi invisible blancura; el campanario desaparecía en la nieve atorbellinada que había empezado a caer en aquel mismo momento.

¿Cuánto tardaría en alcanzarlo, andando lo más deprisa que podía? Sabía que lo tenía que hacer, aunque lo temía. Tenía que levantar los brazos, desafiar las leyes de la naturaleza y su propia razón, levantarse por encima del abismo que la separaba del templo, y descender suavemente sólo cuando hubiera llegado al otro lado de la garganta helada. Ningún otro poder de los que poseía la hacía sentir tan insignificante, tan inhumana, tan lejos del ordinario ser terrestre que había sido una vez.

Pero quería alcanzar el templo. Tenía que hacerlo. Y así, levantó despacio sus brazos, con consciente elegancia. Cerró los ojos un momento mientras se imprimía el impulso hacia arriba y sintió que su cuerpo se elevaba de inmediato, como si careciera de peso, como con una fuerza desencadenada (aparentemente) por la propia sustancia; y con misteriosa determinación, cabalgó el mismo viento.

Durante un largo rato dejó que las ráfagas la abofetearan; dejó que su cuerpo serpenteara, errara. Subió arriba y más arriba, se permitió desviar por completo la vista de la tierra, y las nubes pasaron volando junto a ella mientras miraba las estrellas. ¡Qué pesados notaba sus atavíos! ¿No estaría a punto de volverse invisible? ¿No sería el próximo paso? «Una mota de polvo ante los ojos de Dios», pensó. El corazón le dolía. El horror de aquello, de estar totalmente aislada… Las lágrimas inundaron sus ojos.

Y, como siempre ocurría en tales momentos, el pasado humano apenas resplandeciente, al que se aferraba, parecía, más que nunca, una leyenda que había que apreciar cuando las creencias prácticas se desvanecían. «Que pueda vivir, que pueda amar, que mi carne sea cálida.» Vio a Marius, a su hacedor, no como era ahora, sino como era entonces, un joven inmortal con un secreto sobrenatural que le quemaba las entrañas: «Pandora, queridísima…» «Dímelo, te lo ruego.» «Pandora, ven conmigo a suplicar la bendición de la Madre y del Padre. Entra en la cripta.»

Sin nada en que anclarse, desesperada, podía haber olvidado su destino. Podía haberse dejado errar hacia el sol naciente. Pero de nuevo le llegó la alarma, la señal silenciosa, palpitante, de «peligro», para recordarle su objetivo. Extendió los brazos en cruz y se colocó de nuevo de faz a la tierra, y, directamente debajo, vio el patio del templo con sus fuegos humeantes. «Sí, aquí.»

La velocidad de su descenso la aturdió; momentáneamente, le anuló la razón. Se encontró de pie en el patio; le dolió el cuerpo durante un brevísimo instante, y luego frío y quietud.

El aullido del viento era ahora distante. La música del templo le llegaba a través de los muros, un pulso vertiginoso, los platillos y los tambores acordes en el ritmo, las voces diluyéndose en un sonido espantoso y repetitivo. Ante ella se alzaban las piras, escupiendo chispas, crepitando, los cuerpos muertos ennegreciéndose amontonados encima de la leña en llamas. El hedor le provocó náuseas. Sin embargo, durante un largo momento, observó las llamas trabajando en la carne chisporroteante, los miembros que se carbonizaban, el pelo que soltaba repentinas nubecitas de humo blanco. El olor la asfixiaba; el aire purificador de la montaña no alcanzaba allí.

Se quedó mirando fijamente la distante puerta de madera que daba al interior del santuario. Volvería a poner a prueba su poder, amargamente. Allí. Y se encontró la puerta abierta, cruzando el umbral, la deslumbrante luz de la sala interior, el aire cálido y el ensordecedor cántico.

—¡Azim! ¡Azim! ¡Azim! —coreaban los celebrantes una y otra vez, de espaldas a ella, mientras se apiñaban hacia el centro de la sala iluminada por velas, con los brazos levantados y haciendo girar las manos por las muñecas, a ritmo con el balanceo de sus cabezas—. ¡Azim! ¡Azim! ¡Azim-Azim-Azim! ¡Aaaa-ziiiim! —Humo surgía de los pebeteros; un inacabable enjambre de figuras rodaban, daban vueltas sobre sí mismas con los pies descalzos, pero no la veían. Tenían los ojos cerrados, sus oscuros rostros tersos; solamente sus bocas se movían para repetir el nombre reverenciado.

Se abrió camino a empujones hacia lo más espeso del gentío, hombres y mujeres en harapos, otros en suntuosas sedas de colores y repiqueteantes joyas de oro, todos repitiendo la invocación en hórrida monotonía. Captó el olor de la fiebre, del hambre, de los cadáveres caídos en medio de la congregación apretada, olvidados en el delirio colectivo. Se aferró a una columna de mármol, como para anclarse en el turbulento torrente de movimiento y ruido.

Y entonces vio a Azim en el centro de la pina. Su piel, de un bronce oscuro, estaba húmeda y resplandecía a la luz de las velas; en su cabeza se enrollaba un turbante de seda negra; su larga túnica de bordados estaba manchada con una mezcla de sangre mortal e inmortal. Sus ojos negros, maquillados con
kohl,
eran enormes. Bailaba al son del áspero batir de fondo de los tambores, ondulando, lanzando y retrayendo sus puños, como si golpeara un muro invisible. Sus pies resbaladizos pegaban en el mármol con ritmo frenético. Sangre le rezumaba de las comisuras de los labios. Su expresión era la de uno en completo ensimismamiento mental.

Sin embargo, él sabía que ella había venido. Y, desde el centro de su danza, la miró directamente y ella vio que sus labios manchados de sangre se retorcían en una sonrisa.

«Pandora, mi bellísima e inmortal Pandora…»

Estaba rollizo de festín, gordo y caliente de festín, como Pandora pocas veces había visto a un inmortal. Lanzó su cabeza hacia atrás, dio una vuelta sobre sí mismo y soltó un grito agudísimo. Sus acólitos avanzaron hacia él, acuchillando sus muñecas extendidas con los puñales ceremoniales.

Y los fieles arremetieron contra él, con las bocas hacia arriba para recoger la sangre sagrada que manaba a borbotones. El cántico aumentó de volumen, se hizo más insistente por encima de los gritos estrangulados de los más próximos a Azim. Y, de repente, ella vio que lo levantaban, y su cuerpo quedaba estirado en toda su extensión sobre los hombros de sus seguidores; sus zapatillas doradas apuntaban hacia el altísimo techo decorado con mosaicos; los cuchillos hacían cortes en sus tobillos y otra vez en sus muñecas, donde las heridas ya se habían cerrado.

La masa enloquecida parecía expandirse a la par que sus movimientos se hacían más frenéticos; cuerpos hedientos chocaban contra ella, inconscientes de la frialdad y de la dureza de los antiquísimos miembros bajo sus ropas de lana de corte indefinido. Ella no se movió. Dejó que la envolvieran, que la arrastraran. Vio que descendían de nuevo a Azim al suelo; sangrado, gimiente, con las heridas ya cicatrizadas. Azim le hizo señas para que se uniese a él. En silencio, ella rehusó.

Y observó cómo estiraba el brazo y agarraba a una víctima, a ciegas, al azar: una joven de ojos pintados y con columpiantes pendientes de oro en las orejas, y le abría la esbelta garganta de par en par.

La masa había perdido la forma perfecta de las sílabas del cántico; ahora era simplemente un grito sin palabras que emergía de todas y cada una de las bocas.

Con los ojos desorbitados como en horror a su propio poder, Azim, en un largo sorbo, engulló la sangre de la mujer hasta secarla; luego lanzó el cuerpo a sus pies, al suelo de roca, donde quedó como un fardo; mientras, los fieles lo rodearon, con los brazos extendidos y las manos abiertas como en súplica a su ahora tambaleante dios.

Ella volvió la espalda a la escena, y salió al aire frío del patio, alejándose del calor de las hogueras. Peste a orina, a basura. Se apoyó contra el muro, mirando hacia arriba, pensando en la montaña, sin prestar atención a los acólitos que pasaban por delante de ella arrastrando los cadáveres de los muertos recientes para echarlos a las llamas.

Recordó a los peregrinos que había visto en la senda por debajo del templo, la larga cadena que avanzaba lentamente día y noche a través de las montañas desiertas de aquel lugar innombrable. ¿Cuántos morirían sin alcanzar siquiera el precipicio? ¿Cuántos morirían a las puertas del templo, esperando a que los dejaran entrar?

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